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sábado, 29 de julio de 2017

Un cabaret en Islandia (capítulo VII)

Autopista en el desierto de Arabia Saudí.

[...]

Leila no conoció jamás a su madre, pues había muerto debido a complicaciones relacionadas con el parto. Pocos meses después, su padre, Salman, se casó en segundas nupcias con una tía de Leila, que había enviudado unos años antes de casarse con él. Con el nuevo matrimonio, la tía de Leila evitaba el desamparo inherente a la condición de viuda, mientras Salman conseguía otra mujer que se ocupara de las tareas de la casa y la crianza de la niña. Todo quedaba en la confianza de los círculos familiares. Sin embargo, la joven saudí no recordaba su infancia como una época demasiado feliz. Su tía la trataba con desapego: tenía ya dos hijas de su difunto marido, así que en el fondo le disgustaba el hecho de verse obligada a criar a su sobrina como si se tratara de una hija más. Por otro lado, Salman podía definirse como un hombre de carácter brusco y severo. Odontólogo de profesión, mantenía en el centro de La Meca una consulta que generaba un volumen razonable de ganancias: a diferencia de los saudíes más ricos, no podía mantener a más de una esposa, pero vivía sin apuros y se regalaba con algunos lujos de vez en cuando. Como la inmensa mayoría de su pueblo, se había educado en los rigores del islam salafista, así que sentía un disgusto inconfesable por el hecho de que hubiera nacido una niña en lugar de un varón, ya que se trataba de la única descendencia que le había dejado su difunta esposa. De este modo, Leila creció sintiéndose desplazada, en una casa donde su tía y su padre la trataban más como una carga molesta que como una parte más de la familia.

Mientras pensaba en sus orígenes, le vino a la cabeza un episodio ocurrido en su infancia. Desde los seis o siete años, su tía la obligaba a colaborar en las tareas domésticas, en la creencia de las mujeres debían educarse desde niñas para convertirse en buenas amas de casa. Sin embargo, la carga de trabajo superaba con creces lo que Leila podía asumir a su edad. La niña terminaba agotada casi todas las noches, después de ayudar largas horas en la cocina, pasar la bayeta sobre el mobiliario o fregar los suelos de todas las habitaciones. En una de aquellas tardes interminables de trabajo, Leila llevaba un plato desde el fregadero hasta la mesa de la cocina. Su estatura aún no le permitía llegar a la mesa con facilidad, así que debía ponerse de puntillas para colocar los platos en la superficie del mueble. Mientras lo empujaba desde el borde de la mesa hacia el centro, el plato se cayó sobre el suelo de la cocina con un sonoro golpe, quebrándose en trozos innumerables. Nada más sentir el golpe, la tía de Leila corrió a la cocina para comprobar qué había sucedido. Cuando miró los añicos del plato en el suelo, mientras Leila lloraba del susto, le gritó llena de rabia y le dio varias bofetadas en la mejilla.

–¡Inútil! ¡No sabes hacer nada bien!

El llanto de la niña se prolongó de manera inconsolable, con sollozos cada vez más fuertes. Su tía cogió un escobillón para barrer los añicos del plato, rumiando todavía quejas a media voz, mientras Salman se asomó a la puerta de la cocina. De pie, firme como una columna, volvió los ojos a Leila con una mirada fría y seca. Aquella mirada le dolía más a la niña que las bofetadas de su tía, pues le demostraba la indiferencia y el desapego de su padre, que en el fondo solo pensaba en el varón que no había tenido cada vez que la miraba. De este modo, la primera infancia le trajo la desgarradora certidumbre de que su familia no la quería. No podía imaginarse aún que millones de niños en el mundo crecían bajo las mismas condiciones, sin los afectos más elementales, zarandeados entre la violencia y el miedo. Cada vez que recordaba aquella escena, a Leila le parecía como si las bofetadas de su tía le dolieran de nuevo en la mejilla y la mirada amenazante de su padre le causara un silencioso escalofrío.

Cuando Leila había cumplido los dieciséis años, un extraño personaje apareció en su vida. Se trataba de Muhammad, un amigo de Salman con el que este había formado una empresa dedicada a la depuración de las aguas residuales, un negocio que se había convertido en estratégico debido a la falta de recursos hídricos en el desierto. Muhammad había establecido algunos contactos con familiares lejanos del rey saudí, gracias a los cuales obtenía beneficiosos contratos con empresas públicas y privadas. Con frecuencia viajaba a Riad, la capital del país, para atender sus negocios y visitar a sus millonarias amistades. Un día, mientras tomaba té en la casa de Salman, el empresario le sugirió a su socio y amigo que podría conseguir un empleo para su hija en el servicio doméstico de la casa real saudí. La idea le resultó de lo más atractiva al odontólogo, pues no solo implicaba que Leila ganaría un buen salario, sino también que pondría la mesa o pasaría la aspiradora junto a los hombres más poderosos de la nación. De este modo, si la chica agradaba a la familia real, se le abrirían las puertas para conseguirle a su padre toda clase de favores e influencias. El inconveniente de que su hija debiera trasladarse a Riad, donde la casa real tenía su palacio, no suponía nada en comparación con las ventajas de aquel empleo. En consecuencia, Salman decidió el futuro de Leila en una conversación de media hora, sin pedirle su opinión en ningún momento; pues en el desierto arábigo, donde los tribunales consideran que el testimonio de un varón vale el doble que el de una mujer, en absoluto se permitiría que una hija cuestionara las decisiones de su padre.

Leila asumió con indiferencia el destino que su padre le había dispuesto, como una fatalidad a la que no podía sustraerse. No sentía ningún apego hacia aquella casa donde realmente nadie la amaba, pero la idea de marcharse al palacio real tampoco le inspiraba demasiado entusiasmo. Su educación, basada en la violencia y en el miedo, había adormecido los pocos deseos de libertad que le quedaban. En el fondo, Leila deseaba algo diferente a lo que los demás le habían preparado, pero su anulada voluntad ni siquiera podía formular una vaga intención de rebelarse. En los últimos días que la joven pasó en casa de Salman, antes de mudarse a Riad, su padre le hablaba con euforia sobre su nueva residencia, ponderando su lujo y su grandeza noche y día. Sin embargo, más allá de sus palabras alentadoras, Salman solo pensaba en amistades influyentes, en relaciones privilegiadas y, sobre todo, en dinero.

Leila se desplazó a Riad con su padre. Cuando llegaron a la entrada del palacio, un mayordomo hindú esperaba a la joven, ataviado con una suerte de levita azul oscura y pantalones blancos. El padre se despidió brevemente de su hija y le deseó suerte en su nuevo empleo. El mayordomo cogió su maleta y la acompañó a través de largos pasillos, decorados con jarrones de porcelana y alfombras orientales, hasta llegar a la zona de las habitaciones del servicio. Le enseñó su habitación, le entregó la llave y se despidió inclinando ligeramente la cabeza, mientras se perdía en el mismo laberinto de pasillos que habían atravesado. Muhammad le había anticipado a Leila que su trabajo consistiría en limpiar y adecentar las habitaciones de los príncipes saudíes. Se trataba de una larga prole de varones, hijos de las diferentes esposas del rey, entre los cuales se decidiría en algún momento la sucesión a la corona. Algunos tenían ambiciones políticas y soñaban con sentarse en el trono, aunque hubieran de conseguirlo a través de conspiraciones familiares; otros, menos ambiciosos pero más avispados, se dedicaban a gastar el dinero de su padre en caballos purasangre y coches de lujo, sabiendo que no se verían obligados a trabajar hasta el fin de sus días. Algunos se habían casado y tenían hijos, pero casi todos preferían evitar los compromisos matrimoniales y caían en los brazos de interesadas concubinas o de prostitutas de lujo. Acostumbrados al derroche desde la infancia, todos ellos vivían lejos de la realidad en la atmósfera de la corte, donde su condición de príncipes, sumada a la falta de responsabilidades, había forjado sus caracteres con una mezcla explosiva de frivolidad, imprudencia y altanería.

Desde el primer momento, Leila se asombró de las extravagancias en las que tiraban aquellos jóvenes su dinero. Uno se había dado el capricho de criar un guepardo, al que solía pasear atado con una correa dentro y fuera del palacio. A veces el animal causaba algunos destrozos con sus afiladas uñas, como abrir agujeros en un sofá para sacarle el relleno o desgarrar en varios jirones unas cortinas de damasco, pero los mayordomos se limitaban a reponer los objetos destrozados al día siguiente. Nadie se atrevía a llamar la atención a su alteza ni a su mascota. Se consentía incluso que el guepardo almorzara todos los días junto a la mesa de su dueño, como si se tratara de un gato, en una bandeja de plata donde le servían carne de res troceada. En otra ocasión, dos príncipes llamados Abdallah y Musa corrían con sus caballos por los jardines del palacio. Se habían apostado un reloj de oro al primero de los dos que llegara hasta una palmera del jardín que les servía de meta. Saltaban setos de arrayanes y pisaban macizos de flores con las herraduras de sus caballos: nada les importaba para alcanzar su objetivo. Abdallah, como veía que Musa lo aventajaba, se desvió del jardín e irrumpió con su montura en las estancias del palacio para acortar camino. Cabalgó con alocada furia a través de los corredores, levantando alfombras y quebrando jarrones de porcelana, bajó unas escaleras de mármol y salió de nuevo a los jardines por una de las muchas puertas del edificio. Gracias al atajo, el temerario príncipe llegó antes que su hermano a la meta y consiguió el reloj de oro de la apuesta. El incidente se saldó con una breve amonestación del rey, que ordenó a su hijo que tratara el mobiliario palaciego con más cuidado, pero sus audacias con el caballo se conocían ya fuera de la corte.

Una mañana, Leila estaba haciendo la cama en el dormitorio de Abdallah, que a la sazón tenía veintinueve años. La habitación se encontraba en el más absoluto desorden, con las sábanas revueltas, las alfombras medio levantadas y buena parte de la ropa tirada en el suelo. Mientras Leila ordenaba aquel caos, el príncipe entró en el dormitorio. Primero se detuvo en el quicio de la puerta, mirando las escasas formas del cuerpo de Leila que se insinuaban a través de la abaya que la cubría, pero luego dio unos pasos al frente y se acercó a la joven. Ella lo miró confusa, con una mezcla de miedo y asombro, pues no sabía sus intenciones. Él jamás había cruzado una palabra con ella, pero en más de una ocasión ya se había fijado en la mirada penetrante de sus ojos verdes.

–Buenos días –dijo Abdallah–.
–Buenos días, alteza –respondió Leila tímidamente–.
–Como veo que eres una buena empleada, quisiera tener un detalle contigo. ¿Te gustaría acudir a una fiesta?
–¿Una fiesta? Pero… yo no soy más que una trabajadora del servicio.
–Se trata de una fiesta privada… Se celebra esta noche en la mansión de un amigo, en el barrio más lujoso de Riad.
–Alteza, agradezco mucho su invitación, pero no tengo ropa decente para acudir a una fiesta.
–Eso no es ningún problema. Ahora mismo voy a mandar que te traigan vestidos y joyas, para que elijas los que más te gusten.

Debido a la insistencia del príncipe, Leila no se atrevió a rehusar la invitación. En su fuero interno, la sombra del recelo se alternaba con agradables esperanzas. Sabía que, si Abdallah la había invitado a una fiesta privada, sin duda había puesto sus ojos en ella, y se imaginó una vida futura como concubina del príncipe, rodeada de toda clase de lujos y atenciones. Aquella misma tarde Leila llamó por teléfono a su padre, para pedirle consejo sobre cómo debía actuar en aquella situación, aunque en el fondo se trataba de una manera de reafirmarse en lo que ya había decidido. El padre, ansioso por ganarse influencias en la corte a través de su hija, la felicitó por haber tenido semejante golpe de suerte y le aconsejó que no perdiera la ocasión de acudir a la fiesta. Hacia las nueve de la noche, cuando el sol ya se había dormido tras el perfil de las dunas, Leila se presentó en las cocheras del palacio cubierta con su abaya, como de costumbre. Abdallah, que la esperaba en un rincón, la cogió de la mano con delicadeza y la acompañó hasta su coche. Varios de sus hermanos, que también se dirigían a sus coches para acudir a la fiesta, no se mordieron la lengua para hacer comentarios y piropos sobre la belleza de la joven. Entre largas filas de aparcamiento, llenas de Rolls-Royce y de Mercedes, se encontraba el vehículo de Abdallah: un Lamborghini negro, bajo y alargado como una serpiente de acero que podía moverse a velocidades vertiginosas. El príncipe le abrió la puerta a Leila para que se acomodase en el asiento del copiloto.

Desde que Abdallah y sus hermanos salieron del palacio, se desviaron hacia las afueras de la capital saudí. Cuando habían salido ya de la ciudad, comenzaron una salvaje carrera de coches sobre las autopistas que surcan el desierto. La variedad infinita de las constelaciones podía verse bajo un cielo despejado. Leila se imaginó que le habían tendido una emboscada para violarla en algún escondrijo entre las dunas. Abdallah, notando su nerviosismo, le pidió que no tuviera miedo. Pisó a fondo el acelerador de su Lamborghini y adelantó al resto de sus hermanos. La misma afición por la velocidad que demostraba con los caballos se reflejaba en su manera de conducir. Mientras corría sobre el asfalto con la serpiente de acero, soltando chispas de sus ruedas, Leila sentía una mezcla de miedo y excitación. Sin embargo, aquellas carreteras del desierto poseían la ventaja de que, si el coche derrapaba, podía frenar sobre las dunas sin colisionar con objeto alguno. El príncipe Musa se le adelantó con su Ferrari Testarossa, como si quisiera desquitarse de haber perdido la carrera de caballos en los jardines del palacio. Los dos coches iniciaron una endiablada persecución sobre la autopista, cambiándose de carril a cada momento con audaces giros de volante. Leila rezaba para sí misma, deseando que la temeridad de aquellos príncipes no desembocara en un accidente mortal. Abdallah siguió acelerando y alcanzó los doscientos cincuenta kilómetros por hora. Consiguió que su hermano se quedara atrás hasta perderlo de vista. Cuando Leila pensó que ya no saldría viva de ese coche, Abdallah tomó una curva, fue disminuyendo la velocidad poco a poco y se desvió por una carretera que lo llevaría de vuelta a Riad. Aún seguía corriendo, pero tras aquellas audacias Leila ya se había acostumbrado a la velocidad. Llegó el primero a la mansión donde se celebraba la fiesta, lo cual significaba que había ganado la carrera a todas luces. Mientras Leila se bajaba del coche, el príncipe Musa llegó con su Ferrari.

–¡Tus hermanos y tú me debéis otro reloj de oro! –exclamó Abdallah hacia Musa, con jubilosa arrogancia.

Leila cruzó las puertas de la mansión junto a los dos hermanos. Nada más entrar en el vestíbulo, se quitó su abaya y se la entregó a un mayordomo para dejar al descubierto su vestido. Se trataba de un hermoso conjunto negro lleno de lentejuelas, que resaltaba sus curvas con un corte ceñido. Por un segundo, Abdallah la miró con lujuria apenas disimulada. Ella conocía el fasto del palacio real, pero el de aquella residencia no dejó de impresionarla. Bajo sus pies, en el vestíbulo, relucía un suelo de taracea de mármol, donde una serie de piezas rosadas, blancas, verdes y negras se combinaban para describir la forma de una rosa de los vientos. En el centro de aquel pavimento se alzaba una consola de caoba, con un voluminoso jarrón de cristal lleno de lirios blancos. Las paredes seguían una decoración de estucos árabes trabajados con versículos del Corán y motivos de ramas y flores, evocando los palacios de la España andalusí. En el techo de la estancia, varias lámparas doradas pendían de un fastuoso artesonado para rematar el conjunto. A través de un largo pasillo, un mayordomo los guió hasta los jardines donde se celebraba la fiesta.

En los jardines, los invitados conversaban bajo una columnata de mármol que se abría ante un terreno cubierto de hierba. Bajo la columnata se había dispuesto una barra donde varios camareros servían bebidas a los invitados, así como una serie de mesas circulares llenas de comida. Frente a las columnas, las grandes hojas de las palmeras se alternaban con las ramas de naranjos y limoneros floridos, que impregnaban el aire con el perfume de sus azahares. Leila se fijó en el aspecto general de los invitados. En su mayoría se trataba de príncipes que guardaban un parentesco lejano con la familia real y que vivían fuera de la corte, a los que se sumaban los herederos de las familias más ricas del país. Casi todos llevaban túnicas hasta los pies y chalinas en la cabeza, como las tradiciones saudíes mandan para los hombres. Solo algunos, los más presumidos, se permitían alguna variación sobre los atavíos tradicionales, como turbantes de colores diversos o largas camisas orientales de tonos dorados. Entre los hombres podían verse numerosas jóvenes sin velo, que lucían trajes de las grandes marcas de lujo occidentales. La belleza de casi todas abrumaba los ojos, pero Leila no parecía menos entre las demás. Cuando se dirigió a pedir una bebida, ella observó que había todo un cargamento de botellas de licores detrás de la barra, lo cual suponía todo un desafío a las leyes de un país donde beber alcohol podía castigarse incluso con la muerte. Según le explicó Abdallah, en las fiestas de la realeza se usaban con frecuencia botellas vacías para rellenarlas con un licor casero llamado sadiki, que se fabricaba de manera clandestina con zumo de frutas fermentado. Sin embargo, en aquella ocasión los vástagos reales apenas habían echado mano del sadiki, pues habían conseguido una buena partida de whisky, vodka, ron, tequila y otros licores, a través de un príncipe que había obtenido un cargo en la embajada saudí en Londres, gracias al hecho de que el rey había designado embajador a su padre. Cada vez que viajaba de regreso a su país, este príncipe introducía grandes cantidades de alcohol a través de las valijas diplomáticas, pues ni la policía ni los agentes aduaneros podían revisar las valijas. Su condición de príncipe lo resguardaba de cualquier denuncia, pues la familia real prefería vendarse los ojos antes que desatar un escándalo judicial con uno de sus herederos. Por otro lado, se rumoreaba que el embajador en Londres era un gran aficionado al whisky añejo, como los escoceses más rudos, y que el piadoso Alá no dudaría en premiarlo con una cirrosis para que siguiera bebiendo en el paraíso. De este modo Leila descubrió la hipocresía de las religiones, pues se dio cuenta de que los versículos del Corán no habían logrado que los hombres reprimieran sus deseos, sino que los desahogaran a escondidas. Se tomó a diminutos sorbos, muy despacio, un cóctel de vodka con zumo de arándanos y lima, pero le supo demasiado fuerte y amargo, así que tiró la mitad con disimulo sobre la hierba de los jardines.

Una hora y media más tarde, el alcohol ya había causado estragos en la concurrencia. Algunos príncipes, sentados en el suelo, se llevaban las manos a la cabeza, a la vez que otros decían disparates o se reían con sonoras carcajadas. Los más atrevidos estaban ya besuqueándose con las mujeres. Abdallah también notaba los efectos del alcohol, aunque no se tambaleaba ni decía nada que pudiera calificarse de absurdo. Leila comenzó a sentirse asqueada, pues la fiesta se había convertido en los prolegómenos de una orgía, pero sabía que no podía marcharse hasta que Abdallah quisiera. En ese momento, el príncipe la condujo hasta uno de los salones de la mansión, donde varios de sus amigos lo esperaban. Leila sospechó que allí se tramaban oscuras intenciones, pero le acompañó sin resistirse, pues sabía que la obediencia absoluta al varón formaba parte de su vida como futura concubina. Recordó los malos consejos de su padre y se preguntó si alguna vez él habría pensado realmente en todo lo que significaba el destino que le había preparado.

Cuando llegaron al salón, los amigos de Abdallah se habían sentado en los cómodos sofás de la estancia. Unos languidecían con las miradas ausentes, perdidos en su borrachera; otros hablaban casi a gritos y se reían de forma estruendosa, como los que se habían quedado en los jardines. Sobre una mesa baja de cristal humeaba un narguile. Sin embargo, aquel narguile despedía un olor más fuerte que de costumbre, pues en el quemador del aparato se consumía una porción de hachís. Leila conocía el aroma, pues en algunas ocasiones especiales había visto cómo su padre consumía hachís con amigos o invitados en su casa.

–¡Vaya! ¿Qué nos has traído por aquí? –le preguntó a Abdallah uno de aquellos sátiros musulmanes.
–¿Te la vas a follar esta noche? –le preguntó otro, todavía más directo.

Abdallah no respondió a las provocaciones. Le acercó el narguile a Leila para que le diera una calada. Ella no lo quería, pero no se sintió capaz de rehusarlo. No tardó en padecer los efectos del hachís, de modo que un cuarto de hora más tarde ya conversaba y reía con una locuacidad increíble, como los amigos de Abdallah. Un príncipe que se sentaba a su lado aprovechó la ocasión para pasar la mano detrás de su espalda y acariciar sus nalgas. Abdallah se había distraído conversando con otro de sus amigos. Si se hubiera dado cuenta, la reunión podría haber desembocado en una pelea de borrachos. Uno de aquellos príncipes se levantó del sofá, sin dar explicaciones, y se acercó a una cómoda arrinconada en una esquina del salón. Algunos ya sabían lo que buscaba. Cogió una bolsa de plástico sellada y volvió a sentarse.

–Atención: ha llegado la hora del polvo blanco –dijo a todos los que lo rodeaban–.

Acto seguido, esparció el contenido de la bolsa sobre una bandeja de camarero que había en la mesa. Todos comenzaron a sacar sus tarjetas de crédito para hacerse rayas de cocaína. La bandeja fue pasando por toda la mesa hasta llegar a Abdallah. Leila jamás había visto la cocaína y no quería probarla, pero Abdallah la presionó.

–Quedaría muy feo que no la probaras –le dijo en tono serio–.

El príncipe le hizo una raya con su tarjeta de crédito y un canuto con un billete. Ella aspiró toda la raya con varias inhalaciones, pues le daba miedo aspirarla entera de una sola vez. No tardó en sentir cómo un torrente de euforia subía a su cabeza. Abdallah, dominado por la misma euforia, la cogió bruscamente de la mano para conducirla fuera del salón, hacia uno de los numerosos pasillos de la casa.

–¿A dónde me llevas? –preguntó Leila.

De nuevo Abdallah no respondió. Abrió todas las puertas del pasillo hasta que dio con un dormitorio vacío. Leila se encontraba aturdida por la combinación de alcohol y drogas que había consumido aquella noche. Inconsciente de lo que sucedía, caminaba errática sobre las baldosas de mármol del pasillo, intentando seguir al príncipe. Se apoyaba en las paredes para no caerse.

–Estoy cansada… Quiero volver al palacio –dijo Leila–.
–Ven conmigo… Vamos a descansar –le respondió Abdallah con voz suave–.

En el dormitorio les esperaba una lujosa cama de baldaquino fabricada en estilo Luis XV. El príncipe descorrió los cortinajes estampados con dibujos de rosas que cubrían el lecho. Acto seguido, fue desabrochando el vestido de Leila por la espalda, botón a botón, hasta desnudarla por entero. Ella no opuso ninguna resistencia. Abdallah la besó y fue bajando con sus labios sobre su cuello y su pecho, dejando un húmedo rastro de saliva, hasta que hundió la nariz entre los senos para inhalar el aroma de su cuerpo. Le volvía loco. Por el contrario, Leila no sentía nada en absoluto: ni goce ni sufrimiento, ni pasión ni rechazo. Su aturdimiento la sumía en un estado cercano a la inconsciencia. El príncipe se detuvo en su vagina. Acercó su lengua y comenzó a lamer sus paredes vaginales como si se tratara de un alimento exquisito. Después se puso un condón e introdujo su miembro viril. Mientras la acometía con fuerza, el himen de Leila se desgarró. Una pequeña mancha de sangre se derramó sobre la colcha. Educada para llegar virgen hasta el matrimonio, ella no había conocido a ningún varón hasta aquella noche. Cuando notó cómo sangraba su vagina, recobró la conciencia de lo que estaba sucediendo.

–Déjame… Déjame… –le pidió con voz susurrante–.

Él decidió callarla con un beso, para que no sobresaltara a nadie con gritos o sollozos. La había incitado a probar las drogas sólo para violarla. Al día siguiente lo contaría como una hazaña delante de sus hermanos y sus amigos. En el silencio del dormitorio se escuchaban, como rumores tenues, las voces de los invitados que cruzaban el pasillo. La fiesta seguía su curso, como la vida. Leila pensó, una vez más, que debía soportar todo aquello si quería disfrutar de los privilegios de las concubinas o las esposas reales. Los consejos de su padre acudieron a su memoria. Una furtiva lágrima resbaló sobre su mejilla, mientras su mirada se perdía en la oscuridad.

Después de la violación, Abdallah cambió del todo su conducta con Leila. Había comprobado que podía abusar de la joven a su gusto, aprovechándose de su ingenuidad y de su falta de experiencia. Le prometió matrimonio si demostraba sus cualidades como esposa durante algún tiempo, aunque realmente no deseaba casarse con ella. Ya no se mostraba delicado y galante, sino que la trataba con frialdad e incluso con violencia. Le ordenaba fregar el suelo de rodillas en vez de usar una fregona. Pedía con frecuencia que le trajera comida a su habitación: nada más probarla, se quejaba de su mal sabor y tiraba el plato al suelo con un golpe de furia, para obligarla después a limpiarlo todo. Otras veces descargaba con ella sus malos humores: si Leila se atrevía a quejarse o replicarle, enseguida le daba una bofetada con la mano resuelta. Leila callaba y sufría, con la esperanza de casarse algún día con el príncipe y obtener los derechos de una esposa real. En su fuero interno, ella buscaba justificaciones absurdas para la conducta de Abdallah, como el temperamento natural de los hombres o el desasosiego que le causaban las intrigas del palacio. Procuraba convencerse a sí misma de que estaba haciendo lo correcto, de que Alá y su profeta bendecían el camino de las mujeres abnegadas y obedientes, pero el cinismo que se respiraba en la corte había minado la base de sus creencias religiosas. Día tras día, la vida le demostraba que toda su educación había consistido en una mentira formidable, en una espesa venda que le cubría los ojos. Llegó a sentirse aprisionada entre los cortinajes del palacio, esclava en un país donde se trataba mejor a los caballos purasangre o a los halcones de cetrería que a las mujeres.

Unos meses más tarde, el príncipe empezó a cansarse de su relación con Leila. Su actitud abnegada y obediente le aburría, pues todo resultaba demasiado previsible con ella. Nada tenía que ver con las concubinas habituales en la corte: mujeres nacidas en familias ricas, acostumbradas a someter a sus amantes a la férula de su orgullo y sus caprichos. Mientras veía cómo el interés del príncipe menguaba, Leila comenzó a insistirle en que cumpliera su promesa de matrimonio. Pero Abdallah no estaba dispuesto de ningún modo a casarse, pues en Leila sólo había buscado una amante de la que pudiera librarse en cualquier momento. Leila habló con el príncipe Musa, para que lo convenciera de casarse con ella, pero Musa se negó a intervenir en los asuntos personales de su hermano. La joven, cada vez más desesperada, llegó a solicitar una audiencia con el monarca saudí para relatarle su caso, suplicándole que obligara a su hijo a cumplir la promesa de matrimonio. Tras dedicarle algunas palabras hipócritas de consuelo, el rey le dijo que no podía acceder a sus pretensiones, pues en su caso no se había celebrado, como requiere la jurisprudencia islámica, una ceremonia solemne de esponsales, en la que el novio debía recibir el permiso de la familia de la novia para casarse con ella.

Cuando Abdallah supo que Leila había pedido una audiencia con su padre, se dio cuenta de que la joven emplearía todos los medios imaginables para forzar el casamiento, de modo que se había convertido en una amenaza para sus intereses. Por lo tanto, su maquiavélica imaginación debía pensar cómo deshacerse lo más rápido posible de Leila. Hacía dos meses que el príncipe Musa se había casado con la heredera de una familia dedicada a la importación de alimentos, para fortalecer sus vínculos con el mundo empresarial del país. La idea de Abdallah consistía en que la mujer de Musa presentara una denuncia falsa contra Leila por haber cometido adulterio con su marido. Gracias a sus contactos en el gobierno y en la judicatura, los dos hermanos podían asegurarse de antemano el resultado final del proceso. Los jueces condenarían a Leila a morir apedreada, según las normas del Corán. En cambio, Musa sería sentenciado sólo a recibir un cierto número de latigazos, con la ventaja de que su padre, el rey, no dudaría en firmarle un indulto para dejarlo sin castigo. Abdallah se reunió con su hermano para comentarle sus planes. Al comienzo Musa no se mostró convencido, pues la idea de someterse a un proceso judicial, por más que supiera de antemano su resultado, no le agradaba en absoluto, dado que lo exponía a las malas lenguas al menos una temporada. Sin embargo, como buen estratega, Abdallah conocía de sobra el punto más débil de su hermano: su afición por los caballos de raza. Le juró a Musa que, si se prestaba al montaje, le regalaría un purasangre que su hermano siempre había deseado para completar su manada. Se trataba de un caballo de ilustre linaje que pertenecía a Abdallah, pero que jamás había cedido a su hermano por orgullo. Finalmente, Musa decidió involucrarse en aquella conjura sin más condiciones.

El proceso se llevó a cabo como los dos hermanos esperaban. La mujer de Musa, siguiendo las indicaciones de su marido, presentó la denuncia de adulterio contra Leila. Gracias a una serie de falsos testigos que declararon en su contra, la joven fue sometida a una farsa judicial y condenada a muerte por lapidación. Nadie podría imaginarse el sufrimiento de Leila en aquellos días. Varias noches anticipó su muerte en sueños, imaginando cómo la chusma arrojaba piedras a su cabeza y la sangre empapaba sus cabellos hasta que su vida se consumía bajo una lluvia de golpes. Sin embargo, los planes de Abdallah y Musa no se consumaron del todo gracias a un detalle imprevisto: el rey intervino en el asunto conmutando la pena de lapidación por cien latigazos, pues le habían llegado rumores sobre la conjura que habían tramado sus dos hijos. Para evitar más escándalos en la corte, los jueces ordenaron que la sentencia se ejecutara en La Meca, donde Leila había nacido. Un furgón de policía se encargó de trasladar a Leila de vuelta a su ciudad natal, en un largo viaje por carretera a través del desierto que duró más de ocho horas.

El día de la flagelación, un sol de plomo descendía sobre las calles de La Meca. Leila sentía un miedo indecible. Atrás habían quedado los temores a la muerte, pero sabía que los cien latigazos se clavarían en su carne como agujas de esparto. El verdugo comenzó su trabajo. Contó hasta cien de manera impasible. Leila también contó los cien latigazos para sí misma, pensando que cada vez le quedaban menos. Una vez acabada la tortura, la joven se tendió en el suelo sobre un charco de sangre. Apenas podía sostenerse con sus manos para no desfallecer del todo. En aquel momento vio cómo un extranjero se acercaba a ofrecerle ayuda. Se trataba de Anacarsis.

(Fragmento del capítulo VII de la novela Un cabaret en Islandia)

viernes, 30 de junio de 2017

La maldita vergüenza (y IV)

Blues Project. Cartel psicodélico de Victor Moscoso.


Cuando volvieron a la casa de la comuna, Germán y Suzanne guardaron los cogollos de marihuana recién cogidos en la bodega, un sótano de muros de piedra, fresco y umbrío, que servía como secadero para la cosecha. Luego subieron a la sala de estar y Suzanne salió para sentarse en el porche, mientras Germán se quedaba dentro, recostándose sobre un desvencijado sofá de tono rojo oscuro. Pasó un rato en duermevela, intentando dormirse del todo, hasta que Paul entró por la puerta de la calle, buscando algo de fruta para comer en el frutero que había sobre la mesa. En aquel momento, Germán abrió sus ojos entrecerrados y no pudo evitar cómo su mirada se fijaba en la espalda de Paul: una espalda musculosa y ancha, que se adivinaba tras una camiseta blanca ajustada, y unas nalgas fornidas que se traslucían bajo sus pantalones vaqueros. No era la primera vez que sentía atracción por un hombre: cuando paseaba por las calles de Madrid o cogía el metro para dirigirse a su trabajo, a veces se fijaba en algunos transeúntes de singular belleza, que resaltaban entre la muchedumbre como estrellas fugaces entre las sombras de la noche. Y más de una vez habría deseado besar aquellos rostros, acariciar aquellos cuerpos, pero el miedo a lo que dirían su familia, sus amigos y su entorno lo paralizaba. Ahora aquella sensación retornaba de forma inesperada y no tenía que rendirle cuentas de sus actos a nadie. Siguió mirando a Paul con lascivia, hasta que éste se volvió y le dirigió una mirada que revelaba una mezcla de extrañeza y deseo. Acto seguido, le preguntó a Germán:

–¿En qué piensas?
–Hace mucho calor –le respondió Germán–. La sangre se me altera.
–¿Qué quieres decir?
–Me apetece hacer cosas nuevas, cosas que jamás he probado hasta ahora…
–¿Por ejemplo? –le preguntó Paul, quien se mantenía a la expectativa, guardando una prudente distancia respecto a Germán.
–Me gustaría acariciar a un hombre.

Paul se acercó a Germán. Él también era bisexual, pero lo reconocía abiertamente, y había vivido algunas experiencias eróticas con hombres, primero en Alemania, visitando bares y clubes de ambiente homosexual, y más tarde en las orgías que de vez en cuando celebraba la comuna.

–¿Quieres que te acaricie? –le preguntó Paul.
–Sí.

Paul se sentó en el sofá y ambos comenzaron a besarse. Se sentían cada vez más excitados. Su respiración y sus latidos se aceleraban cada vez más.

–Vamos al baño y cerremos la puerta –le susurró Paul–. Así nadie nos molestará.

Entraron en el cuarto de baño, que se situaba junto a la sala de estar, y cerraron la puerta sin pasar la llave.

–Echemos un polvo rápido –le pidió Germán a Paul–.
–¿Qué prisa tienes? Si corres demasiado no disfrutarás –le aconsejó Paul–.

Paul se bajó los pantalones y los calzoncillos. Germán abrió la cremallera de los suyos para sacar el pene. Era la primera vez que mantenía relaciones sexuales con un hombre. Introdujo su falo erecto entre las nalgas de Paul y enseguida lo invadió un fuerte goce. Comenzó a sacudirlo con energía dentro del recto de Paul y éste emitió los primeros jadeos de satisfacción.

–Más despacio –le rogó el alemán–.

Germán bajo el ritmo de las sacudidas y siguió acometiendo, mientras Paul se masturbaba furiosamente y las manos de Germán acariciaban su torso musculoso. Alcanzaron el orgasmo casi al mismo tiempo: Germán eyaculó en el recto de Paul y éste lo hizo unos segundos más tarde, culminando su masturbación con un chorro de semen que se vertió sobre la taza del inodoro. Todavía Germán estaba acoplado a Paul cuando la puerta del baño se abrió  de golpe. Ambos se quedaron inmóviles por el sobresalto, como figuras de hielo. Suzanne los había descubierto en pleno desarrollo de sus juegos carnales.

–Perdón. No sabía que estabais ahí –respondió Suzanne y cerró la puerta de inmediato–.

Ninguno se volvió para mirarla, pero su tono de voz no delataba ira ni escándalo, sino una sensación de absoluta normalidad, como quien entra en una habitación y sale en cuanto descubre que está pisando un suelo recién fregado. Aquella noche los miembros de la comuna cenaron todos juntos, como de costumbre. Mientras tomaban una sopa de verduras que Alice había preparado, Suzanne y Paul seguían llevándose como siempre, al menos en apariencia: se miraban sin recelo, como si ningún motivo los hubiera enemistado, y de sus labios no salía ninguna indirecta sobre el asunto de aquella tarde. Por el contrario, conversaban sobre el cultivo de marihuana y los abundantes cogollos que estaban recogiendo aquellos días, como si nada hubiera sucedido entre ambos. Únicamente Germán andaba un poco taciturno, pues temía que la discordia estallara después de la cena, cuando los demás se marcharan a sus habitaciones, y no paraba de observar a los dos con disimulada fijeza, esperando que sus temores se confirmaran. Cada uno de los miembros de la comuna, incluso Paul, recogió su plato cuando terminó la cena y subió a los dormitorios, hasta que sólo quedaron Suzanne y Germán en el comedor. Desde aquel momento, un silencio incómodo se apoderó de la estancia. Suzanne llevó su plato a la cocina y volvió a sentarse; Germán hizo de inmediato lo mismo, tomó una cajetilla de tabaco que había en el centro de la mesa y fumó un cigarrillo. La joven americana permanecía callada, con el semblante serio, pero no mostraba signos de enfado ni de contrariedad. Simplemente parecía cansada por el trabajo de aquel día. Sin embargo, Germán no sabía cómo hablarle para romper aquel silencio que lo estaba desesperando. Finalmente se atrevió a decirle algo.

–Suzanne…
–Dime.
–Te noto muy callada… ¿Te has enfadado conmigo?
–¿Por qué debería haberme enfadado?
–Por lo de Paul y yo…
–¿Por eso? Me parece normal. Yo he mantenido relaciones con mujeres.

Germán la miró desconcertado, pues no se imaginaba que Suzanne le respondería de aquella manera. Tomó aliento para seguir hablando.

–¿Sabes? Fue algo inesperado. Sentía ganas de probar el sexo con un hombre, y de repente Paul estaba allí, incitándome con su cuerpo maravilloso…
–No tienes que justificarte. Eres libre para disfrutar con tu cuerpo como quieras. Y nadie, ni siquiera yo, tiene derecho a juzgarte por ello.
–Pero, ¿no estamos enamorados? ¿No nos queremos?
–Claro que sí. Pero amar a alguien no significa poseerlo como un objeto. No debo tratarte así, ni tú debes hacerlo conmigo. Lo contrario no es amor, sino esclavitud encubierta. Mira, yo también me acuesto a veces con Alice… Hacemos nuestras cosas cuando nos apetece. Y nadie se lleva las manos a la cabeza. ¿Por qué me debería limitar a quererte sólo a ti o sólo a Alice? Sólo vivimos una vez y estamos llamados a repartir el amor entre las personas con las que nos cruzamos en la vida.

Germán se quedó pensativo, sumiéndose en un profundo silencio. Todos los esquemas que su educación le había enseñado sobre las relaciones afectivas se habían venido abajo como un castillo de naipes.

–Nunca había conocido una mujer tan sabia como tú. Y no lo digo para adularte, sino tal y como lo pienso. Eres joven como yo, pero hablas con una madurez impresionante, una madurez a la que muy pocas personas llegan. Yo todavía necesito aprender mucho.
–Si tú lo piensas así… Desde que tomé la decisión de venir a Brasil, cuando aún vivía en Estados Unidos, mi familia, mis amigos y el resto de la gente me dijeron de todo: que era una ilusa, que había perdido la cabeza, que iba a tirar mi vida entera por la borda… Unos procuraban disuadirme de la idea, con buenas intenciones; otros se limitaban a reírse de mí con bromas pesadas o crueles. Algunos días terminaba llorando a solas en mi cuarto, pues me sentía como si todo el mundo me despreciara. Sin embargo, desde que vivo en la comuna me he dado cuenta de un hecho curioso: la madurez no depende tanto de los años cumplidos como de la actitud ante la vida. Una persona de veinte años, según su forma de pensar, puede comportarse con mayor madurez que una de sesenta. Y esta situación ocurre más de lo que parece.

Germán se sentía feliz, pero también desconcertado. Algunas veces discutía con Suzanne por bagatelas de la vida cotidiana. Tras aquellas discusiones, ambos dejaban de hablarse durante unas horas o todo el día, pero al día siguiente no tardaban en reconciliarse y olvidaban sus diferencias. Una mañana de sol abrasadora, Suzanne había salido al porche desnuda para fumarse un canuto de marihuana. Germán se había acostumbrado a que los miembros de su nueva familia anduvieran desnudos por las habitaciones de la casa, pero aún le chocaba que salieran de allí sin ropa.

–Hace un día muy caluroso. ¿Por qué no te desnudas como yo? –le sugirió Suzanne con absoluto desenfado, sin cuidarse de escrúpulos morales–.
–Prefiero quedarme así, de verdad. No tengo mucho calor –respondió Germán con pudor contenido–.
–¿En serio? ¡Líbrate ya de la maldita vergüenza! –le respondió Suzanne– Quedarse desnudo al aire libre no es ningún delito. Y los que no quieran vernos así ya pueden mirar hacia otro lado.

Suzanne se acercó despacio a Germán y comenzó a desabrocharle la camisa, poniéndolo contra la barandilla del porche. Mientras sus manos trajinaban sobre el pecho de Germán, él notó una fuerte y súbita erección. La tomó en sus brazos para comérsela a besos. Acto seguido, se bajo los pantalones y la penetró de forma impetuosa, con la virilidad salvaje de los caballos y los toros. Ella jadeaba sin descanso, con la respiración cada vez más entrecortada, como si fuera a desmayarse de un momento a otro. Su pecho se acompasaba con el ritmo de sus jadeos. A Germán le parecía estar abrazando una criatura tan frágil como poderosa, una vasija de arcilla que estuviera a punto de quebrarse entre sus manos, derramando una luz infinita sobre todo su cuerpo.

–Más suavemente, por favor –le pidió Suzanne–.

Germán accedió a su ruego y disminuyó la fuerza de su acometida. Lentamente fueron llegando al orgasmo, hasta que Germán sacó su pene de la vagina de Suzanne, con un brusco movimiento, y lanzó un generoso chorro de semen sobre la tarima del porche.

–Podías haber seguido –le dijo Suzanne–.
–No tenemos condones y no quiero dejarte embarazada –replicó Paul–.
–No importa. Tomo la píldora anticonceptiva –respondió Suzanne–. Un contrabandista me la vende a buen precio.
–Habérmelo dicho antes. De lo contrario no hubiera dado marcha atrás.

En las siguientes semanas, la relación de Germán y Suzanne fue madurando hasta consolidarse. Como si fuera Diótima, la sacerdotisa de Eros que enseñó a Sócrates su doctrina sobre el amor, Suzanne descubrió a Germán toda una visión de los afectos y de la sexualidad que ignoraba por completo. Al principio, a Germán le costó mucho aceptar la idea de las relaciones abiertas, pero con el tiempo le parecía cada vez más sensata y razonable. Comprendió que debía construir su identidad y sus preferencias sexuales según sus deseos más íntimos, sin someterse a la dictadura de las normas sociales, pues sólo así permanecería fiel a sí mismo y evitaría convertirse en esclavo de prejuicios y mentiras. Al mismo tiempo, Suzanne lo inició en el consumo de las drogas alucinógenas. Brasil ofrecía un campo abonado para conseguir y probar diferentes sustancias que las culturas indígenas habían empleado para comunicarse con los muertos y con los dioses. La ayahuasca era una de estas drogas, que Suzanne ya había probado en varias ocasiones. Una mañana, mientras Germán y Suzanne recogían aguacates en las huertas de la comuna, ella introdujo el tema en la conversación.

–¿Y si bebiéramos juntos una dosis de ayahuasca? –sugirió Suzanne.
–¿Ayahuasca? He oído alguna vez el nombre de esa droga –respondió Germán intrigado–. ¿En qué consiste?
–Es una especie de infusión que se prepara con varias plantas de la selva. Algunas tribus indias la usan para viajar por el más allá y hablar con sus muertos.
–Eso promete –dijo Germán entre risas–. Pero, ¿no sería demasiado fuerte para nosotros?
–Si sabes cómo consumirla, no te pasará nada. Un chamán de la selva me enseñó a hacerlo.
–¿Ya la has probado? –preguntó Germán con asombro.
–Sí. Un par de veces, siguiendo las instrucciones del chamán.
–Nunca he probado alucinógenos. Me dan miedo. Mucha gente se ha vuelto loca o se ha quedado muerta por consumirlos.
–No temas. Yo sé la dosis adecuada y las precauciones que se deben tomar con la ayahuasca. Me gustaría, si quieres, que los dos hiciéramos un viaje con ella. Pero sólo debes usar la droga cuando te sientas preparado. Si la tomas con miedo pasarás un mal viaje y no querrás volver a probarla.
–Si la tomas conmigo, no tendré miedo, aunque vea dragones y demonios en el viaje –repuso Germán medio en serio, medio en broma–.
–Lo que veas o no depende no sólo de la droga, sino también de ti mismo. Si te pones angustiado o nervioso, el viaje será para ti como una bajada a los infiernos, pero si te relajas verás auténticas maravillas.
–¿Cuándo habías pensado tomarla?
–Mañana por la tarde, Pero, si quieres, podemos dejarlo para otro día. No hay prisa.
–No. Estoy dispuesto a tomarla mañana.
–¿Seguro?
–Sí. Si me acompañas en el viaje, no perderé la calma.
–De acuerdo. Mañana por la tarde lo haremos.

Al día siguiente, sobre las cuatro de la tarde, Germán había caído en duermevela, tumbado sobre la hamaca del porche, bajo el clima de sosiego que respiraban el jardín y las plantaciones cercanas. Desde los árboles, algunos pájaros trinaban con acentos metálicos. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba de la indolencia sin sentirse culpable, pues desde su entrada en la universidad se había sometido a un ritmo de trabajo incesante, primero en las aulas y más tarde en la compañía de seguros. Se había convertido, en suma, en un esclavo de la productividad sin darse cuenta. De repente, Suzanne abrió la puerta y salió al porche.

–Es la hora del viaje –le avisó con voz muy suave para no despertarlo bruscamente–.
–Sí. Vamos.

Germán se incorporó de la hamaca, despabilándose con rapidez. Los dos entraron en la casa y subieron al dormitorio de Suzanne. La habitación estaba amueblada de forma sencilla pero digna, con una cama matrimonial, una mesilla de noche, un par de sillas, un armario y una estantería para libros. Sobre su mesilla de noche, la joven americana había puesto una botella que guardaba la infusión mágica y dos tazas para beberla. Mientras miraba la colección de libros alojados en la estantería, Germán distinguió varias obras de Michel Foucault: Vigilar y castigar, Historia de la sexualidad e Historia de la locura.

–Por lo que veo, te gusta la filosofía –dijo Germán–.
–Empecé a leer a Foucault con veinte años, cuando estudiaba periodismo –respondió Suzanne–. Cambió mi forma de pensar y mi vida con ella. Creo que, si no lo hubiera leído nunca, no estaría aquí.
–Serías un ama de casa aburrida en un lujoso chalet americano –se rió Germán–.
–Probablemente –se rió Suzanne–. Foucault me enseñó muchas cosas. Gracias a él entendí que nuestra visión del amor y del sexo está llena de prejuicios y estereotipos. Y sobre todo aprendí que nadie tiene derecho a controlar nuestros cuerpos: ni el estado, ni la religión, ni la familia.
–Estoy de acuerdo contigo. Pero al mundo le costará mucho cambiar sus ideas.
–Tardará mucho, sí, pero confío en que algún día las cambiará. ¿Estás preparado?
–¿Para tomar la ayahuasca? Sí, claro.
–Vamos allá.

Los dos bebieron al mismo tiempo su dosis de ayahuasca y se tumbaron en la cama cogiéndose de la mano. Germán pasó media hora en estado normal de vigilia, hasta que percibió cómo su espíritu salía de su cuerpo y flotaba en el aire, como si hubiera emprendido un viaje astral. Tras quedarse inconsciente por unos segundos, apareció en el edificio de la compañía de seguros donde trabajaba cuando vivía en Madrid. El lugar había cambiado mucho respecto a la imagen que guardaba su memoria: un extraño silencio reinaba en las oficinas y los pasillos desiertos, donde no se veía ni una sola persona. El polvo inundaba el suelo, muchas ventanas se habían roto y las telarañas iban creciendo por los techos y muros como una lepra indomable. Germán se sentía cada vez más inquieto. Debatiéndose entre el deseo de marcharse de aquel edificio y la curiosidad por seguirlo explorando, subió por una escalera que lo condujo hasta un largo pasillo, el cual tenía numerosas puertas a ambos lados. Germán fue abriendo las puertas, una por una, pero todas ellas le ofrecían visiones aterradoras: en todos los despachos había esqueletos humanos sentados en las sillas, cubiertos de polvo y telarañas. Algunos se encontraban frente a los ordenadores, alargando sus brazos para escribir en el teclado; otros reposaban sobre las sillas con los brazos caídos, como si estuvieran hartos de su trabajo. Germán caminaba cada vez más temeroso, con el estómago revuelto y las manos trémulas, hasta que llegó a una puerta situada al final del pasillo. Abrió la puerta y se encontró con el despacho de Pablo Sañudo, su antiguo jefe.  Se mantenía como la hora en que Germán lo había asesinado, pero sólo difería en un detalle. Sobre el sillón de cuero negro permanecía sentado un esqueleto humano, vestido con traje y corbata, apoyando sus brazos en el escritorio de roble, en la misma postura en que Germán había sorprendido a su jefe en el momento del crimen. Germán contempló la escena con una mezcla de asombro y espanto. Un sudor helado le bañaba la frente y su corazón había comenzado a latir con furia inusitada. Acto seguido, el suelo comenzó a derrumbarse bajo sus pies y todo el edificio desapareció. Sintió como si cayera desde un rascacielos o un abismo y perdió la vista por unos segundos.

Cuando recobró la vista, se sorprendió caminando por la selva amazónica: ahora lo rodeaba la maravilla de la naturaleza. Anduvo un trecho bajo un dosel de frondosos árboles tropicales, entre graznidos de pájaros y aullidos de monos, hasta que descubrió un claro en el bosque. Alzó la vista y observó que en lo alto del cielo brillaba un sol naranja, en cuyo centro se abría un gran ojo azul. Hacia aquel ojo solar ascendían bandadas enteras de guacamayos azules, perdiéndose en un halo de luz cuando llegaban a las alturas. Oyó entonces una voz que le dijo: La energía creadora vive en todas partes, en el mundo y más allá del mundo; sube y baja del cielo a la tierra y viceversa, como un círculo infinito. Tú eres una llama de ese fuego, como todo lo que ves ahora. De pronto vio un camino abierto en la selva, que se extendía varias millas y conducía hasta un monte escarpado y cubierto de hierba, que por su forma parecía un antiguo volcán que se hubiera apagado. Germán comenzó a recorrer el camino, creyendo que le costaría varios días acabarlo, pero, como si se tratara de una ilusión óptica, la senda iba acortándose a medida que caminaba. En cuestión de poco rato, que calculó como una hora, ya se encontraba en la base del monte. Apenas notaba cansancio. Siguió un camino sinuoso que subía por las faldas, entre prados y rocas, y en sólo quince minutos alcanzó la cumbre. La daba la sensación de que una fuerza misteriosa lo hubiera impulsado por todo el camino. Desde la cumbre, el ojo solar se veía mucho más cercano que desde el claro de la selva, y hasta podía sentir el calor de sus llamaradas como una ráfaga de aire tibio. Una paz infinita lo embargó en aquel momento, como si fuera Dante cuando miraba el rostro de Dios en lo alto del paraíso, pero la misma voz que había escuchado en el claro de la selva le dijo así: Ahora debes bajar de este monte y seguir tu camino. Pero nunca olvides lo que has visto ahora. Nada más escuchar estas palabras, Germán despertó de sus visiones y se encontró en la cama del dormitorio, con Suzanne a su lado. Ella no había terminado aún su viaje con la ayahuasca, pero parecía tranquila, con una leve sonrisa en la cara, como si estuviera frente a un paisaje bello y apacible. Tardó media hora más que Germán en volver a la realidad inmediata.

En los días siguientes, Germán no cesaba de recordar las visiones que había experimentado con la ayahuasca. A menudo preguntaba a Suzanne sobre los chamanes de la selva y el uso religioso de las drogas. Para saciar su curiosidad, ella le relataba cuanto sabía, pues a Germán le fascinaba la idea de convertir las sustancias de la naturaleza en vehículos para comunicarse con lo absoluto. También le llamaba la atención el hecho de que los miembros de la comuna poseyeran diversas creencias religiosas, aunque ninguno perteneciera a una religión organizada. El viejo Joe era panteísta, pues había leído en su juventud las obras de Baruch Spinoza y todavía se sentaba de vez en cuando a releerlas con gusto. Suzanne y Alice adoraban a la madre tierra, de manera que profesaban una suerte de neopaganismo. Casi todas las semanas, las dos quemaban incienso en el jardín de la comuna como ofrenda a su diosa. En cambio, Annabel y Paul se declaraban agnósticos, pues ninguna creencia religiosa terminaba de convencerlos y preferían centrarse en los problemas de la vida cotidiana. Por otro lado, Germán ya ni siquiera estaba seguro de aquello en lo que creía o dejaba de creer. En los últimos tiempos se formulaba cada vez más preguntas metafísicas. Se preguntaba si un dios había creado el universo, si él mismo había nacido para cumplir un fin determinado, si todo lo que le pasaba respondía a alguna lógica o, por el contrario, carecía de sentido. La ayahuasca le había sugerido algunas respuestas insólitas pero muy reveladoras, que abrían puntos de luz en el bosque de sus dudas como luciérnagas en la noche: en el viaje psicotrópico realizado unos días atrás, había intuido la existencia de un autor de la naturaleza, una energía creadora y consciente de sí misma que estaba en el universo y a la vez lo trascendía. De este modo, sin haber leído jamás las obras de Krause, había llegado a una conclusión semejante al panenteísmo, la original síntesis de teísmo y panteísmo elaborada por este filósofo alemán. Sospechaba que su propia vida encerraba un propósito determinado, pero lo iría descubriendo a medida que envejeciera, y tal vez sólo llegaría a conocerlo del todo en la hora de su muerte. Ocurría lo mismo con todas las situaciones que una aparente casualidad iba poniendo en su camino, pero que guardaban una lógica secreta que no había descifrado aún. A veces, cuando Germán se quedaba a solas en la casa, este cúmulo de ideas lo abrumaba y salía a dar una vuelta por la finca para despejarse la mente.

Por el contrario, los vecinos del pueblo vivían sometidos a la influencia de la religión organizada. En la localidad había tres iglesias católicas y una evangélica: ésta había cobrado mucha pujanza en los últimos años, debido al rápido crecimiento de las congregaciones evangélicas en todo el país. Hacía como una semana que esta iglesia había cambiado de pastor: el obispo diocesano había enviado al antiguo a otro pueblo de la zona, pues cada vez más familias de campesinos se convertían a su credo y se necesitaban ministros para atenderlas. Una tarde, el nuevo pastor se dirigió a la comuna. Le habían hablado sobre aquellos hombres y mujeres libertinos, los únicos del pueblo que no acudían a ninguna iglesia, y pensó que se le ofrecía una oportunidad inmejorable para convertir un grupo de incrédulos a su fe. Si conseguía su objetivo, podría anotarse un éxito ante su comunidad y ganaría prestigio en el pueblo. Cuando el pastor llegó a la casa, el viejo Joe se encontraba en el porche, con la mirada perdida en lontananza. Había sacado una mecedora para sentarse y estaba fumando un cigarrillo de marihuana, mientras se balanceaba como un péndulo con el vaivén de la mecedora.

–Buenas tardes –saludó Joe desde el porche–. ¿Qué desea?
–Buenas tardes. Soy el nuevo pastor evangélico –se presentó el sacerdote con amabilidad–. Me gustaría hablar un rato con ustedes.
–¿Sobre qué? –le preguntó Joe con cierta desconfianza, mientras daba una calada a su cigarrillo–. Por aquí no acostumbran a venir pastores.
–Lo sé –respondió el pastor–. Me gustaría hablar con ustedes acerca de la palabra de Dios y el mensaje de Cristo… La Biblia tiene grandes respuestas a las preguntas que todos nos hacemos: quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos. Y nos enseña, además, qué sucederá en el final de los tiempos.

El viejo Joe suspiró, armándose de paciencia para aguantar el discurso del pastor y no echarlo de allí con cajas destempladas.

–Verá, señor pastor… ¿Cómo se lo puedo explicar? Todos los que vivimos en esta comuna fuimos educados en algún tipo de fe cristiana. Pero la religión ya no nos interesa. La respetamos, pero no la compartimos. Hacemos nuestra vida al margen de sus normas. Y somos felices así. Señor pastor, en esta comuna sólo manda la libertad. Cada uno decide libremente sus creencias. Algunos son panteístas, otros se confiesan agnósticos y otros adoran a la madre tierra. Si uno de nosotros, algún día, quiere convertirse a la iglesia evangélica, se acercará a usted y le pedirá consejo, pero de momento no queremos oír sermones. Ninguno de los miembros de esta comuna va por ahí reclutando panteístas, agnósticos o devotos de la madre tierra.
–Pero… Hay algo sobre lo que ustedes deberían meditar. Ustedes viven en pecado. La gente del pueblo me ha contado que celebran orgías, mantienen relaciones homosexuales y consumen drogas. El mal ha entrado en esta casa. ¿Saben ustedes lo que esto significa? Si no se arrepienten, jamás podrán salvarse y quedarán condenados para toda la eternidad.
–Señor pastor, no se confunda –le replicó Joe con desgana–. En esta casa reina la libertad de costumbres, por así decirlo, pero ello no significa que seamos criaturas inmorales y perversas que merecen el infierno. Tratamos de ayudarnos los unos a los otros, repartimos en igualdad los frutos de nuestras cosechas y vivimos en paz, sin hacerle daño a nadie. ¿No era esto lo que Jesús predicaba? ¿No era eso lo que pedía a los hombres? Pues olvídese de orgías, amores homosexuales y drogas: todo ello forma parte de nuestra vida personal y a usted no le concierne en absoluto. Por favor, no moleste a los moradores de esta casa con su proselitismo agresivo. Se lo ruego con toda la educación del mundo.
–No hay pecado más grave que la insistencia en el error –le advirtió el pastor con semblante severo–. Algún día, el Señor les pedirá cuentas… y será demasiado tarde para arrepentirse.
–¿La verdad? ¿El error? ¿Acaso usted posee la verdad absoluta? –replicó Joe, cada vez más molesto– ¿Lo sabe todo sobre la tierra y el cielo? Quizá le convendría una pequeña dosis de humildad cristiana.

El pastor no siguió replicando y se marchó con indignación contenida. El domingo siguiente por la mañana, cuando oficiaba la misa en la iglesia evangélica, leyó un encendido sermón contra las malas costumbres ante sus feligreses, quienes escuchaban con atención y reverencia sus palabras. Desde el púlpito a donde se subía para predicar, su voz admonitoria resonaba en todo el espacio del templo:

–El libertinaje es un grave pecado contra Dios. Y debéis saber que hay libertinos entre nosotros. Desprecian la castidad, manteniendo relaciones fuera del matrimonio, y se entregan a todo género de aberraciones, celebrando orgías y cohabitando con parejas del mismo sexo. Sin embargo, no satisfechos aún con este libertinaje, se emborrachan y consumen toda clase de drogas. En verdad os digo que estos pecadores se condenarán en el infierno para toda la eternidad. Y debemos combatir su mala influencia, porque son la peste que Satanás envía para corromper las costumbres de nuestra comunidad.

Algunos feligreses interpretaron las palabras del pastor como una especie de llamada a la guerra santa contra los hippies de la comuna, quienes de repente se habían convertido en embajadores del infierno en aquel sosegado pueblo. Después de la misa, dos hombres se quedaron en la iglesia para hablar con el pastor en privado.

–Señor pastor, esa comuna es un peligro para la moral de nuestra comunidad –se quejó uno–.
–Sin duda –aseguró el pastor–.
–¿Qué podemos hacer? Deberíamos tomar cartas en el asunto –sugirió otro–.
–Tengo un plan y vosotros dos podéis ayudarme a realizarlo. Venid a las cinco de la tarde y os contaré lo que vamos a hacer –respondió el pastor–.

A las cinco de la tarde, los dos vecinos acudieron a su cita con el pastor en la iglesia. Cuando habían entrado en el templo, el pastor cerró enseguida con llave la puerta. Nadie supo lo que se dijo en aquella reunión, salvo los allí presentes. Aquella misma noche, sobre las diez, el pastor salió de su casa y se dirigió con los dos hombres a las tierras de la comuna. Como el paraje se había sumido en la oscuridad absoluta, aquella comitiva de fanáticos traía consigo una pequeña linterna para alumbrarse y un machete por si alguna alimaña se cruzaba en su camino. Llegaron al jardín y se situaron a una distancia prudente de la casa, ni demasiado cerca ni demasiado lejos. Las ventanas de la planta baja se veían iluminadas: los miembros de la comuna estaban cenando. Uno de los hombres cargaba una bolsa de tela llena de piedras; el otro, una lata de gasolina, un mechero y un palo dispuesto a convertirse en antorcha. El plan de los tres consistía en lanzar pedradas a la casa y prenderle fuego, valiéndose de la oscuridad nocturna para que nadie los reconociera. Al día siguiente, después de que las llamas hubieran calcinado la casa, el pastor proclamaría ante sus fieles que el incendio había sido un castigo divino por el libertinaje de sus moradores. Mientras miraba la casa, el pastor avisó a los dos hombres:

–Ahora es el momento.

Acto seguido, uno de los hombres descargó una lluvia de piedras sobre las ventanas de la planta baja de la casa, donde se encontraba el salón comedor. Los cristales se hicieron añicos de forma estrepitosa. El otro hombre, sosteniendo el palo en su mano derecha, aguardaba la orden del pastor para mojarlo en la lata de gasolina, prenderle fuego y arrojarlo contra la casa. Enseguida cundió el pánico entre los miembros de la comuna. Suzanne y Alice chillaron despavoridas, pues la lluvia de piedras las había sorprendido mientras cenaban, y se pusieron a cubierto debajo de la mesa. Los añicos de cristal se habían desparramado por el suelo del salón. Germán subió corriendo las escaleras, para llegar a su dormitorio y coger la pistola que había comprado al contrabandista de armas el día que ingresó en la comuna. Salió al porche, dirigió la pistola hacia arriba, con el brazo en alto, y gritó a voz en cuello:

–¿Quién anda ahí?

De inmediato lanzó una ráfaga de tiros al aire. El pastor y los dos vecinos se escondieron detrás de unos arbustos y salieron corriendo, pues no se imaginaban que aquellos hippies tuvieran armas de fuego para defenderse. Germán pudo oír el rumor de sus pasos veloces en la oscuridad, como si fueran pecaríes o carpinchos huyendo de un cazador en la selva. Una vez ahuyentado el peligro, Germán entró de nuevo en la casa.

–Fuera quien fuera, parece que se ha marchado. Espero que no vuelva –dijo Germán.
–Menos mal que tuviste reflejos –comentó Suzanne–.
–En todo el tiempo que llevamos aquí, nunca había pasado nada semejante –repuso Alice–.

El viejo Joe, que había bajado de su dormitorio para saber qué estaba sucediendo, se llevó la mano al bigote con un gesto de preocupación.

–Justo después de que el nuevo pastor nos visita, nos tiran piedras a la ventana –apostilló con aire de sospecha–.
–¿Crees que hay alguna relación entre la visita del pastor y lo de esta noche? –le preguntó Germán.
–No me extrañaría nada –respondió Joe–. Probablemente, ese fanático está volviendo locos a los vecinos del pueblo con sus sermones y a alguno se le ha ocurrido atacarnos. En más de cinco años que hemos vivido en esta casa, nadie, nadie nos había molestado nunca. Es verdad que en el pueblo mucha gente nos mira con recelo, pero hasta ahora siempre nos habían respetado. Desde hoy no podemos bajar la guardia. Germán, ten siempre a mano esa pistola. Nunca pensé que diría esto, pero ahora nos conviene disponer de un arma.

Acto seguido, se hizo un tenso silencio en la casa. Suzanne y Alice comenzaron a recoger los añicos de vidrio con una escobilla, mientras Paul cubría los cristales rotos con piezas de cartón.

–Mañana habrá que ir a la ferretería del pueblo –avisó Joe–. Hay que reparar esa ventana.

En los días siguientes, el caso de las ventanas rotas se convirtió en un secreto a voces en el pueblo. Nadie se atrevía a comentarlo en público, pero en las casas y en las pequeñas reuniones de amigos se sabía que el pastor evangélico estaba detrás de aquello. Algunos fieles de su iglesia, los más cercanos al pastor, consideraban el hecho como una justa represalia contra unos libertinos que no sólo pecaban, sino que también se enorgullecían de sus pecados. Sin embargo, el resto de los vecinos no hallaba ningún motivo para acosar y perseguir a unas gentes que no casaban con su estilo de vida, pero que siempre se habían distinguido por su talante pacífico y tranquilo. Para no levantar polémicas, el pastor decidió no referirse más a los miembros de la comuna en sus homilías ni acercarse más a sus tierras. De este modo, la casa fue recobrando la calma perdida. Llegó el mes de junio y con él una racha de lluvias tropicales. Estaba lloviendo un día tras otro, sin descanso, y todos los miembros de la comuna se habían refugiado en la casa. Germán se dedicaba sobre todo a leer los libros de Suzanne. Una tarde se dio cuenta de que Alice estaba leyendo, sentada en la cama de su dormitorio: había dejado la puerta abierta y su figura se veía desde el pasillo, iluminada por la tenue luz grisácea de aquel día lluvioso que se filtraba por la ventana de la habitación. Se acercó despacio hasta ella, que levantó los ojos del libro nada más advertir sus pasos, y se apoyó de espaldas a la pared, justo por delante de la ventana cerrada, mientras una lluvia caudalosa descendía sobre los cristales.

–¿Qué lees? –preguntó Germán.
El segundo sexo, de Simone de Beauvoir –respondió Alice–. Tú también deberías leerlo. Es una de las obras básicas del feminismo.
–Ahora no me apetece leer. Siento ganas de hacer otras cosas –replicó Germán–.
–¿Cómo qué? No se puede hacer mucho cuando llueve a cántaros y tienes que resguardarte en casa. Leer es una buena opción para matar el aburrimiento.
–Sí, pero… ¿el cuerpo no te demanda otras cosas?
–¿Cuáles?

Con toda la osadía de la que era capaz, Germán acercó su cara a la suya y la besó de forma súbita en la boca mientras acariciaba su pelo. Aunque Alice se declaraba lesbiana, aquel beso le agradó más de lo que pensaba y correspondió a Germán besándolo de nuevo y acariciando sus brazos. Tras pasar así varios minutos, los dos se fueron quitando la ropa hasta quedarse desnudos. Él se puso un condón que guardaba en un bolsillo de sus pantalones y la penetró con una mezcla de ternura y arrebato, a medio camino entre el amor y la libido más salvaje. Ella estaba saboreando por vez primera la carne de un hombre, la acometida furiosa del pene en sus cavidades vaginales, mientras jadeaba con ansiedad y se preguntaba qué demonios estaba haciendo con un hombre si ella siempre había sido lesbiana. Se sentía desconcertada, pero deseosa de seguir adelante. Después de quince minutos de goces carnales, Alice alcanzó el orgasmo, poco después de que Germán eyaculara dentro de su vagina, y se derrumbó fatigada sobre la cama. Cuando se despertó, Germán estaba fumándose un cigarrillo en la ventana.

–¿Podría hacerte una pregunta? –le pidió Germán.
–Dime.
–¿Por qué no me has rechazado?
–No lo sé… Me he pasado la vida entera creyendo que era lesbiana, que no me gustaban los hombres en absoluto, pero has aparecido tú y ahora ni yo misma sé lo que soy. Eres joven y guapo: quien lo negara mentiría. Desde que llegaste a la casa, has acabado con la monotonía que estaba apoderándose de la comuna.
–Así que yo soy la novedad –se sonrió Germán–.
–No, no quería decir eso. Tú eres mucho más que una simple novedad, pero… en cierta manera lo has cambiado todo. Has conquistado a Suzanne, luego a Paul… y ahora a mí.
–¿Sabes? Antes de llegar aquí, todo lo que no fuera monogamia me parecía un disparate. Pero Suzanne me ha enseñado a pensar de manera diferente. Todo lo que creía sobre el amor ha cambiado mucho. No hace falta quedarse atado a una sola pareja, si puedes amar a varias con libertad y respeto. Basta que todas las personas de una relación lo consientan.
–Sí, tienes razón. Pero me siento rara. Nunca me había acostado con un hombre.
–Nunca es tarde para probar novedades –se rió Germán mientras salía de la habitación–.

A medida que las semanas iban pasando, el cuarteto amoroso formado por Germán, Suzanne, Paul y Alice se consolidaba. Los cuatro cambiaron su forma de relacionarse entre sí, llegando a unos niveles de complicidad y confianza que jamás habían alcanzado. En cierto modo parecía como si la comuna hubiera regresado a sus primeros tiempos, cuando todos allí disfrutaban de una vitalidad salvaje y derrochaban su libido los unos con los otros. Así transcurrió todo un año, hasta que se cumplió el aniversario de la entrada de Germán en la comuna. Entre todos organizaron una cena especial para celebrarlo, rematándola con un brindis. Tras la cena todos subieron a sus habitaciones para acostarse, menos Germán y Suzanne, quienes se quedaron a solas en el porche de la casa. Era una noche calurosa de verano.

–Suzanne…
–Dime –respondió ella–.
–¿Y si tuviéramos un hijo? –Germán le preguntó de la manera más directa posible.

Suzanne se quedó pensativa, como si no supiera qué responderle. Hasta el momento, ninguno de los miembros de la comuna había tenido hijos, pues creían que aquel no era el ambiente más adecuado para criarlos. Sin embargo, Suzanne había sentido algunas veces un oculto deseo de maternidad que no revelaba a nadie. Le agradaba la idea de tener un hijo, pero no había encontrado a la persona adecuada para que fuera su padre.

–Piénsalo bien. Crecerá libre de prejuicios. Será capaz de ver el mundo con una mirada limpia. Tendrá la oportunidad que nunca nos dieron a nosotros. No crecerá bajo la presión de convertirse en un buen estudiante, de conseguir un buen trabajo… Jugará con nosotros y nos ayudará en las faenas del campo.
–No sé si merece la pena tener un hijo. Míranos a nosotros, Germán… Somos inadaptados que a duras penas han conseguido un refugio donde pueden sentirse a gusto. Pero el mundo podría habernos hundido en la miseria fácilmente. Somos una rareza para la mayoría de la gente. Y un niño criado en esta comuna no podría integrarse en la sociedad, y acabaría pasando por el mismo calvario que nosotros.
–No podemos adivinar el futuro, Suzanne. Ni tú, ni yo, ni nadie. Tener un hijo siempre es una aventura. Pero muchas aventuras acaban bien, como la nuestra. ¿Por qué deberíamos pensar que siempre estamos abocados a la ruina, al fracaso, a la desgracia? ¿Acaso no hemos sabido enfrentar y superar nuestros problemas? Y, si nosotros lo hemos conseguido, ¿por qué un hijo nuestro no podría conseguirlo también?

Suzanne asintió con la cabeza.

–Supongo que tienes razón –aseveró ella–.
–Ven conmigo… Entre efluvios de marihuana, concebiremos ese hijo. Será feliz a la sombra de las acacias, en el jardín… No será bautizado: no le impondremos ninguna religión, para que los ídolos del mundo no manchen de miedo y culpa su inocencia. Lo cuidaremos y le enseñaremos la sabiduría de la vida, la que no está en ningún libro.

Los dos subieron al dormitorio de Suzanne con alegre premura. La noche avanzaba mientras una luna llena de color macilento, como un disco de marfil envejecido, presidía el azul cada vez más oscuro del cielo. Germán y Suzanne se tendieron entre las sábanas. Comenzaron a besarse y se desvistieron el uno al otro, desabrochándose poco a poco la ropa, pues nada les urgía en aquel momento salvo la fuerza indómita del amor. Ni siquiera necesitaban intercambiar palabras, pues ambos sabían lo que deseaban hacer en aquel momento. Fuera de la habitación, el canto de los grillos sonaba cada vez más fuerte. Era la melodía infinita de la vida.



FIN