Vista aérea de las islas Maldivas. Fuente: Fleewinter.com
En los atolones coralinos he probado cangrejos: su carne blanca y húmeda sabe a las aguas nutricias del origen, a innumerables marejadas. Un mordisco me trajo memorias de la edad mesolítica, de los mariscadores ancestrales. No conoceré las galaxias, pero mis ojos verán la Tierra desde el espacio. No seré un elegido para la raza de los inmortales, ni una cartografía de huesos en el hondo regazo de una tumba. No me alimentaré de sol desnudo, como los inmortales, pero el hambre no punza mi estómago todos los días. Soy más fuerte que los humanos, pero menos que los dioses del futuro. Solo busco alimento cuando mi batería se descarga. Soy un híbrido extraño: carne, hueso, aluminio, silicona; hijo mestizo de las eras de transición e incertidumbre; naturaleza remendada con invasiones de tecnología. Ignoro mi destino, pero mi selva de circuitos integrados ilumina la nueva historia, el origen de un mundo nuevo.
Joven con gafas de realidad aumentada. Fuente: Deakin University
¿Cómo percibo el mundo? Como un flujo de datos incesante, lanzado en tiempo real desde los servidores astrales de la mente; como una descarga de archivos en mis surcos cerebrales. ¿Cómo percibo el mundo? Mi robótica mano de silicona y aluminio acaricia una rosa, sus pétalos mojados y sedosos, y mis glándulas olfativas, todavía biológicas, perciben su delicado aroma. ¿Cómo percibo el mundo? Viajé durante varias semanas, con mis piernas de músculo y acero, lejos de las megaciudades, internándome en bosques solitarios, oyendo ruiseñores en la noche: mis implantes cocleares recibieron su música celeste. ¿Cómo percibo el mundo? Es algo que se escapa de mis dedos como la arena de los ríos. ¿Cómo percibo el mundo? Como velo de Maya, como ilusión almacenada en hipertexto, como realidad imposible.
(A Mike Hughes, el acróbata estadounidense que murió mientras volaba en un cohete casero para comprobar si la Tierra es plana) Si Eróstrato, un incendiario, grabó su ardiente memoria sobre páginas de historia, quemando un rico santuario, el yanqui más temerario, rey de la torpeza humana, con su cohete se afana dando un gigantesco salto, para comprobar en alto si la Tierra, al fin, es plana. Pero ese yanqui demente le pone fin a su vida, mientras en libre caída su cohete baja, ardiente, sufriendo gran accidente. Ya las personas cabales hacen burlas magistrales de su fracaso rotundo, pues el esférico mundo carga sus restos mortales.
La muerte de Séneca. Óleo sobre lienzo de Pieter Paul Rubens. Museo del Prado (Madrid).
Si la carne mortal, en su agonía, se queja de su inútil resistencia, como Sísifo carga su dolencia, roca infernal, en cada nuevo día, ¿para qué la sagrada hipocresía le requiere su frágil permanencia? Que la razón humana, con la ciencia, ponga fin a su oscura travesía. Sobre las camas de los hospitales, un mudo ruego la piedad escucha: si piden los enfermos terminales eutanasia, que nadie se la impida, pues al cabo demandan, con su lucha, dignidad en la muerte y en la vida.
La película “Fortuna”, que recibe el nombre de su protagonista, narra la historia de una chica etíope de 14 años que cruza el Mediterráneo en una embarcación clandestina y llega hasta los Alpes suizos para refugiarse en una comunidad de monjes que se dedican a acoger inmigrantes africanos. Entre grandiosos planos fijos, con espectaculares visiones de montañas nevadas, siempre en blanco y negro, transcurre el drama íntimo de Fortuna: una experiencia de soledad e indefensión que, de forma paradójica, la dota de una gran fuerza interior y de una intensa afinidad con los animales domésticos del monasterio, gracias al miedo que siente hacia sus congéneres humanos y a las dificultades que le supone el aprendizaje de una lengua tan diferente a la suya como el francés. Podría decirse que los animales hablan el lenguaje universal del tacto, de la calidez y la caricia, frente a la incomunicación que surge de las barreras lingüísticas humanas. De este modo, el burro del monasterio se convierte en su confidente, con el que pasa largas horas en su establo, y cuando entra en el gallinero y descubre el cadáver de un polluelo, que tal vez ha muerto debido a los rigores del invierno alpino, lo envuelve en un paño y lo entierra en la nieve, en una de las escenas más conmovedoras de la película, pues en esos gestos de compasión radical, anónimos y humildes, tal vez se encuentra la salvación del mundo.
En este refugio alpino, Fortuna conoce a Kabir, otro inmigrante africano, algo mayor que ella, y mantiene con él una relación a escondidas. Aprovechándose de la menor edad de Fortuna, Kabir la deja embarazada y pretende obligarla a deshacerse de la criatura cuando nazca, pero ella se niega de forma rotunda. Más tarde, Kabir abandona el monasterio, sin que nadie sepa de su destino, y Blanchet, un habitante de un pueblo cercano que guarda cierta amistad con los monjes, también pretende convencer a Fortuna para someterse a un aborto, con el argumento de que, si da a luz un hijo, las autoridades le quitarán su custodia y la obligarán a salir del monasterio. Sin embargo, el hermano Jean (un papel que realiza magistralmente el actor Bruno Ganz, en la que ha sido su última película antes de fallecer en 2019), uno de los religiosos más ancianos del monasterio, se opone a los planes de Blanchet y considera que la voluntad de Fortuna debe respetarse por encima de todo. La protagonista sabe que va a convertirse en madre a los catorce años, pero asume la maternidad como una suerte de esperanza en la desesperación, como la única realidad que podría darle un nuevo sentido a su existencia, herida por la soledad y el desarraigo. En última instancia, Fortuna considera su maternidad como un trasunto de la historia de la virgen María, pues sus monólogos interiores terminan estableciendo un paralelismo entre la virgen a la que reza en su dormitorio y su propia condición de madre. Sin embargo, la película no toma partido ni se inmiscuye en juicios morales sobre el aborto, sino que se limita a describir la experiencia del embarazo desde la visión de su protagonista.
La presencia de los inmigrantes en el monasterio plantea una reflexión sobre el cristianismo como experiencia de entrega absoluta al otro, a través de las discusiones que se producen entre los monjes de la comunidad, que se debaten entre seguir acogiéndolos o entregarlos a las autoridades civiles, debido a los problemas con la policía suiza que sufren por esta causa. Por lo tanto, aparece el viejo conflicto de Antígona (la disyuntiva entre obedecer la ley de los dioses o la ley humana), en el que se acaba eligiendo la misma opción que la protagonista de la tragedia de Sófocles, aunque el final abierto de la película permita diversas interpretaciones. En este sentido, la escena de la redada, en la que la policía suiza entra en el monasterio y detiene a varios inmigrantes irregulares, esconde una dura advertencia a los espectadores: el cumplimiento de la legalidad puede conducir a la barbarie, como sucedió en el Holocausto y en otros momentos abismales de la humanidad. Cuando lo legal se aparta de lo justo, la desobediencia a la ley (por ejemplo, ofrecer ayuda a un inmigrante para evitar su deportación) constituye la única forma posible de conservar la humanidad en un mundo que camina con los ojos cerrados hacia un futuro incierto, en el que podrían repetirse las atrocidades que Europa conoció en el siglo XX.
Por otro lado, ante la visión de un largometraje como este, uno termina dándose cuenta de que la religiosidad que le enseñaron en la infancia (ese catolicismo tradicionalista y difuso que todavía profesa una buena parte de la población española) es una pantomima repugnante que nada tiene que ver con la radicalidad del mensaje cristiano: un sacrificio por el otro que desafía las normas establecidas y genera rechazo y estupor en los biempensantes, algo que supone “escándalo para los judíos" y "necedad para los gentiles”, como escribía san Pablo en la Carta a los Corintios; y escándalo y necedad, también, para un mundo neoliberal que ha decretado el culto al individualismo salvaje y la adoración perpetua del consumo. En estos tiempos de racismo y de odio al diferente, películas como “Fortuna” se vuelven imprescindibles para comprender la tragedia humana que se esconde más allá de las mentiras de la propaganda mediática sobre los refugiados. A través de los personajes de una historia basada en hechos reales, que encarna las estadísticas de la inmigración en hombres y mujeres sufrientes, el cine puede restituirnos la conciencia de la fraternidad, ese valor cristiano y revolucionario que no sabe de fronteras ni de pasaportes, como un refugio contra el invierno de la humanidad en Europa y en el resto del mundo.