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martes, 15 de diciembre de 2020

Carta a un migrante

Imagen del rescate de un naufragio de migrantes. Fuente: Público

Me dicen que llegaste, despojado,
surcando un oceánico desierto,
y este mundo, penal desangelado,
te legó su destino más incierto.

Desnudo vienes, trémulo migrante,
y en los ojos ocultas un abismo,
como jirón del África sangrante
sobre las aras del capitalismo.

¿Qué diré de la historia de tu gente,
de los pueblos hundidos en cadenas?
¿Qué diré de tu negro continente,
de la sangre que brota de sus venas?

Tu historia la forjaron mercaderes,
raptando, con salvajes marineros,
a tus hombres, tus niños, tus mujeres,
perdidos en subastas de negreros.

El Congo y su violento genocidio,
las infinitas guerras coloniales,
hicieron de tu cuna su presidio,
rebosante de crímenes brutales.

Y la historia prosigue con sus fieras,
saqueando con furia, desatada,
piedras, metales, frutos y maderas
en el seno del África violada.

Ya navegan los buques factoría:
despojan la ribera mauritana
de pescado, futuro y alegría,
dejando sombras de miseria humana.

Y así los pescadores, derrotados,
perdiendo su trabajo y alimento,
se lanzan a cayucos desatados
como las hojas en el duro viento.

¿Qué son las joyas de la infame Europa,
museos y palacios relumbrantes,
si gritan los jirones de tu ropa
la suerte universal de los migrantes?

¿Qué me importan sus árboles, grandiosas
atalayas de frutos y simientes?
He visto sus raíces tenebrosas,
empapadas en sangre de inocentes.

No vale más la prodigiosa Atenas
que la gran Tombuctú, la imagen pura
de torres que sostienen las arenas
con su adobe de firme compostura.

¿Y acaso la inmortal Venus de Milo
vale más que los bronces nigerianos
de la cultura Ifé, de suave estilo,
desarrollados con maestras manos?

Ahora muchos como tú, migrantes,
viajeros en escalas imprevistas,
vagan tejiendo círculos errantes
en las calles vacías de turistas.

¿Puedo salvarte yo de la tragedia,
yo, que no tengo sino puro llanto,
si tu sino mortal no se remedia
con la música yerma de mi canto?

Yo grito que me dueles, pues el miedo
no me derrota, semejante humano,
pues en silencio criminal no puedo
volverte mis espaldas, africano.

Recibe tú mis voces desoladas
entre la masa indómita del odio:
yo recojo tus lágrimas cansadas
y las conservo, como fiel custodio.

Los incógnitos hijos del futuro
sabrán los accidentes de la historia,
y el eco infame de este siglo oscuro
sacudirá, temblando, su memoria.

viernes, 13 de noviembre de 2020

Negocios metafísicos

El alquimista en su estudio. Aguafuerte de Rembrandt (1652). Fuente: Wikipedia

Dios, el indiferente, nunca me da su apoyo,
que no se duele nunca del vivo ni del muerto:
sus mártires padecen hasta que van al hoyo,
caídos, entre sombras, en un páramo incierto.

Satanás me convida con fortuna y placeres,
a cambio de entregarle mi espíritu arrasado,
mientras Dios me pregona, como los mercaderes,
las caducas ofertas de su viejo mercado.

Pero, si no tenemos alma, sino materia,
los átomos veloces que la muerte diluye,
¿qué me importa venderme, si escapo de miseria,
con volutas del humo que la brisa destruye?

Que Satanás desfile con su dulce cortejo
de putas vanidosas y tiernos pecadores:
Dios no puede brindarme su cálido festejo,
sino tenues promesas e inútiles horrores.

En fin, si lo tuviera, mi espíritu sería
como turbio destello de lámpara cansada:
¡si lo quisiera alguno, pronto me desharía
de su gran espejismo, de su trémula nada!

Y con este negocio, con salvaje descaro,
saltaré la penosa mentira del infierno,
¡riéndome del pobre Satanás, el avaro,
como del traficante de sombras, el Eterno!

jueves, 12 de noviembre de 2020

Antiplegaria (II)

Portada de la revista soviética Bezbozhnik (El ateo).

¿Tú dices que me amas, Dios? ¿Y qué requisitos
me impones? Ofreciendo paraísos arcanos,
pretendes alejarme de los gustos humanos,
con fábulas piadosas de santos y malditos.

Ahórrate los juegos de sombras: no consumo
tus frágiles apuestas de cielos imposibles,
porque solo deseo paraísos tangibles
y nada me interesan las rebajas del humo.

Tal vez adquieran otros una ilusión gastada:
vende tus baratijas a la cósmica nada,
como chamarilero de las constelaciones.

Cuando quede tu gloria desierta, desolada,
regalarás boletos, con la mano cansada,
para su frío parque de grandes atracciones.

lunes, 9 de noviembre de 2020

Dibelunga

La yegua Dibelunga, adquirida por Juan Carlos de Borbón para la infanta Elena y su hija Victoria Federica. Fuente: Facebook

(Ripios para una yegua borbónica, comprada con dineros de dudosa procedencia)

Ya tu imagen oscura
de blanqueada yegua, que no blanca,
llora su desventura,
pagada con los dólares de Juanca.

No temas: los Borbones,
un día, quedarán defenestrados,
como torpes ladrones,
y correrás a solas en los prados,

sin hípicas absurdas,
enseñadas con látigo y espuela,
ni pretensiones burdas,
paridas en establos de Zarzuela.

Dale coces a Juanca
si retorna a sus lares con sordina,
y así, batiendo un anca,
gana trofeos de inmortal equina,

dignos de Rocinante,
mejores que Bucéfalo y Pegaso,
y en furia galopante
destruye monarquías a tu paso.

Yegua republicana,
salta muros, desbócate sin miedo,
cuando pises, ufana,
la tumba del aciago Recaredo.

Libéranos de tantos
gorrones de las arcas oficiales:
no queremos ni santos
ni turbas de parásitos reales.

miércoles, 21 de octubre de 2020

La derecha

Pirámide del sistema capitalista. Litografía anónima de finales del siglo XIX en Estados Unidos.

¿Qué defiende la derecha?
Su cosecha.
¿Cómo se teje su alfombra?
Con la sombra.
¿Y en qué negocios invierte?
En la muerte.

Ya la historia nos advierte:
la derecha, cuando gana,
recoge en hora temprana
cosecha de sombra y muerte.

lunes, 12 de octubre de 2020

Buen español

Patriota español envuelto en una bandera rojigualda. Fuente: El Huffington Post

¿Quieres hacerte un español sensato,
ganando fama de cabal sujeto?
Muestra al jefe tu norma de respeto,
lamiendo su carísimo zapato.

Lleva quilos de cruces de beato,
guardando tus errores en secreto:
no liberes al justo del aprieto
ni te demores en trabajo ingrato.

No desprecies las órdenes del pito:
bebe sin tasa, como fiel devoto
de licores tomados a lo bruto.

Di juramentos, habla a puro grito
y así, con el gaznate medio roto,
serás buen español, hijo de puto.

viernes, 9 de octubre de 2020

Hispánica justicia

Tres jueces en sesión (hacia 1862). Grabado de Honoré Daumier. Museo de Bellas Artes de Canadá.

Alfaquíes devotos del rosario,
que sentís añoranza del franquismo,
persiguiendo, con hojas de sumario,
la sombra del eterno comunismo,

perdonáis al idiota millonario
con dosis intragables de casuismo,
pero luego jodéis al proletario
con algún escabroso latinismo.

Si promovéis mentiras colosales
y creáis el derecho como santos,
fabricando milagros judiciales,

harta ya de su impúdico servicio,
de tales desafueros y quebrantos,
incluso la justicia pierde el juicio.

miércoles, 7 de octubre de 2020

El muftí

Muftí, papa de los turcos. Dibujo de Jacopo Ligozzi (1576).

Un muftí de grandísima sapiencia
va por Iglesias, con su ley en mano,
pero le dicen: “Márchese, pagano,
con Alá y su frenética demencia”.

Cuando los hechos claman evidencia,
los manipula, como buen cristiano,
que los cobardes hijos del tirano
pegan tiros en forma de sentencia.

“¿Qué es la verdad?”, se planteó Pilato.
Y el muftí le responde: “Lo que digo,
incluso cuando miento sin rubores”.

Como buen español, es un beato:
va por Iglesias, odia al enemigo
y espera que le paguen sus favores.

miércoles, 16 de septiembre de 2020

Rodrigo, el mercenario

Estatua del Cid en Burgos, fundida por Juan Cristóbal González Quesada.

(Fábula burlesca sobre el Cid campeador)

Divino Momo, rey de los bufones,
que te burlas, usando tu elocuencia,
de los dioses olímpicos, ladrones
que usurparon las diáfanas alturas,
dame tu irreverencia
para que ya mi silva, desatada,
resuene con metáforas impuras,
y mi sola guitarra destemplada,
con aire volteriano,
se mofe del guerrero castellano
más nombrado y famoso de la historia,
Rodrigo Díaz, animal humano,
cuya digna y cabal ejecutoria
de soldado cristiano
se tejió de rumores fabulosos
que inventaron los monjes mentirosos.

En el onceno siglo de la historia,
negro tiempo de fúnebre memoria,
Rodrigo, un mercenario,
vigilaba los campos de Castilla
desde Vivar, su afortunada villa,
sirviendo al rey Alfonso de sicario
con ínfulas de noble,
cada vez que su rápido mandoble
degollaba cabezas de los moros
que hacían incursiones, desatados,
buscando prisioneros y ganados,
e incluso los tesoros
que guardaban los monjes avispados,
hambrientos de riqueza,
bajo un hábito falso de pobreza.
Rodrigo detentaba
la buena posición y los honores
que el rey Alfonso, pródigo, le daba,
y, cuando los rumores
pregonaron que el rey, a sangre fría,
tramó la muerte de su hermano Sancho
con sorda alevosía,
pronto Rodrigo se quedó tan ancho
como figura inerte:
no reclamó de Alfonso juramentos
de que no fue culpable de la muerte
de su inocente hermano,
como dicen relatos fraudulentos.
En cambio, su egoísmo,
como buen cortesano,
defendió su interés con el mutismo,
pues el crimen apenas le importaba
si Alfonso le pagaba,
con dinero sonante,
sus obras de piadoso maleante.

Rodrigo no salió de su poblado
porque un rey desalmado
le impusiera fatídico destierro,
como dicen, mintiendo, los cantares
que festejan sus crímenes vulgares.
Más bien lo desahuciaron, como perro,
tras unos desacuerdos militares:
el iracundo Alfonso
terminó dedicándole un responso,
por haber saqueado sin permiso
la taifa de Toledo, reino moro
que él mismo protegía,
causando sangre y muerte, de improviso,
con el ansia del oro
que Rodrigo, insaciable, perseguía.
De súbito, le dijo: “¡Vete, vete,
miserable zoquete!
Si no le pongo fin a tu insolencia
de ignorante soldado,
provocarás el fin de mi reinado”.
Y así le dio sentencia,
nombrándolo vasallo desterrado
y escupiéndole insultos en la cara,
pero tuvo un detalle de clemencia:
dejó que se llevara
casi todos los bienes conseguidos
en luchas de bandidos
y matanzas de cacos musulmanes.

De este modo, Rodrigo se marchaba,
con su hueste de nobles edecanes,
como ya suponemos,
gritando que su rey lo condenaba,
pero no descartemos
que sus quejas y lágrimas dolientes,
más allá de los hechos evidentes,
ocultaran segundas intenciones:
Alfonso le cobraba demasiado,
pues en cada masacre, descarado,
pedía comisiones
(díganme si los reyes han cambiado,
pues ahora las piden los Borbones).
Y como ya Rodrigo, importunado,
no quería que un golfo coronado
le sacara millones
a cambio de permisos militares,
prefería quedarse desterrado,
viajando por indómitos lugares
con sus alforjas llenas;
y así, con lagrimoso fingimiento,
se marchó de sus lares,
como un siervo que rompe sus cadenas,
como las hojas que difunde el viento.
Miren, miren qué noble fue el sicario:
con mentirosas lágrimas y penas,
desertó de sus pagos habituales,
y en traje de guerrero solitario
buscaba, con astucia de empresario,
paraísos fiscales
donde no tributaran sus caudales.

Cruzaba las indómitas llanuras,
parándose de noche solamente,
y urdía nuevos planes en su mente
deseosa de locas aventuras.
Aunque dejara Burgos, fulminado,
no quiso darse por amortizado
y en su vagabundeo,
buscando quien le diera algún empleo,
solicitó, sin más, entrevistarse
con Al-Muqtádir, musulmán tirano
que ejercía de rey zaragozano,
para ver si podía granjearse
la confianza del moro
y algún botín de su real tesoro.
De esta manera, un día,
se vieron ambas partes
en la bien decorada Aljafería,
sitio del trono, casa de las artes,
y el rey mahometano
se tapó la nariz con una mano
para no desplomarse del mareo,
pues olía tan fétido Rodrigo,
dado su mal aseo,
que sabía matar a su enemigo
sin espada ni hueste,
venciendo con el arma de su peste.
Sonrojado y confuso,
con hambre de tesoro,
Rodrigo se propuso
de esta manera: “Yo te sirvo, moro,
si me pagas en oro
la merced que deseo con holgura.
Tu fortaleza quedará segura,
con mi hueste de fieros delincuentes,
y no verás cristiano
que invada tu dominio soberano,
con armas o legiones insolentes”.
Al-Muqtádir, con aire caviloso,
consideró su trato mercenario
y asintió, sigiloso,
para darle un empleo de sicario.

De noche, en el sombrío campamento,
Rodrigo conversaba con secuaces,
en términos audaces,
para infundirles ánimo y aliento:
“Yo comeré de lo que el moro caga,
si es moro quien me paga
monedas relucientes,
y, si la musulmana tiranía
me solicita hacer apostasía,
siguiendo la costumbre de sus gentes,
me pondré vestidura sarracena
y afirmaré su credo sin espanto.
Más vale impío de barriga llena
que famélico santo”.
Y algún soldado –no sé quién– le dijo:
“Tenéis razón de sobra,
pues aquí nadie come si no cobra.
Si mi estómago siente el retortijo
del hambre, yo prefiero
que mis penas acaben con dinero
y Al-Muqtádir me tome de soldado,
con su real tesoro,
que morirme sin pan, desesperado,
para salvar mi póstumo decoro”.
Los demás asintieron
y, desde aquella noche, defendieron
las murallas del rey zaragozano
como si fuera noble castellano.
Mantuvieron sus armas y corceles
con dinero de infieles,
hasta que de regiones africanas
vinieron almorávides, trayendo
sus piadosas costumbres musulmanas.
El nuevo rey, Al-Mutamán, temiendo
las iras de su ejército piadoso,
canceló sus acuerdos con Rodrigo
y en gesto malicioso
lo despidió, sin más, al desabrigo
del infinito yermo solitario.

Pero luego surgió la triste fama
del Cid, el poderoso mercenario,
con el soberbio drama
que inventaron los monjes haraganes,
cuya historia no cuenta
sus trabajos en reinos musulmanes,
y lo demás, de golpe, se lo inventa,
deformando las cosas
entre fabulaciones prodigiosas.
Aunque no solamente fabularon
sus méritos en hechos militares:
también se imaginaron
algunos de sus datos familiares,
para vestirlo con hermoso manto
de general y santo,
de gran cabeza de familia buena.
De este modo, Rodrigo parecía,
con su esposa Jimena,
modelo de virtudes fulgurantes,
aunque de vez en cuando se perdía
con algunas amantes,
dándose gusto un rato,
mientras ella, piadosa, no dormía
cuidándole su fama de beato,
pensando que el marido
luchaba a solas contra algún bandido.
Muchos historiadores
hispánicos omiten sus amores,
pero, si el Cid andaba siempre fuera
de su casa, con bélicas labores,
pronto se buscaría su ramera,
pagando sus favores,
para su lecho frío y solitario,
que un rico mercenario,
si no toma las órdenes mayores,
al fin acabará de libertino,
tomando la costumbre del gorrino.

Como fiero soldado,
Rodrigo soportaba de mal grado
que los reyes pusieran condiciones
para sus fechorías e incursiones,
y en destierro segundo
se marchó de Castilla, vagabundo,
perdiendo su fortuna y sus honores.
Harto de vasallajes,
no quiso más reales cobradores
y, después de matanzas y pillajes,
en Valencia mostró su poderío,
conformando su propio señorío
con vasallos leales,
dotándolo de corte y de gobierno,
y al fin murió de causas naturales
en su almenado fuerte
–¿quién sabe si las penas del infierno
queman aún su carne pecadora?–.
Poco después de su llorada muerte,
bajo los carmesíes de la aurora,
según dicen leyendas
hiladas en piadosas componendas,
los moros atacaron
Valencia, con airada tropelía,
y en cosa de minutos la sitiaron,
pues la cristiana gente no sabía
defenderse en el campo sin Rodrigo.
Pero los valencianos pasearon
con gran desenvoltura,
para asombro del árabe enemigo,
a su difunto Cid en armadura,
tieso como su espada,
como carne de momia desecada.
Solo cuando lo vieron,
esos moros huyeron,
batiéndose en cobarde retirada,
pues la momia sentada
sobre el caballo que sufrió su peso,
de magra carne y abundante hueso,
ganó, después de muerta,
la fama de su póstuma reyerta.

Sin duda alguna, todo fue mentira
tramada para un pueblo que delira
con milagros e historias de espadones:
de tales invenciones
los monjes de Cardeña, consumados
agentes de negocios impostados,
recaudaron enormes donaciones
para su monasterio,
cuyo frío y oscuro presbiterio
custodiaba la momia de Rodrigo,
sordomudo testigo
que ejercía de guardia, colocado
sobre un asiento de marfil tallado,
cubriendo, con ropaje y armadura,
su podrida figura.
No le dejaron calma ni reposo,
pues aquel mercenario
que no tenía ni siquiera foso,
con los ojos abiertos,
aparecía tan estrafalario
que incitaba la risa de los muertos.
Válganos esta fábula jocunda
para reírnos de la hipocresía
con una carcajada furibunda,
pues las naciones, cuanto más devotas
adoran su fatal superchería,
se vuelven más idiotas
y enfilan más alegres al carajo,
rodando cuesta abajo,
mientras engrasan las pesadas botas
de reyes amorales,
de curas y soldados criminales.

sábado, 29 de agosto de 2020

La Muerte

Figura de la Muerte en una antigua baraja de tarot italiana. Fuente: Pinterest

La muerte, delicada,
va segando cabezas, pies y manos
de los pobres humanos,
cuando crece la noche desolada,
cuando su tenue sombra
pisa la muda alfombra
que decora la casa del banquero,
como la humilde casa del obrero;
y en las camas de fríos hospitales
cosecha sin trabajo
presidentes, validos, cardenales,
quema las esperanzas y los miedos
y consume fortunas a destajo,
como sus blancos dedos
toman los ojos del mendigo inerme,
que se muere de frío mientras duerme.

Su grácil esqueleto,
depositario de su gran secreto,
dilatando su baile tenebroso
bajo negra intemperie,
desde el arcano trece de la serie
del tarot, nos indica, sigiloso,
que nada permanece en este mundo,
que el misterio profundo
que rige la materia, con sus normas,
dispuso innumerables mutaciones
para todas las formas
de lo real, orgánicas e inertes,
marcando sus eternas rotaciones
con las vidas que nacen de sus muertes.

Nadie lea presagios de su tumba
ni de fatalidad inesperada
si aparece la muerte en la tirada:
lo muerto se derrumba,
como frágil escombro,
con los gritos del miedo y el asombro,
para que surja luego
la vida, como un pájaro de fuego,
desde un lecho de fría pesadumbre,
y alcance, con sus alas eminentes,
la solitaria cumbre
donde gritan los dioses con el trueno;
para que los asfódelos durmientes
alumbren sus corolas en el cieno,
como pálidas huellas,
y anuncien que lo muerto resucita
de su noche infinita,
sembrando los caminos con estrellas.

lunes, 24 de agosto de 2020

Tres meses de amargura (II)

Pintura al guache sobre papel de Osvaldo Guayasamín. Foto: Ramiro Rosón

Después de haber sufrido el hurto de la mochila en plena Universidad Católica, las pocas ganas que me quedaban de continuar luchando por un futuro en Ecuador desaparecieron del todo. Harto de una universidad que contaba con buenos docentes, pero que se encontraba hundida en la burocracia y el nepotismo, sin ofrecerme salidas a mi precariedad laboral, mi paciencia se había terminado y comencé a pensar en España con una nostalgia cada vez más fuerte, como los emigrantes que viven a disgusto lejos de sus tierras natales. Incluso consideré que ni siquiera un buen trabajo me compensaría los inconvenientes de residir en Quito como un emigrante soltero, a miles de kilómetros de mi familia y de mis amigos canarios, sintiéndome como un personaje extraño en una sociedad conservadora y cerrada, invirtiendo buena parte de mi dinero en gastos como seguros privados de salud o visados de extranjería.

Por si no resultaran suficientes los disgustos que me incordiaban, en esos días mi familia me dio la noticia de que a mi padre le habían localizado un cáncer en el recto y debía operarse en los próximos meses, para que los cirujanos le extirparan ese tumor maligno. Su peso había disminuido mucho, hasta quedarse casi tan delgado como los prisioneros de un campo de concentración: esa delgadez extrema llamó la atención de los doctores, de modo que lo sometieron a unos exámenes del aparato digestivo y le detectaron la enfermedad. Enseguida comencé a preguntarme qué sucedería con mi padre en el futuro inmediato. Mi imaginación desatada se figuró las peores situaciones, pensando que sufriría tal vez una metástasis o que moriría dentro de poco, y la angustia comenzó a salpicarme como una marea negra. Al mismo tiempo, me invadía una sensación de impotencia, pues me encontraba a más de ocho mil kilómetros de mi casa, sin poder ayudar a mi padre en ningún sentido. Por fortuna, mi padre se operaría con buenos resultados en septiembre de 2019, algunos meses después de mi retorno a España, pero la incertidumbre de aquellos momentos me tenía en vilo, hasta el punto de que yo, siendo un anticlerical acérrimo, terminé visitando todos los días la capilla de la Universidad Católica para rezar por su curación.

En aquel entonces, Ecuador estaba sufriendo una racha de cierta actividad sísmica, con temblores más o menos frecuentes, de modo que comencé a sentir miedo a que viniera un gran terremoto. Para colmo de males, mi amigo V., que había estudiado las fuerzas telúricas como arquitecto, me contó que los geólogos esperaban que en algún momento de este siglo un terremoto de 8 grados en la escala de Richter sacudiera la ciudad de Quito. Recuerdo que el 21 de marzo de 2019, sobre las diez de la noche, me encontraba leyendo en mi habitación, de espaldas a la ventana. De repente, volví mi cabeza cuando escuché cómo sonaban los cristales, con un leve golpeteo, y enseguida sentí cómo el suelo se movía de un lado al otro. La tierra había temblado. Unos diez minutos más tarde, noté un segundo temblor de intensidad semejante al primero. Me quedé intranquilo. Pero aún no había visto lo más fabuloso de aquellos temblores: media hora después, el cielo de la capital ecuatoriana, que lucía tan oscuro y despejado como una fosa abisal aquella noche, comenzó a llenarse de resplandores blancos que durante varios segundos parpadeaban, como luces de faro, y desaparecían entre las sombras de las que habían salido. Se trataba del fenómeno conocido como luces de terremoto, cuyo origen todavía no se conoce con seguridad. Ciertos investigadores afirman que, cuando las placas de suelo se rozan en las fallas geológicas, producen cargas de electricidad que suben a la atmósfera y aparecen como resplandores. En todo caso, aquellas luces me causaban una fascinación absoluta, mezcla de miedo y asombro: me asustaban con sus manchas enormes y fugaces, cayendo como gotas de leche sobre un océano de tinta china, pero quería seguirlas mirando, como se miran los volcanes en llamas o las grandes tormentas. Había descubierto lo sublime dinámico, esa categoría estética que definió Kant, en sus Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, como la admiración que despiertan las fuerzas naturales cuando se desatan de golpe. En todo caso, aquella noche me costó mucho conciliar el sueño y hasta me eché en la cama vestido con ropa de calle, por si al fin venía el temido gran terremoto y debía salir corriendo por las escaleras del edificio.

Después de aquellos temblores, cogí la costumbre de dormirme con la lámpara de mi habitación encendida, para que, si la tierra se movía con fuerza mientras yo descansaba, al menos pudiera llegar hasta las escaleras del edificio sin caerme de un tropiezo. Aquella lámpara, vieja y poco fiable, se terminó estropeando y me quedé con el cuarto a oscuras, lo cual resultaba un fastidio en un país donde el día y la noche duran lo mismo (doce horas) y oscurece a las seis y media de la tarde, más o menos, todo el año, dado que se sitúa sobre la línea ecuatorial. Debido a que me encontraba con dificultades para pagar la renta, no me sentía con derecho a pedir a la señora C. que me cambiase la lámpara del cuarto, de modo que mi teléfono móvil se convirtió en una lámpara improvisada para aquel espacio oscuro, como si encendiera una antorcha en las honduras de una caverna. La oscuridad solo tenía una ventaja: me permitía beber cerveza Pilsener con disimulo, y, si la señora C. tocaba en la puerta de mi habitación, me bastaba con esconder la botella detrás de la cama para no levantar ninguna sospecha.

Por otro lado, no había semana en que C. no dejara de importunarme con sus manías y sus salidas de tono. Me recriminaba que no hacía la cama, pues entraba por las mañanas en mi habitación, después de que yo saliera a la Universidad Católica, para revisar cómo se encontraba. Al final acabé llegando con retraso a la Universidad casi todos los días, pues salía más tarde solo para hacer la cama. Cuando usaba el baño, me reprochaba si dejaba caer alguna gota de agua al suelo, de modo que terminé escudriñando las baldosas, incluso cuando solo iba para lavarme las manos, y si encontraba una sola gota traidora cogía un trapo o un pedazo de papel higiénico para secarla. En una ocasión, incluso me echó en cara que no había traído a la casa detergente para la lavadora, pese a que nunca me había indicado que lo comprara, pues ella misma solía encargarse de las compras domésticas. Aquella situación me hacía sentirme confuso y agobiado, pues no sabía cómo podía caerle bien a la dueña de la casa, y acabé pasando casi todo el rato en mi habitación, con la puerta cerrada, para soportar sus malos humores lo menos posible.

Al mismo tiempo, la señora C. recurría al chantaje emocional para exigirme que pagara la renta de mi habitación en los cinco primeros días de cada mes, lo cual me resultaba imposible, pues la Universidad Católica, anquilosada en su burocracia jesuítica, ni siquiera había efectuado el primer pago de mis honorarios como investigador. Había caído en una situación cada vez más difícil: casi todos los días, yo preguntaba en la Universidad cómo iba el asunto del pago, pero me respondían que no se había llevado a cabo ningún trámite nuevo. Mientras, C. me chantajeaba tocando a la puerta de mi habitación por las noches, para suplicarme que le pagara, e incluso un día llegó a mostrarme su monedero vacío, para hacerme creer que se había quedado sin un solo dólar. Sin embargo, mentía, pues ella seguía conduciendo su coche, una furgoneta de marca Ford, y haciendo las compras domésticas regularmente. En todo caso, yo me sentía culpable de no pagarle a tiempo y la culpa me torturaba con frecuencia, hasta el punto de que mi estado anímico, tocado ya después de la ruptura con mi pareja, comenzó a hundirse en las aguas tenebrosas de la depresión. Y, mientras afloraba el desánimo, el carácter amargo de C. despertó en mí resentimientos inconfesables hacia ella, aunque en el fondo, al igual que yo, soportaba como podía los embates de un destino inmisericorde. Casi todos los días, al despertarme, escuchaba sus pasos en el salón o la cocina y entonces la insultaba y la maldecía con mis pensamientos, deseando que desapareciera de mi vida lo más rápido posible.

Mis lectores podrían considerarme como una mala persona, pero en realidad fui víctima de un cúmulo de mala suerte que golpeó mi vida como un temporal de invierno. De igual modo, podrían entender que juzgo a la señora C. con dureza, olvidando sus problemas personales, pero hace mucho que me cansé de que se me pidiera comprensión hacia los demás, mientras yo soportaba sin quejarme los abusos de esas personas necesitadas de comprensión. Me cansé de que los demás utilizaran su propio sufrimiento como excusa para justificar el mío. Me cansé de hacer el santo, de poner la otra mejilla, de ser demasiado bueno. Quizá mis lectores me acaben condenando como un sujeto de moral dudosa, pero no podrán negar que les muestro los hechos de mi biografía como han ocurrido, sin los decorados ilusorios que la hipocresía dibuja en su mundo paralelo. Debido a mi situación, había llegado a ese momento en que el individuo humano, mientras persigue una meta con enormes sacrificios, se da cuenta de que esa meta ni siquiera compensará los esfuerzos invertidos para alcanzarla y, por lo tanto, lo más razonable consiste en darse la vuelta y cambiar de planes. En todo caso, para planificar mi retorno a España necesitaba un pasaporte nuevo, así que debía realizar los trámites oportunos en el consulado general de España en Quito. Dos o tres días después del hurto de mi mochila, había presentado una denuncia en la página web de la Fiscalía General del Estado ecuatoriano, con una descripción de los hechos y de los objetos sustraídos. La obtención del nuevo pasaporte se convertiría en el último tramo de mi calvario quiteño.

El edificio del consulado se encuentra cerca de una zona conocida como La Mariscal, donde se ubica la mayoría de los bares y discotecas de Quito. Casi siempre, cuando se piensa en un consulado, la imaginación se representa un edificio lujoso y elegante, pero el consulado general de España en Quito refutaba sin miramientos esa idea. Se trata de un edificio de planta rectangular y dos alturas, pintado en blanco y cerrado con un grueso muro de hormigón visto. Junto a la puerta había un pequeño garito para los vigilantes, desde el que se controlaba el acceso al edificio. Más que un consulado, aquello parecía un cuartel de guerra fabricado al tuntún, con una apariencia amenazante y sombría, como casi todos los edificios militares. Un guardia civil que superaba los cincuenta años permanecía vigilando en la puerta, con un semblante de fastidio mal disimulado, como si no le agradara su destino. Quizás, como yo, deseaba retornar a España, pero de momento no podía. Aquel guardia formaba parte de los pocos españoles del edificio, atendido en su mayoría por trabajadores ecuatorianos.

Tras depositar mi teléfono móvil en las taquillas de la entrada, crucé un pequeño y deslucido jardín para entrar en las oficinas del consulado. En la sala de espera, me rodeaban muchos ecuatorianos con doble nacionalidad, algunos venezolanos y dos o tres españoles residentes en Ecuador. Un vigilante de seguridad ecuatoriano, con malos modos, controlaba los movimientos de aquel gentío. Si no quedaban asientos libres en la sala de espera, el vigilante nos obligaba a esperar de pie en el jardín, por mucho que se nos abrasara la piel con el áspero sol de montaña de Quito, una ciudad situada a 2.850 metros de altura. Después de casi una hora de cola, pude acercarme a una ventanilla y hablar con un funcionario, ecuatoriano como la mayoría de los trabajadores. Le comenté que me habían robado el pasaporte y quería solicitar uno nuevo. A continuación, el funcionario me preguntó si le podía mostrar un pasaporte, lo cual me pareció el colmo del absurdo (¿cómo podía llevarlo conmigo, si me lo habían robado?), e incluso llegó a preguntarme si tenía pasaporte venezolano.

Me di cuenta de que esa cucaracha bípeda me había tomado por venezolano, debido a mi acento de Canarias, y se burlaba de mí con sus preguntas absurdas, aprovechándose de la xenofobia creciente de la sociedad ecuatoriana. Le respondí que yo era español y me dijo, por último, que debía solicitar cita previa en la página web del consulado para tramitar el nuevo pasaporte. Había perdido la mañana con una legión de burócratas groseros e indolentes. En aquella sucursal de los infiernos, el público no podía acceder al despacho de ningún superior para quejarse, de modo que un grupo de funcionarios imponía su dictadura burocrática desde las ventanillas. De hecho, la residencia del embajador de España se encuentra a varios kilómetros de allí, en Guápulo, una histórica villa que ha terminado uniéndose con la ciudad de Quito debido al crecimiento urbano; de este modo, el insigne diplomático de turno puede mantenerse lejos de la plebe que inunda las oficinas consulares con sus demandas y problemas.

Una semana después, regresé al consulado con mi cita previa. Me saqué una foto de tamaño carnet en un estudio fotográfico cercano, pagué una tasa de treinta y cinco dólares y dejé presentada la solicitud para obtener mi nuevo pasaporte. El documento se demoró cinco semanas en llegar al consulado, pues se remitió mediante valija diplomática desde la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre, situada en Madrid. Confieso no entender cómo en el siglo veintiuno, mientras florecen las nuevas tecnologías, los ciudadanos deben realizar trámites más propios del diecinueve para obtener documentos esenciales como un pasaporte, lo cual se justifica solo por una causa: pagar a los miles de funcionarios que mueven, a ritmo de tortuga, la maquinaria del Estado. Cuando recibí en mi correo electrónico el aviso de que había llegado mi pasaporte, acudí al consulado para recogerlo, creyendo que me lo darían sin problemas. Sin embargo, me esperaba un obstáculo más: debía presentar la denuncia del hurto apostillada, un trámite del que nadie me había informado al principio. Según me indicaron los torpes burócratas, debía dirigirme a las oficinas del Ministerio de Relaciones Exteriores, situadas en Quitumbe, uno de los barrios populares del sur de Quito, para solicitar que me apostillaran la denuncia.

A la mañana siguiente, me subí en el trolebús con dirección a Quitumbe. Desde el centro de una plaza ajardinada, el Ministerio de Relaciones Exteriores surgía como un edificio imponente y luminoso, de grandes cristaleras y líneas minimalistas, encuadrándose en el conjunto de obras públicas que el presidente Rafael Correa había impulsado para la modernización del país. Sin embargo, aquel edificio moderno solo disimulaba la podredumbre de la burocracia ecuatoriana con un envoltorio de lujo. Pedí mi turno en la recepción y esperé más de una hora en las oficinas, hasta que me llegó el momento de ser atendido. Cuando me acerqué a un escritorio, la funcionaria de turno me informó de que debía dirigirme a la Fiscalía General del Estado para que me sellaran la denuncia, como requisito necesario para tramitar la apostilla. De inmediato, regresé al norte de Quito y acudí a una fiscalía situada en la avenida Amazonas, donde me sellaron la denuncia. Un día más tarde volví a Quitumbe, pero en esta ocasión la funcionaria me dijo que la denuncia no estaba sellada por la persona competente y que debía preguntar por una tal doctora M., la única habilitada para esas cuestiones, en la Fiscalía General del Estado.

Gracias al ratero que había sustraído mi pasaporte, yo me estaba perdiendo en un laberinto de burocracia, como si el único objetivo de aquel procedimiento consistiera en dilatarse lo más posible. Me sentía como el anónimo K., el protagonista de la novela de Franz Kafka El castillo, cuando se enfrenta al cuerpo de funcionarios que, desde un conjunto de varios edificios públicos, emite las normas y los decretos que rigen la vida cotidiana de un pueblo imaginario. Cada vez más harto de la administración ecuatoriana, tomé el trolebús de regreso al norte de Quito. En casi todas las estaciones del recorrido se subían vendedores y músicos callejeros, entre los cuales podían verse mujeres, inmigrantes venezolanos e incluso niños. Al bajarme del trolebús, abrumado por mi situación y por la miseria que inundaba mis ojos, terminé llorando en plena calle, derramando lágrimas silenciosas mientras caminaba con aire desalentado. Pensé en enviar una queja al Ministerio de Asuntos Exteriores de España, denunciando el pésimo funcionamiento de su consulado, pero la desgana y el cansancio terminaron por disuadirme. La depresión en que había caído solo se tornó más profunda, pues aquella ciudad me parecía una ratonera de la que no lograba escaparme. Recuerdo que una noche, entre las manías de la señora C. y mi calvario personal, terminé gritando “¡Maldito país!”, desde mi habitación oscura. Ya ni siquiera me importaba lo que pensara de mí la dueña de la casa. Me sentía tan indefenso que solo me quedaba el último recurso de lanzar un grito desesperado en el corazón de las tinieblas.

Esperé otro día más para visitar las oficinas de la Fiscalía General del Estado. No pretendía quemarme la sangre más de lo necesario. Pregunté en tres fiscalías del norte de Quito, pero me remitían de unas oficinas a otras y nadie encontraba a la doctora M., la única persona que podía sellarme la denuncia. En aquel tiempo de gestiones inútiles, incluso me brotaron dolorosos callos en los pies, dado que andaba sin tregua, como el judío errante, sobre aceras que a menudo consistían en pegostes de cemento llenos de grietas y socavones. Solo me quedaba por visitar una cuarta fiscalía, situada en las inmediaciones del parque El Ejido. Mientras caminaba por la avenida Amazonas, harto de la desidia y la desgana con la que me atendían en todas las oficinas públicas, se me ocurrió una idea afortunada: si aquellas gentes confundían el acento de Canarias con el de Venezuela, debía fingir un buen acento castellano para que me identificasen como español y me tratasen con un mínimo de respeto, pues en la sociedad ecuatoriana todavía lo hispánico se asocia con una presunta supremacía cultural, como si los españolitos posmodernos tuviésemos algo de los soldados que despertaban la admiración de los indios con sus caballos, sus armaduras y sus barbas. Ensayé mi nuevo acento por el camino, evitando el seseo canario y pronunciando la ce y la zeta como en Castilla, hasta que me pareció más o menos convincente. Cuando llegué a la cuarta fiscalía, comencé a hablar en acento castellano con serenidad y aplomo. La idea resultó de lo más efectiva: por vez primera, observé cómo los burócratas se tomaban en serio su trabajo y buscaban a la doctora M., que debía sellarme la denuncia. Incluso uno de los empleados me acompañó hasta el despacho de esta funcionaria, situado en la fiscalía de la avenida Amazonas, y acabó pidiéndome disculpas por el caos que dominaba toda la Fiscalía General del Estado. Yo le di las gracias como si me hubiera salvado la vida, pues en aquel momento vislumbré que se iniciaba el fin de mi calvario quiteño. Finalmente, conseguí apostillar la denuncia en Quitumbe y recoger mi nuevo pasaporte en el consulado español, a donde juré que no volvería nunca. Por la noche, cuando llegué a la casa de la señora C., me quité las botas en mi habitación. Descubrí que habían salido algunas manchas rojizas en mis calcetines, sobre todo en la región de las plantas de los pies. Los callos que se me habían formado manaban sangre.

Durante mis últimas semanas en Ecuador, yo permanecía lo menos posible en aquella casa, para olvidarme de las impertinencias y las manías de su dueña. Me pasaba las tardes leyendo en la biblioteca de la Universidad Católica hasta las nueve de la noche, cuando cerraba sus puertas, e incluso a veces acompañaba a mi amigo V. mientras él hacía cualquiera de sus gestiones, solo para escaparme un rato de aquel ambiente depresivo. Una de aquellas tardes me fui con V. y con un amigo suyo, R., hasta Cumbayá, un gran suburbio residencial ubicado al oeste de Quito. Querían negociar el presupuesto de unas obras de reforma con el dueño de una casa, pues R. dirigía una pequeña empresa de construcciones y V. colaboraba con ella, de forma ocasional, como arquitecto. Ambos entraron en la casa y yo me quedé esperándolos en la puerta. La reunión se prolongó durante más de una hora. Mientras esperaba allí, apostado como un guardia, vi cómo un avión surcaba el cielo oscuro de la tarde-noche, pues el aeropuerto Mariscal Sucre se encuentra a algunos kilómetros de aquella zona. Pensé, una vez más, en el retorno a España. En uno de mis arrebatos habituales de melancolía, comencé a llorar y se acercó hasta mí un perro abandonado, uno de los muchos que merodean por las calles de Quito. Se trataba de un perro mediano, de orejas algo caídas, cubierto de fino pelo negro. En cierto modo me recordaba a Dobby, el perro que vive con mi familia en Tenerife. Aquel perro abandonado comenzó a lamer mis manos. Yo no tenía nada que darle, pero él vino a darme su afecto sin condiciones y se quedó conmigo como veinte minutos, hasta que decidió seguir su camino. Contra el egoísmo brutal de la sociedad humana, la naturaleza me ofrecía un gesto de compasión a través de un animal no humano.

Pero la naturaleza también manifestaba su lado más pavoroso, con la racha de seísmos que azotaba el país en aquellos meses. El 28 de mayo de 2019, unos días después de que yo recibiera mi nuevo pasaporte, la tierra tembló de nuevo en Quito. Se registraron hasta dieciocho temblores en diferentes barrios de la ciudad. Sobre las doce de la mañana, me encontraba leyendo en la biblioteca de la Universidad Católica, como de costumbre, cuando el suelo del edificio se movió de abajo arriba (y viceversa) durante unos segundos, mientras las estanterías se balanceaban ligeramente. Yo solía sentarme en la planta baja de la biblioteca, a ser posible cerca de la entrada, por si en algún momento se producía un terremoto y se ordenaba la evacuación del edificio. Agarré el maletín donde guardaba mis pertenencias, me levanté de mi silla con calma y salí a los jardines del campus universitario. Desde fuera, vi cómo la fuerza telúrica seguía sacudiendo las cristaleras de la biblioteca. Pensé en el viaje de Alexander von Humboldt a Sudamérica y en sus apuntes sobre movimientos sísmicos en la sierra ecuatoriana. Por las escaleras de emergencia, muchos profesores y alumnos de la Universidad bajaron de las torres donde se estudiaba economía y derecho, mientras sonaba una alarma desde la megafonía del campus. Los alumnos consultaban sus teléfonos móviles con ansiedad, buscando en Internet si el seísmo había aparecido en las últimas noticias, y comentaban el suceso con risillas nerviosas.

Aquel día comí encebollado con chifles cerca de la Universidad, en una casa de comidas llamada La Resaca, a donde solía acudir con mi amigo V. casi todas las semanas. El encebollado, esa sopa de albacora típica de la cocina ecuatoriana, suponía uno de los escasos gustos que yo podía concederme entonces, compensando las desazones cotidianas con un plato económico y sabroso. Me tomé un par de cervezas Pilsener con la comida para entonarme un poco, por si la tierra volvía a sacudirse las pulgas. A la noche, cuando me retiré a la casa donde vivía, la señora C. se encontraba asustada, casi al filo de una crisis de ansiedad. Me dijo que había sentido hasta cuatro temblores en aquel día. Yo, que había pasado casi todo el día en la calle, solo había notado unos dos. Ella se figuraba que los temblores repetidos eran los prolegómenos de un terremoto de gran intensidad. Juntaba las manos y rezaba con angustia, suplicando al padre celestial de los mormones que nos bendijera a todos. Yo no le había otorgado mucha importancia al asunto de los temblores, pues había perdido el miedo a este fenómeno, pero, dada la angustia de C., me pregunté si no me lo estaba tomando en serio y comencé a preocuparme. Ella le pidió a su hermana que preparase una mochila de emergencia por si había que salir de la casa. Temía por su hijo, pues su parálisis cerebral le impedía caminar por sí solo y no podía bajar las escaleras deprisa. En cambio, yo no disponía de ninguna mochila de ese tipo, así que en caso de terremoto debería apañármelas como pudiera, como venía haciendo en aquellos meses de amargura. Cené de pie en la cocina, pues la incertidumbre me tenía en vilo, y me resigné a lo que sucediera aquella noche. A la mañana siguiente, por fortuna, la tierra dejó de temblar y la vida siguió su curso en Quito.

Si en mi primera estancia en Ecuador, a finales de 2017, había llegado al país con la idea de que debía adaptarme a sus costumbres y respetar sus creencias, todo lo que entonces había tolerado con elegante serenidad empezó a resultarme intolerable en mi segunda estancia. No desconocía los choques culturales entre Europa y América Latina, pero mis diálogos y mis observaciones cotidianas de la gente no tardaron en descubrirme el fuerte nivel de racismo, que me parecía absurdo en un país multiétnico, y las retrógradas creencias que mantiene buena parte de la sociedad ecuatoriana. Quizá las humillaciones y las penurias me habían obligado a comprender que el insulto a la razón y el menosprecio de los derechos humanos jamás deberían aceptarse en el nombre de una diversidad cultural mal entendida. En la actualidad, el racismo de Ecuador no suele manifestarse en agresiones físicas, pero sí en palabras, gestos y otras formas de discriminación que moldean la vida cotidiana. Los blancos de origen criollo, europeo o norteamericano suelen ubicarse en la cumbre de la jerarquía social, mientras que los mestizos ocupan las posiciones intermedias, y en los escalafones más bajos aparecen los indígenas, los afroecuatorianos y los migrantes de Venezuela –estos últimos con independencia de su tono de piel–. Si los blancos, generalmente, menosprecian a todos los que no pertenecen a su grupo, los mestizos varían entre la admiración hacia los blancos y el rechazo hacia los grupos más desfavorecidos (indígenas, afroecuatorianos y migrantes). A su vez, estos últimos se mueven entre el afán de emulación y el resentimiento hacia los grupos superiores. Lógicamente, esta sociedad enferma de clasismo y racismo carece de toda cohesión interna y solo puede alumbrar un Estado frágil y precario.

Mención aparte merecen algunas actitudes seculares, como el machismo o la homofobia. Por ejemplo, recuerdo la tarde del 12 de junio de 2019, cuando se difundió la noticia de que la corte constitucional del Ecuador había aprobado el matrimonio entre personas del mismo sexo, apoyándose en una serie de tratados internacionales de los que forma parte el Estado ecuatoriano. Aquella noche me sentí feliz a pesar de mis problemas, pensando que se había logrado un avance histórico para los derechos humanos en aquel país. Sin embargo, al día siguiente la sociedad ecuatoriana empañó mis ilusiones. Mientras yo tomaba el desayuno, la hermana de mi casera se quejó de lo ocurrido: en su opinión, se trataba de un ataque a la ley de Dios y los homosexuales deberían ocultarse en sus casas, para no escandalizar a los niños con besos o manos cogidas en la calle. Un rato después, cuando acudí a la universidad católica, escuché cómo un profesor afirmaba con sus colegas, en tono jocoserio, que el mundo se llenaría pronto de maricones y que la humanidad se extinguiría por falta de hijos. Yo disimulaba mi asombro con esfuerzo, pero dentro de mí no sabía si indignarme o reírme de la estupidez ajena.

Después de revisar algunas ofertas de vuelos en Internet, me decidí a comprar un billete de avión con destino a Madrid, para volver a España. Deseaba marcharme de inmediato, pero me impuse un margen de quince días entre la compra del billete y la fecha del vuelo, pues aún debía completar los trámites necesarios para que la Universidad Católica me pagara los honorarios del proyecto de investigación en que había trabajado. Con tesón e insistencia, logré finalizar los trámites en esos quince días, aunque el dinero me llegaría una semana después de mi retorno a España. Contaba con dos maletas para el viaje, pero solo pude llevarme una, pues todas las aerolíneas, que forman parte de una gran industria especializada en el saqueo al pasajero, me imponían un sobrecoste de más de seiscientos dólares por volar con una segunda maleta en temporada de verano. De esta forma, dejé una maleta en casa de V. y guardé casi toda mi ropa en la otra. Solo me deshice de un par de pijamas gastados y de unas botas que se habían agujereado por los talones, donde las costuras se sueldan al cuero. La necesidad me empujó a doblar mi ropa con tal maña que incluso me sobró un poco de espacio en aquella única maleta. Ya no tendría que aguantar más las impertinencias de la señora C., ni las rígidas normas de su casa, ni la angustia por no conseguir el dinero para la renta de mi habitación. En los días previos al retorno, me sentía como si hubiera finalizado un castigo, como un prisionero que se encuentra a punto de finalizar su condena, contando con ansiedad los días que le faltan para salir de la cárcel.

El día de la partida, me despedí de C. y cargué mi equipaje desde el quinto piso hasta el portal de aquel edificio. Para quedar bien, le pedí disculpas por cualquier diferencia que hubiéramos podido tener en aquellos tres meses. Me respondió que no había de qué disculparse. Disimulé mi alegría con un semblante normal, pero en aquel momento, de haberme encontrado a solas, habría lanzado gritos de júbilo mientras salía de aquella casa. Mi amigo V. me llevó en coche hasta la Universidad Católica. Desde allí, tomé un Uber para dirigirme hasta el aeropuerto Mariscal Sucre. En Quito, el Uber no solo resulta más barato que los taxis, sino también, sobre todo, mucho más seguro, pues las historias de pasajeros secuestrados a manos de taxistas forman parte de las crónicas negras de la capital ecuatoriana. El coche me llevó por la zona de Guápulo, donde las casas emergen entre frondosos bosques de eucaliptos. A continuación, cruzó el puente que atraviesa el río Machángara, cuyas aguas turbias corren con ímpetu salvaje, y entró en los valles que rodean la ciudad de Quito. Miré la fabulosa perspectiva del valle de Los Chillos, con sus prados húmedos y sus montañas azuladas en el horizonte. Había un cielo azul, deslumbrante, como si la naturaleza se hubiera puesto de gala para despedirme. Ojalá no hubiera sufrido tanto en aquella tierra sobrecogedora; la abandoné con la pena de no haber podido disfrutar más de sus paisajes. Mientras nos acercábamos a Tababela, la zona donde se encuentra el aeropuerto, el verde luminoso de los prados me saludaba a los dos costados de la autopista.

Cuando llegué a la terminal de vuelos internacionales, sentí un ligero nudo en el estómago. En América Latina, cuando uno se encuentra con los agentes del Estado, se enfrenta muchas veces a lo impredecible. Nada más entrar en la zona de pasajeros, un vigilante de seguridad me abordó. Comenzó a preguntarme diversas cuestiones: cuánto tiempo había estado en el país, qué había hecho durante mi estancia… De manera sucinta, le relaté la historia de mi noviazgo, la ruptura con mi pareja, el hurto de mi pasaporte y las demoras que había sufrido para conseguir un pasaporte nuevo. Incluso le mostré la denuncia del hurto, de la que había llevado una copia conmigo, por si algún funcionario me interrogaba más de la cuenta. Cuando llegué al control de pasajeros, el funcionario de la ventanilla me advirtió de que el Estado ecuatoriano me impondría una multa migratoria, cuyo importe alcanzaba los ochocientos dólares, por haber permanecido más de tres meses en el país sin tramitar un visado. No me cogía de sorpresa, pues ya me había informado sobre esta cuestión en las oficinas del Ministerio de Relaciones Exteriores. “He aquí el regalo de boda que me ha dejado mi exnovia”, pensé mientras el funcionario tramitaba la multa. La ventaja de aquel trámite fastidioso consistía en que solo debería pagar la multa si volviera a Ecuador en los dos años siguientes a mi salida del país; una vez transcurrido ese plazo, la multa prescribe, de modo que podría entrar de nuevo sin ningún problema. Supongo que no debo quejarme; de hecho, me parece una regulación migratoria menos dura que las de ciertos países del mal llamado primer mundo, donde la policía y el ejército someten a los inmigrantes irregulares a torturas, detenciones y otros crímenes que helarían la sangre de media humanidad si fueran descubiertos.

Entré en la sala de embarque y llamé por WhatsApp a mi familia, aprovechando la wifi del aeropuerto, para informarles de que todo había marchado bien. Aquel día se terminaba una etapa de mi vida. Solo mi familia y C., una de mis mejores amigas, sabían la noticia de mi retorno a España. No publiqué ningún comentario sobre el tema en las redes sociales. Ni siquiera se lo dije al resto de mis amigos y conocidos. Después de aquella época tenebrosa, quería comenzar una vida nueva cuando regresara a Tenerife, lo cual implicaría distanciarme de ciertos grupos o personas que no me aportaban casi nada. No quería preguntas incómodas sobre la ruptura con mi pareja, ni sobre los planes de matrimonio fallidos, ni sobre mi situación laboral, ni sobre ninguna cuestión relacionada con mi vida ecuatoriana. Una vez pasado el control antidroga, solo debía esperar a que se abriera la puerta de embarque de mi vuelo. Después de más de una hora de espera, cuando me senté en mi butaca del avión, sentí un extraño alivio. La pesadilla, por fin, había terminado.

sábado, 22 de agosto de 2020

Al mismo (IV)

Moneda de 100 pesetas con la efigie de Juan Carlos de Borbón en el reverso. Fuente: Ebay

(De cuando, tras algunas especulaciones sobre su paradero, se confirmó la presencia de Juan Carlos de Borbón en Abu Dabi, al tiempo que se difundía una polémica entrevista que Corinna Larsen había ofrecido a la radio de la BBC)

La prensa ya desmiente los rumores
de Caribes y antípodas australes:
en Abu Dabi, lejos de fiscales,
continúas tu juerga sin rubores.

Corinna despelleja tus amores
en una radio, porque nada vales,
campeón de sobornos comerciales,
ni pagando tus lúbricos ardores.

Por la desgracia de tu dios ausente,
yo te corono rey del puterío,
cabeza de familia decadente.

No vuelvas nunca: ¡muere desterrado!
Se comerá tus huesos el vacío,
pero tu nombre quedará manchado.

lunes, 17 de agosto de 2020

Al mismo (III)

La caída de Ícaro. Litografía de Henri Matisse. Fuente: Artprice.com

(De cuando la prensa española, ignorando el paradero de Juan Carlos de Borbón, especuló con varios destinos, como Nueva Zelanda y República Dominicana, para su fuga)

Ahora que, burlando cortesanas,
tus andares confiesan adulterio,
se dice que mudaste de hemisferio,
pisando las antípodas hispanas.

Ojean los curiosos, con malsanas
inquietudes, el ancho planisferio:
¿Nueva Zelanda te recoge?; en serio,
¿no preferiste las dominicanas?

Volando como un ave migratoria,
con alas de billetes, no de plumas,
caes en la resaca de la historia,

como un imbécil Ícaro, de bruces,
pues, ultrajado, muerde las espumas
el que, buscando sol, no tiene luces.

miércoles, 12 de agosto de 2020

Profesión de fe

Cielo estrellado y primeras luces del amanecer desde Las Cañadas del Teide (Tenerife). Fuente: Holaislascanarias.com

Ni los profetas de los arcanos libros
ni los fantasmas de la historia:
tú eres mi dios, naturaleza,
cuando soy tú, sin límites ajenos,
y me desbordas como un vaso;
cuando no me preguntas nada,
pero tu silencio me responde
con el oráculo del musgo.

Sé que un día, si todo se desploma,
sobre las ruinas de los edificios
aprenderé el idioma de los caballos,
y cantaré tus alabanzas,
y cuando surjan robles en el cemento
yo danzaré girando, como un derviche,
pero sin hábitos ni trances,
desnudo,
borracho de tu gloria.

lunes, 10 de agosto de 2020

Juancarlistas

Alegoría de la adulación, en la Iconología de Cesare Ripa. Fuente: Flickr

Los juancarlistas aman la corona
y aplauden a su golfo coronado,
mientras a solas, en avión privado,
con su fuga real se descojona.

Si mata un elefante y se lesiona,
disculparse lo deja malparado.
¡Los elefantes mueren con agrado
si les da muerte su real persona!

Los juancarlistas, firmes en su empeño,
salivan como perros pavlovianos
cuando Juanca se va de montería.

Con esos lamebotas de su dueño,
¿qué falta nos harán republicanos
para que muera, al fin, la monarquía?

sábado, 8 de agosto de 2020

Al mismo (II)

Suite del hotel Emirates Palace, en Abu Dhabi. Fuente: Semana

(De cuando Juan Carlos de Borbón, en su fuga de España, recaló en Abu Dhabi y se alojó en una suite presidencial del hotel Emirates Palace)

Católico monarca, ya te veo
con disfraces de rey mahometano,
de hinojos ante el árabe tirano
que te brinda su negro mercadeo.

¿Cuál es tu dios, entonces? Tu deseo
de fortuna y mujeres, campechano.
Solo tienes el nombre de cristiano,
pues obras como cínico y ateo.

Once mil euros pagas cada noche
de fonda... ¡Son los gastos del monarca!
¡Bendito sea tu inmoral derroche!

Disfruta del asalto, Juancarlitos,
antes de que la sombra de la parca
no condene tus faltas y delitos.