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domingo, 26 de noviembre de 2023

Quédate

Barcos en el puerto de Santa Cruz de Tenerife por la noche. Foto: Ramiro Rosón

(Variaciones sobre un verso del cantante Quevedo)

Quédate, que la noche sin ti duele
y en el barullo de la discoteca
solo percibo, con helada mueca,
la turba fantasmal que me repele.

Quédate, sí: que el mundo no cancele
tus ojos, flores en la duna seca,
ya que mi sed amarga solo peca
deseando que el vodka me consuele.

Quédate, mi espejismo fulgurante,
y así, cuando la música nos una,
cabalgaremos en arcana rueda.

Quédate y ven a mí, fugaz amante,
ya que nos trae la pesada luna,
sobre el asfalto, su intangible seda.

jueves, 23 de noviembre de 2023

El perro

El perro del autor. Foto: Ramiro Rosón

Una tarde luminosa de julio, llegó el perro a mi casa. Desde los tiempos infantiles, mi hermana y yo habíamos deseado tener un perro. Generalmente, queríamos algún perrillo faldero o de raza conocida, como un caniche, un yorkshire o un chow-chow, pues la infancia se rinde complacida al brillo de las apariencias. Sin embargo, mi padre no quería perros porque no le daba la gana y mi madre, sumisa, se plegaba a su voluntad, así que nos privó de la compañía de un animal que podría haberme ayudado mucho, sobre todo para aliviar la sombra del abandono afectivo al que me sometió mi padre y para sentirme un poco menos vulnerable y solo durante los años del instituto, cuando fui salvajemente acosado en las aulas. De este modo, el perro llegó quizás un poco tarde, cuando yo tenía unos veinticuatro años y la tiranía de mi padre menguaba en casa, gracias a los problemas económicos que la pésima gestión de sus negocios nos había causado. Y llegó de pura casualidad, cuando ya habíamos desistido por completo de aquellos deseos infantiles.

Una amiga mía encontró a dos cachorros abandonados en el arcén de una carretera de Las Palmas de Gran Canaria y los adoptó sobre la marcha. Su gran parecido sugería que se trataba de perros de la misma camada, como después confirmarían los veterinarios. Uno de los dos hermanitos no tardó casi nada en conseguir nuevo dueño, mientras ella se quedaba con el segundo. Pasaron algunos meses, mi amiga se dispuso a mudarse a Barcelona, sin que pudiera llevarse el perro consigo, y creó un evento en Facebook para buscarle familia adoptiva, al uso de los tiempos. Enseñé las fotos del perro a mi madre y a mi hermana y decidieron adoptarlo. En esta ocasión, la voz de mi padre ya no contaba para nada. Las circunstancias habían cambiado y la adopción del perro se impuso por mayoría, sin que mi padre hiciera nada para oponerse. Habíamos pasado, sin darnos cuenta, de la dictadura paterna a la democracia familiar.

Sentí una ligera extrañeza la tarde en que el perro llegó a casa. Me preguntaba si se adaptaría bien a su nueva familia –y si nosotros nos adaptaríamos bien a la responsabilidad de cuidarlo–. No coincidía en absoluto con la imagen del perro ideal que me había figurado siempre. Su cuerpo alargado, sus patas cortas, sus orejas semicaídas, llenas de recovecos interiores, y su cola enroscada como el inicio de una espiral me parecían desconcertantes. En general, posee la apariencia de un perro salchicha mediano, con un pelaje azabache en casi todo el cuerpo, salvo en las patas, el vientre y la parte inferior de la cabeza y de la cola, que oscilan entre el marrón café y el blanco. A la altura del pecho, entre las dos patas delanteras, su pelo dibuja una mancha blanca que me sugiere la forma de una estrella de cuatro puntas. En sus tiempos de cachorro, le gustaba morderme suavemente los dedos de los pies, con sus colmillos, y acostarse en el suelo para que le rascase el vientre. De cualquier forma, parecía simpático. No tardó mucho en hacerse amigo de toda mi familia, incluso de mi padre. Cuando yo tenía dos años, un border collie estuvo a punto de matarme, en la casa de unos amigos de mis abuelos, con un mordisco espantoso en la cabeza que me causó una fuerte hemorragia. Aún hoy conservo una entrada en la cabeza que recuerda aquel episodio. No obstante, mi nuevo amigo no me inspiraba ningún miedo ni rechazo. Únicamente algunas razas de perros grandes, sobre todo las creadas para el ataque y la vigilancia, me producen cierto recelo.

Solo cuando llegó el perro comencé a pisar la calle todos los días, hasta conocer cada esquina de mi ciudad como la palma de la mano, en un radio de cinco o siete kilómetros desde mi casa. De este modo, pese a haber nacido en Santa Cruz de Tenerife y pasado la mayoría de mi vida en este purgatorio situado a orillas del océano, no descubrí el rincón de la plaza Alcalá Galiano hasta los veinticinco años. Rodeado por cuatro bloques de viviendas populares y unido con el barrio de Tomé Cano por una discreta callejuela, desde fuera nadie imagina el encanto de esa plaza. Decora el centro del espacio una gran fuente de piedras ocres, desde la que un juego de surtidores brota sin descanso desde las primeras horas de la mañana hasta las nueve de la noche. En torno a la fuente, un emparrado cubierto de buganvillas y algunos arbustos crecidos en cántaros de barro ofrecen sus notas de colores deslumbrantes. Los anchos parterres de las esquinas albergan todo género de plantas: dragos, palmeras, árboles tropicales, helechos, enredaderas interminables, como los potos o la hiedra, y algunos objetos decorativos, como un bernegal o una carreta llena de tiestos de petunias. Según dice una placa de latón clavada en uno de estos parterres, un vecino de la zona se dedicó a cultivar los jardines de esta plaza durante sus últimos años de vida. La profusión vegetal se acompaña con una tranquilidad y un silencio reparadores: en esta plaza semioculta, el movimiento humano se limita a los vecinos que entran y salen de sus edificios, así que se trata de un rincón ideal para sentarse a solas en un banco y quedarse mirando los hilos acuáticos de la fuente, lejos del tráfico y la muchedumbre.

Descubrí la plaza, en buena medida, gracias a mi perro. Nada más crecer un poco, el animal comenzó a comportarse de manera agresiva con sus congéneres, sin que yo pudiera explicarme la causa de semejante cambio. Cuando lo sacaba de paseo al parque de La Granja, a menudo espantaba a los demás perros con sonoros ladridos. Siendo un perro mediano, algunas veces gruñía y ladraba de manera amenazante a los más pequeños, como los bulldogs o los carlinos, y otras veces pretendía abalanzarse y atacar a los mayores y más fuertes, como los pitbulls, los rottweiler, los bull terriers o los pastores alemanes, sin darse cuenta de que esas razas podrían matarlo en cuestión de segundos. Únicamente los grandes daneses, con su enorme tamaño, le imponían tal autoridad que los miraba con cierto miedo. Parecía como si no encontrara su lugar en el mundo variopinto de los perros, en su condición de mediano, y buscara salida a su confusión a través de la agresividad. Solo mostraba simpatía con algunas razas particulares, como los galgos o los podencos. Sin embargo, pronto comenzó también a desatar sus iras con las personas, como si el género canino no le bastara. Por alguna razón desconocida, el perro adquirió la manía de ladrar con furia a los negros, como si le resultaran sombras amenazantes, y me hizo pasar vergüenza ajena en muchas ocasiones. La gente en la calle decía a menudo, para mi bochorno, que se trataba de un animal racista. A veces incluso ladraba a los niños pequeños, lo cual agotaba del todo mi paciencia.

Así las cosas, dejé de salir con mi perro al parque de La Granja y comencé a frecuentar calles y lugares más o menos solitarios para pasearlo, pues no podía permitirme el lujo de pagarle un adiestrador canino para la reforma de sus costumbres. Durante muchos años, lo paseé por la zona de Tomé Cano, la avenida Tres de Mayo y el auditorio de Tenerife, en un camino de ida y vuelta que repetíamos casi todas las tardes. En aquellas idas y vueltas, buscando rincones vacíos de gente, descubrí la plaza Alcalá Galiano. Allí, por lo general, quedaba fuera del alcance de otros perros, gatos, niños, negros y demás objetivos potenciales de sus rabietas. La disciplina de caminar todos los días entre cinco y siete kilómetros, siguiendo el rumbo que yo le había marcado, fue templando su agresividad con el curso de los años y le permitió canalizar su energía desbordante. Ahora, cuando ya se ha convertido en un perro maduro, le he permitido acercarse de nuevo a sus congéneres, pero lo vigilo de cerca para que no se descontrole, pues aún de vez en cuando los despacha con algún ladrido intempestivo. Eso sí, jamás he vuelto a confiar tanto en él como para soltarlo de nuevo en el parque de La Granja.

Otra característica definitoria de mi perro se encuentra en su afición de perseguir animales de otras especies. Por su configuración –una mezcla de rottweiler con beagle–, parece guardar ciertos hábitos de can rastrero, como una afición desmesurada a olfatear toda clase de rincones y cavar pequeños huecos en la tierra fresca, delatando la herencia de sus antepasados: perros cazadores, hechos a sacar conejos y otros animales pequeños de sus madrigueras. No le asustan los roedores y, en algunos paseos nocturnos, cuando ve ratones o ratas en el parque de La Granja, me da tirones de su correa para que le deje perseguirlos. Naturalmente, nunca se lo permito, pues, aunque los roedores llevan las de perder en esa cacería frente a un perro mediano, no quisiera que el mío recibiera alguna mordedura infecciosa de estos animales. Siendo un cachorro, le gustaba perseguir en vano a las palomas, que levantaban sus alas de inmediato al verlo, e incluso se tragaba las plumas que dejan caer estas aves en las aceras de las calles, pero nada más crecer un poco descubrió su deporte favorito: la caza de lagartos y lagartijas.

En los días soleados, cuando los pequeños reptiles asoman de sus escondrijos, mi perro vigila sus pasos en la hojarasca de los parques y los jardines públicos de la ciudad. Levanta sus orejas puntiagudas y semicaídas –sus orejas de elfo o duende–, que empiezan a balancearse de arriba abajo mientras camina, tensa los poderosos músculos de sus patas y aguza la vista para localizarlos. De pronto, cuando se escucha algún crujido más o menos fuerte en la hojarasca, lo cual indica que el lagarto se ha puesto en fuga, alborotando las hojas caídas en el suelo, mi amigo canino quiere lanzarse a la persecución y me tira de la correa con ímpetu desmedido. Tampoco le permito esta forma de caza, aunque me ha sorprendido en dos ocasiones. Una tarde, mientras andaba en el callejón situado tras el bingo Colombófilo, junto al barranco de Santos, cortó de un zarpazo la cola de una lagartija. La cola se quedó brincando en el suelo durante varios segundos, como si poseyera vida propia al margen del animal a quien pertenecía, mientras el perro la miraba con asombro. Otra vez, por la noche, escuché ruidos en el pasillo de mi casa. Me di cuenta de que el perro le había sacado la cola a un perenquén que andaba cerca del zócalo. Mi hermana se llevó al asustado perenquén a la azotea, para que viviera lejos de mi perro. Pocos días después, subí a la azotea de noche y comprobé que el perenquén seguía vivo.

De cualquier forma, el perro compensa los ataques a sus congéneres y otras especies con unos sentimientos casi humanos hacia su familia adoptiva, como si solo se encontrara a gusto cerca de sus dueños. Más de una vez, en aquella plaza recoleta, me senté sobre un banco y me eché a llorar en silencio, mientras el perro, demostrando su humanidad increíble, ponía su cabeza y sus patas anteriores en mis rodillas para consolarme. Lloré cuando no tenía trabajo ni dinero, cuando los problemas familiares me llenaban de inquietud abrumadora, cuando me encontraba lejos de mi exnovia K., enamorado aún hasta los tuétanos, y deseaba tomar un vuelo a Quito para reencontrarme con ella. Y, si el llanto inconsolable crecía, se estiraba para llegar a mi rostro con su cabeza y darme besos con el hocico. No sé si algún vecino curioso de aquella plaza vería mi llanto desde alguna ventana, pero no me importa en absoluto. Si el llanto dejara de esconderse como una vergüenza, si el dolor ajeno saliera a la calle sin miedo, quizá tendríamos un mundo más habitable y decente. A diferencia de la insensibilidad humana, que va aumentando con los años –con justicia Lord Byron llama vano insecto al ser humano en su bellísimo Epitafio a un perro–, la compasión del mío se ha agudizado en su etapa madura, pues me basta sentirme afligido y componer un semblante melancólico para que venga a consolarme, sin necesidad de lágrimas ni sollozos.

Por último, además de la compasión, el perro posee la virtud nobilísima del silencio, si este se entiende como la ausencia de lenguaje articulado. Puede molestar a veces con sus ladridos, gruñidos o quejidos, pero los compensa de sobra con la discreción de un animal que no juzga ni ofende nunca a su dueño, que nunca le dirá ni una sola palabra insolente ni tomará parte en el tráfico de chismes, a diferencia de sus congéneres humanos, que emplean a menudo sus lenguas como puñales. ¿De qué sirven los adornos fonéticos y los meandros polisémicos del lenguaje, cuando solo se utilizan para desgracia del prójimo? Más les valdría a los humanos quedarse ladrando, gruñendo y quejándose como los perros.

jueves, 16 de noviembre de 2023

Dique seco

Barco en dique seco. Foto: Wikipedia

El dique seco muestra las falúas hurtadas
al océano blanco, rezumando su inquina:
cerca baten espumas y la brisa marina
mece un coro fulgente de velas desplegadas.

Hay últimos despojos de naves encalladas,
que se pudren, amargos, con la humedad salina
de este sol impasible que devora y calcina
toda la inútil isla de lavas arrojadas.

Hay linajes marchitos en larga decadencia,
marineros caídos y vástagos enfermos,
que miran los despojos con fatal indolencia.

Y así la inútil isla resulta, sin futuro,
toda una barca seca de malpaíses yermos,
varada ante la imagen del océano puro.

viernes, 3 de noviembre de 2023

El coloso de piedra

El autor, cerca del refugio de montaña del Cotopaxi,
a 4.800 metros de altitud. Foto: Ramiro Rosón

«El martes de carnaval, A., su amigo y yo nos encontramos a las puertas de la estación de trolebús de El Ejido, junto al edificio del Instituto Ecuatoriano de la Seguridad Social, donde trabajaba mi novia de entonces. Alegando compromisos familiares, ella no había querido venir conmigo. Los tres fuimos a desayunar algo en unos puestos de comida cercanos, tomamos el trolebús y llegamos a una estación de buses situada al sur de Quito. Desde allí tomamos un bus que nos llevó hasta las cercanías del Cotopaxi. Recuerdo que ese bus nos dejó en el arcén derecho de una autopista y, como no había ningún paso de peatones, cruzamos la autopista con sumo cuidado para llegar al arcén izquierdo, en el cual un camino de tierra conducía hasta una especie de aparcamiento donde se encontraban algunos taxistas. Allí A. y su amigo hablaron con un taxista indígena y le preguntaron cuánto nos cobraría por hacernos un viaje de ida y vuelta al Cotopaxi, con la condición de que nos esperara mientras subíamos y bajábamos del volcán, pues ningún transporte público llegaba hasta la zona y los pocos taxis disponibles se rifaban entre los turistas. Dejé que hablaran ellos para negociar el precio, pues a los extranjeros se les cobra más en estos casos, y el taxista nos pidió un total de treinta dólares. Conformes con el precio, nos subimos al coche y empezamos el viaje. Seguimos una carretera entre páramos andinos hasta el control de acceso al parque. Un guardia pedía las cédulas de identidad o los pasaportes a los visitantes, pero, como conocía al taxista, lo dejó pasar sin identificarnos.

Atravesamos una larga plantación de pinos en el fondo de un valle, que, según decía una cartela sostenida con un palo cerca de la carretera, pertenecía a la empresa Maderas del Cotopaxi, y alcanzamos una llanura desde la que podía verse nítidamente el coloso de piedra. Entramos en un puesto de información para turistas, en el que se vendían suvenires y otros artículos, y compré varios caramelos hechos con extracto de hoja de coca. A. y su amigo me los recomendaron para combatir el soroche (así llaman los ecuatorianos al mal de altura). Abrí el papelito que envolvía uno de estos caramelos, observé con curiosidad su tono verde esmeralda y me lo comí de unos cuantos bocados, mientras guardaba los demás para el camino. No percibí nada fuera de lo común, pero sí notaba que aquellos caramelos reducían un poco la fatiga que generan los Andes. Llegamos a la base del Cotopaxi y nos encontramos dos caminos de subida: una vía recta sobre una dura pendiente, más corta y más agotadora, y un sendero dibujado en zigzag sobre las faldas del monte, más prolongado pero menos dificultoso. El sentido común y mi falta de experiencia con las montañas andinas motivaron que nos decidiéramos por el segundo. Recordaré siempre aquel ascenso como una de las experiencias más impresionantes de mi vida. No tardé en padecer el soroche, con sensaciones de fatiga y de cierto mareo, e incluso la vista se me nubló por segundos en varias ocasiones. Mis amigos ecuatorianos, más acostumbrados a las alturas que yo, seguían el camino con mucho menos esfuerzo. Me detuve en un tramo del camino, temiendo que no pudiera alcanzar el refugio de montaña, y un hombre que subía por allí, de acento cubano, me recomendó que mirase el horizonte de espaldas al coloso de piedra, pues según parece la visión de la montaña aumenta la sensación de mareo. Seguí su consejo y, pasados cinco minutos, me sentí mucho menos fatigado. Subí el resto del camino despacio para no fatigarme de nuevo, mientras A. y su amigo me esperaban cerca del refugio.

Cuando llegué a donde me esperaban, un cartel de madera informaba sobre la altitud del sitio: “4.800 metros”. Miré de cerca la cumbre, con su forma de cono cubierto de hielo y nieve, y me quedé arrobado ante la imagen de aquel santuario blanco de los Andes, como quien visita las catedrales góticas o los palacios del renacimiento. Había llegado a la zona de nieves perpetuas. En esa mañana de clima inestable, ráfagas de bruma y sol danzaban en torno a la cumbre, matizándola con sombras plateadas o fulgores blancos en cuestión de minutos. Pedí que me sacaran una fotografía en que se me viera ante la cumbre y el cartel, como testimonio de aquella jornada increíble. En aquella zona me percaté de que, una vez hecho el gran esfuerzo de la subida, me había aclimatado a la alta montaña. Por fuera del refugio, un grupo de norteamericanos rubios y blancos, vestidos con equipación de montañeros, realizaban una parada en su camino hacia la cumbre. Allí terminaba también el otro sendero, la vía recta sobre la pendiente que habíamos descartado. En ese momento vi una mujer ecuatoriana, una mestiza casi indígena, que había subido por esa cuesta infernal y se detuvo a pocos metros del refugio de montaña, pues el soroche le impedía seguir subiendo. Jadeante, decía con angustia: “No puedo más; no puedo más”, y tuvo que desandar el camino hacia abajo. A., su amigo y yo continuamos un poco más la subida hasta los muros de hielo de los glaciares, más o menos a los cinco mil metros de altura. Allí nos vimos obligados a pararnos, pues en los glaciares el camino solo puede llevarse a cabo con equipación de montañero. Pensamos en quedarnos allí a jugar con la nieve, en una suerte de retorno a la infancia, pero una densa ráfaga de bruma descendió sobre el paraje y decidimos emprender la bajada para no perdernos en aquella cumbre.

A medida que dejábamos atrás la bruma, contemplamos una grandiosa perspectiva del Sincholagua, un volcán algo más bajo que el Cotopaxi, y de los páramos andinos. Jamás he sentido la amplitud del horizonte como en aquella jornada. Los colores de la tierra –ocres y pardos macilentos o rojizos– se extendían sin límite bajo un azul celeste de pureza sobrecogedora. He visitado muchas veces el Teide en Tenerife y he visto el océano Atlántico desde sus estribaciones, pero el volcán tinerfeño parecería una diminuta colina frente a aquellos titanes de roca. Más tarde, cuando regresamos a la base del volcán, el taxista nos estaba esperando con suma paciencia. Nos dijo que habíamos tardado más que la mayoría de la gente, lo cual podría deberse al gran esfuerzo que me costó la subida. De cualquier forma, nos condujo desde aquella zona hasta la laguna de Limpiopungo, una masa de agua desde la cual, en días calmos y despejados, puede verse la imagen invertida del Cotopaxi como si de un espejo se tratara.

Cruzamos un enorme llano situado a los pies del volcán, donde retozaban pequeños grupos de caballos y yeguas salvajes, así como vacas y toros de lidia asilvestrados. Aquellos equinos de colores terrosos, miembros fuertes y cruces no muy altas, cubiertos de una ligera lana que se espesaba en sus cuellos y sus grupas, vivían en absoluta libertad a la sombra del coloso de piedra. Sus trotes audaces y sus miradas elocuentes me impresionaban con su orgullo de forajidos, inasequibles a las riendas, los bocados, las sillas de monta y la demás parafernalia que los homínidos han inventado para someterlos. Mucho menores en número, los toros de lidia pacían mansos entre sus rebaños de vacas, negros y majestuosos como sultanes en serrallos bovinos. Lejos del espectáculo sangriento de las plazas de toros, allí disfrutaban de una paz vitalicia, que solo podía alterarse de vez en cuando con los rugidos o los espasmos del volcán. A., su amigo y yo nos dirigimos a ver aquella laguna de cerca. El agua permanecía como una lámina casi del todo inmóvil, apenas ondulada por algunas ráfagas de viento pasajeras. Entre los carrizos de las orillas, observé numerosos pájaros de cuerpos blancos y cabezas negras que me llamaron la atención. Se trataba de las gaviotas andinas, una de las pocas especies del género de las gaviotas que se han adaptado a las zonas de alta montaña. Acostumbrado a las gaviotas oceánicas de mis islas natales, aquella estampa me resultaba increíble.

Terminada la visita a la laguna, el taxista nos dejó en el mismo aparcamiento donde lo habíamos encontrado y esperamos un bus en una marquesina a pie de carretera. A. sugirió que fuéramos a comer a Latacunga, una ciudad situada a pocos kilómetros de aquellos parajes, y los demás aceptamos la idea. Cuando llegamos a la estación de buses de Latacunga y salimos a la calle, algunos grupos de jóvenes estaban haciendo lo que llaman los ecuatorianos “jugar carnaval” (es decir, lanzar cubos de agua a los desprevenidos transeúntes desde carrozas festivas), aunque en los últimos años las autoridades municipales han comenzado a sancionar esta mala costumbre con multas. Fuimos esquivando con suma destreza a los guasones carnavaleros, hasta que vimos un asador de pollos en las cercanías de la estación y decidimos comer en aquel sitio. Sobre las seis y media de la tarde, no mucho antes del ocaso, tomamos un bus de vuelta a Quito para finalizar aquella jornada memorable. Aún podía verse el Cotopaxi desde la carretera».

(Fragmento de diarios inéditos, correspondientes al mes de marzo de 2019)

miércoles, 1 de noviembre de 2023

Bentor

El mencey Bentor. Estatua en bronce de Carmen León.
Icod el Alto (Tenerife). Foto: Flickr

La virgen isla, como reino blanco,
duerme sobre el océano calmoso.
Palacio de cristal, en sus pinares,
que se vuelven azules a distancia,
toca los altos límites del cielo
con la diáfana torre del Echeyde.
No soñarán con vista más grandiosa
los ojos que la miren y distingan
apenas dos azules diferentes
en océano y cielo, resplandores
de gemas, como párpados abiertos
al espacio sin límite del cosmos.

Después de que el impávido Fernández
de Lugo me venciese en Acentejo,
no me queda futuro ni esperanza.
Desde la fría roca de Tigaiga,
nada quiero. Rechazo las promesas
de la amarga corona de Castilla.
Nunca seré un hidalgo castellano
con el peso mortal de la vergüenza
de vender a mi pueblo, de venderme
sin dignidad, a cambio de refugio.
Apóstata y hereje, yo rechazo
su dios incomprensible, sus iglesias
como sepulcros lóbregos. Mis dioses
no tienen más altares que las rocas
donde se vierte leche de las cabras
en ofrenda a Magec, un sol invicto,
y Achamán, el supremo de los dioses,
oye las rogativas de su pueblo.

Pero los castellanos, en su furia,
no borrarán del todo nuestras huellas.
Incluso muerto, no me iré del todo.
Aunque espadas y cruces lo sometan,
discurrirá mi sangre, dulcemente,
bajo las mudas venas de mi pueblo
y hasta los gritos de mi voz, lejanos,
emergerán de sus dormidas bocas,
recordando los ecos de mi lengua.
Tal vez alguna aurora lo despierte,
vengándome pacífica, sin armas,
y al mundo cante su fatal historia
para que nadie más usurpe nunca
su tierra, su derecho, su palabra.

Mi edad se terminó. Me voy a solas.
Adiós, mi virgen isla. Adiós, volcanes
y espumas del océano. ¿Quién sabe
si en otra vida pisaré de nuevo
tus arenas y cumbres? Al caerme,
fecundaré con sangre tus barrancos,
enamorado fiel de tus abismos,
y, si aprovechan los impíos guirres
mi carne, mi esqueleto, blanco y mudo,
seguirá confesando sus amores
bajo la tibia luz de tus mañanas.

martes, 31 de octubre de 2023

Contra Jerusalén

Vista de Jerusalén con el monte del Templo y la cúpula de la Roca. Foto: Wikipedia

Los antiguos, con lúcida ironía,
pacífica ciudad te bautizaron,
presagiando las armas que sonaron
sobre tus mudas calles a porfía.

Tres lunáticos dioses, en orgía
de mística y de sangre, te incendiaron,
pues la santa discordia que sembraron
se fortalece en la piedad impía.

Jerusalén, amante del abismo,
tú rebosas un cáliz de egoísmo
del que beben su tumba los humanos.

Cuando seas cadáveres y escombros,
no bajarán los dioses, en tus hombros,
a tu fiesta de cuervos y gusanos.

Jura

Las meninas. Grupo escultórico en bronce de Manolo Valdés.

Si quieres tu sinecura,
jura, princesita, jura.

Que, mirando tu figura,
no suben los mercaderes
hipotecas y alquileres
a los pobres con soltura:
jura, princesita, jura.

Que la intemperie más dura
no toca a los marginados,
que son todos cobijados
en casa buena y segura:
jura, princesita, jura.

Que, sin llanto ni amargura,
se calma la tremolina
de Israel y Palestina,
buscando paz y cordura:
jura, princesita, jura.

Que deviene, con holgura,
plurinacional España,
pisando la negra saña
de la infame dictadura:
jura, princesita, jura.

Que el emérito se cura
de escándalos humillantes
y, sin lúbricas amantes,
en el desierto madura:
jura, princesita, jura.

Que, republicana y pura,
la constitución gobierna,
con felicidad eterna,
con apacible mesura:
jura, princesita, jura.

domingo, 1 de octubre de 2023

El Escorial

Patio central de El Escorial. Foto: Ramiro Rosón

Con ley de matemática severa,
domó la piedra informe Juan de Herrera
y el monasterio, salmo de granito,
levanta su oración al infinito,
rozando los absortos encinares
con su muda sonata de sillares,
pues Antonio Soler, en sus confines,
aún toca lejanos clavecines.

lunes, 4 de septiembre de 2023

Episodios vecinales

Parada de tranvía de Puente Zurita. Fuente: Wikipedia

Sobre las once menos cuarto de la noche, en el barrio de Salamanca, las inmediaciones del Puente Zurita despiertan de su oscura somnolencia con el sobresalto de unos alaridos salvajes. Dos indigentes drogadictos, ambos peninsulares, discuten a grito pelado. El primero, que lleva un pañuelo rojo en la cabeza y una muleta en el brazo derecho, aunque parece caminar sin muchas dificultades, acusa al segundo, un tipo alto y rubio que ya cuenta con un largo historial de altercados en la zona, de haberle agredido para robarle algo. Como disparos de metralleta, se sucede una ráfaga de insultos del primero hacia el segundo: “ladronzuelo”, “hijo de puta”, “maricona de mierda”, “te voy a matar”, etc. Algunos perrillos del vecindario, nerviosos, ladran al oír semejante chaparrón de palabrotas. La refriega verbal no cesa hasta que los gritos se pierden cuesta arriba y en lontananza, como si los contendientes subieran al cercano barrio de La Salud.

Unos quince minutos más tarde, el hombre de la muleta reaparece en la parada de tranvía de Puente Zurita y entabla otra discusión con una mujer que espera el próximo convoy entre un grupo de pasajeros. En su ataque de furia, le dirige toda clase de lindezas: “hija de puta”, “subnormal”, “gilipollas de mierda”, etc., mientras ella no se amilana y le responde. Pasados unos dos o tres minutos, el hombre y la mujer se cansan de lanzarse improperios y retorna a las calles el silencio general de esta hora. Una vez que el tranvía llega y se marcha con los pasajeros, el hombre comienza a deambular de un lado a otro sobre los pasos de cebra de la zona, gritando porque no tiene teléfono móvil y ninguno de los transeúntes, alarmados por su ataque de furia, quiere prestarle el suyo para llamar al 112: “¡subnormales!”, “¡hijos de puta!”, “¡esto es una emergencia!”... Irrumpe en el bingo Colombófilo y exige a una chica de recepción que llame a la policía: “¡Idiota! ¡Te estoy diciendo que llames a la Policía Nacional!”... Sin embargo, la chica guarda silencio, intimidada por la actitud agresiva de este personaje. Acto seguido, el hombre levanta su muleta como un arma y da un sonoro golpe con ella sobre el mostrador de marmolina de la recepción del bingo. Alguien llama finalmente a las fuerzas del orden, pues estas se personan algunos minutos después en el lugar de referencia, con un coche de la Policía Local y una furgoneta de la Policía Nacional. Supongo que se llevan al sujeto, pues a partir de este momento no se escuchan más voces ni gritos en toda la noche.

Con la mansedumbre típica de los pueblos colonizados, el vecindario no suele quejarse de nada a las instituciones públicas, aunque estos hechos resulten cada vez más habituales. Algunos vecinos se limitan a demandar más policías de Pascuas a Ramos, pero los caídos en la marginalidad necesitan viviendas en condiciones dignas y alguna ocupación que los ayude a salvarse de las recaídas en sus adicciones. El colapso de un albergue municipal a cuyas puertas se reúne todos los días una muchedumbre de indigentes, entre los cuales existe cierto número de sujetos agresivos que amenazan e intimidan al resto, no ofrece ninguna alternativa para la rehabilitación social de estas personas. En cambio, toda la ciudad se entrega sin reparos a la especulación inmobiliaria, con el bum de los alquileres turísticos, y a pocos metros del lugar de los hechos, detrás del bingo Colombófilo, se construye un disparatado edificio residencial de lujo. Ante la abulia de los políticos tinerfeños en relación con estos episodios vecinales, sospecho que surgirá en algún momento un sagaz empresario que venda las peleas entre los drogadictos de la zona como una atracción morbosa para los turistas que vienen a Santa Cruz de Tenerife, con un estilo semejante al turismo de favelas de Río de Janeiro. “¡Disfrute de un viaje al corazón de la marginalidad más auténtica!”, rezarán los folletos publicitarios entregados al pie de los cruceros en el puerto de la ciudad. Pase lo que pase, todo sigue normal en el barrio de Salamanca.

El oso regicida

El rey Favila combate con un oso. Cuadro de autor desconocido.
Fuente: Twitter

(Fábula burlesca sobre la muerte del rey Favila)

Damas y caballeros,
hablando con satírica dulzura
y en términos ligeros,
permitan que les narre la aventura
del corajudo rey de los astures,
Favila, inútil hijo de Pelayo,
temible como rayo,
pues, desoyendo todos los augures
que le daban presagios de su muerte,
se coronó de gloria,
jactándose de fuerte,
y en su real hazaña venatoria
su espíritu ardoroso
conoció las mandíbulas de un oso.

Dos años tuvo solo de reinado:
sin más ocupación que la pereza,
no buscó lauros de marcial proeza
ni galones ilustres de soldado.
Y apenas ocultaba, descarado,
su molicie perruna:
sobre su trono, bien aposentado,
consumía la próvida fortuna
que su padre labró con sus fatigas
y victorias audaces,
machacando las testas enemigas
de moros pertinaces
con los que se fajaba sin desmayo.
No olvidemos, en fin, que de Pelayo
los monjes mentirosos,
maestros en arengas y soflamas
de tonos ampulosos,
crearon una tonga
de leyendas, con épicas y dramas,
y vistieron de tintes fabulosos
la batalla menor de Covadonga,
pueril escaramuza
donde el famoso rey de los cristianos,
desatando las iras de Munuza,
corrió de los parajes asturianos
a cuatro gatos moros,
no como dicen los enormes coros
de píos charlatanes
con verbo de florido papagayo,
según los cuales encaró Pelayo,
con bélicos afanes,
una hueste de ciento ochenta y ocho
millares de soldados musulmanes.
¡Qué labia de católicos gañanes!
¡Menuda trola, digna de Pinocho!
Ni siquiera apilados
cabrían tantos moros derrotados
en el Auseva, pedregoso monte:
de reunirse tamaña soldadesca,
no podría ni verse el horizonte
donde pasó la historia novelesca.

Favila se cansó de que las gentes
hablaran de su padre noche y día,
narrando sus hazañas imponentes,
y algún mérito vano perseguía
para lucirse un poco,
desatando sus ínfulas de loco.
Y en estas el monarca venerando
se pasaba las horas cavilando
con su angosta sesera:
“La gente, sin piedad, me considera
vástago oscuro de famoso padre…
y en su comparación a nada vengo.
¿Habrá alguna proeza que me cuadre,
para darme la fama que no tengo?”
Cuando tales ideas angustiosas,
como sombras odiosas,
ocupaban sin más el regio tolmo,
la nobleza asturiana parecía
quejarse de su abulia, para colmo:
“Favila, si en verdad eres un hombre
de gótico linaje y valentía,
de cojones bien puestos,
haz algo que sin duda nos asombre.
Demuéstranos tu hombría,
sin delicados gestos,
en una gesta digna de tu nombre.
De tu gran padre imita los arrestos,
las ínfulas de macho,
la santa reciedumbre,
con alguna machada que deslumbre,
de rondón, a nobleza y populacho”.
Y así Favila, dócil e iracundo
siervo de tanta rumorología,
pensó una temeraria montería
para ganarse el crédito del mundo.
Para tales hazañas
no bastaban las presas habituales:
hacían falta grandes alimañas
o bestias colosales.
Quizás un cortesano malicioso,
deseando su muerte,
le contara la fábula de un oso
que temían los pobres campesinos,
para que el rey, jactándose de fuerte,
lo hostigara a través de los caminos.

Cuando una tarde conversó Favila
con su esposa, la cándida Froiluba,
sobre sus intenciones,
ella saltó de nervios, intranquila,
gritándole: “¡Borracho como cuba
pareces! ¡Ven! ¡Atiende mis razones!
¿Cómo dices? ¿Te irás en pos de un oso?
Con fútil osadía
te matarás, imbécil impetuoso.
Tu mala puntería
solo derrota míseros venados
o magros jabalíes.
¡Déjate ya de historias baladíes
y escucha mis consejos y cuidados!”
En ese grave instante,
con ánimo chulesco y arrogante,
se dispuso Favila con adarga
de roble, fina y larga,
y al pálido semblante
de su esposa, que en vano, sollozante,
solicitaba un gesto de prudencia,
Favila aulló, rabioso de impaciencia:
“¡Déjame solo! ¡Cállate, Froiluba!
Quieras o no, me iré de montería,
para que el empinado cerro suba
tal oso y logre darle cacería.
Si no demuestro ya mi valentía,
fatigando los ásperos caminos
y los ancianos robles
con mis armas, en busca de la fiera,
¿qué dirán de su rey los campesinos
y los ilustres nobles?
¿Qué fortuna me espera?
Si no incremento mis escasas glorias
con artes venatorias,
han de caerle sátiras e injurias
al soberano de la gran Asturias”.
Pero Froiluba, siempre diligente,
le replicó de nuevo finalmente:
“¡Cállate, machirulo!
Si te rompes el culo,
no seré yo quien haga tu vendaje,
y al cabo, si te mueres en el viaje
de tan descabellada montería,
que te llore la imbécil de tu tía”.

Favila desmontó de su caballo,
con ínfulas indómitas de gallo,
y al fin subió la senda pronunciada
sobre el áspero cerro
donde el oso tenía su morada.
Sin casco ni armadura,
jadeante marchaba como perro,
bordeando la fértil espesura
con ansiosa premura,
y en esa loca búsqueda, celoso,
frenó solo su pie voluntarioso
cuando la imagen del indócil oso,
que le causaba su mortal desvelo,
pasó pisando lejos, entre sombras,
las crujientes alfombras
de caídos otoños en el suelo.
Dejó Favila que su halcón volara,
pensando que de nada le servía
ligera pluma contra denso pelo,
y al oso decidió plantarle cara
con sonoro despliegue de energía,
solo, sin más ayuda
que el pavés y el acero que blandía
con su mano desnuda.
Salió de frente el rey de la machada
y agredió con el hierro de su espada
feroz al bruto, cerca de su pecho,
para dejarlo pálido y maltrecho,
pero nada sabía del impulso
del úrsido furioso,
que respondía, trémulo y convulso,
con afanes de púgil rencoroso.

La bestia le informó, desavenida
con la sangre de tal acometida:
“Si tú me hieres, hoy te despedazo
de un solo manotazo
y así terminarás tu mala vida”.
Con iracundos ánimos, despierto,
gritó Favila: “¡Tú serás el muerto!”,
y entonces, abrazándolo furioso,
concluyó sin retóricas el oso:
“Yo comprendo, Favila, que me caces
a lo tonto, sin armas o secuaces,
pero, ya terminada
la inútil emboscada,
como rey honorable que se precie,
deberás compensarme la jornada,
si no con tu dinero, sí en especie,
de forma que, rompiéndote el gaznate,
desnucaré tu oronda
figura de pesado botarate,
y así pondré final a tus locuras
para dejarte en osamenta monda.
No probaré tus negras asaduras:
que las coman gusanos apestosos,
pues la carne de reyes y de curas
empacha hasta a los osos.
Un día matará a mis descendientes
otro monarca más degenerado,
pero tú, desalmado,
caes hoy en mis uñas inclementes
y pagas en letales moretones
futuras cacerías de Borbones.
Dígalo Mitrofán, el oso ruso
que bajo los abetos boreales
conocerá la muerte, mareado
con vodka y miel, en criminal abuso,
de la mano de guardas forestales,
y andará a trompicones, engañado,
para que en ese día tenebroso
Juan Carlos, un emérito mafioso,
baldón eterno de su dinastía,
le dé cuatro balazos
y al abatirlo, sádico, se ría”.

Tras hacerle sus ínfulas pedazos
al rey de los astures, aquel oso
lo noqueó de varios manotazos
y luego, con el filo pavoroso
de sus dientes ariscos,
en el torso, las piernas y los brazos
le produjo señales y mordiscos.
Entonces, con olímpica arrogancia,
marcando su distancia
con ese rey de grácil opereta,
se retiró, sin más, y en la cuneta
lo dejó magullado,
para que se muriese desangrado.
¡Oh, real pasmarote!
¡Oh, víctima infeliz del patriarcado!
Si no te hubieras dado
tantas ínfulas vanas de machote,
quizás habrías muerto sosegado,
sobre cálido lecho,
sin más congojas que las necesarias,
y no como varón de rudo pecho,
malográndote en lides temerarias.
Mira cómo, sin más, el camposanto
se puebla con valientes animosos,
que dejan solo llanto
sobre los mausoleos ampulosos,
mientras anda sin penas el cobarde
y a su tumba, remiso, llega tarde.

sábado, 26 de agosto de 2023

Teorema

El violín de Ingres (1924). Fotografía de Man Ray.
Fuente: Wikipedia

Mi carne sea máquina de goce,
recipiente de lúbricos anhelos,
y solo ponga límite de vuelos
para que su lujuria no destroce

ni la fogata indómita ni el roce
de los cuerpos unidos, entre velos
de sábanas elásticas, de cielos
que ningún ángel busca ni conoce.

Mi carne sea búcaro suntuoso
que se colme de vino licoroso,
caros ungüentos, vírgenes aceites,

y al fin, cuando la muerte lo sacuda,
recuerde la cerámica desnuda,
con su leve perfume, sus deleites.

Perseidas

Una Perseida cruza el cielo junto a la Vía Láctea. Foto: Wikipedia

Subí al ingente volcán,
donde nacen las retamas,
encrespadas como llamas
o vórtices de huracán,
y constelaciones dan
oráculos con asertos,
a buscarme en los desiertos
de su caldera silente,
sobre su mole yacente
y oscura como los muertos.

Bajo la noche pasaban
asteroides fugitivos,
halcones de piedra vivos
que raudamente volaban,
y mis ojos admiraban,
ahítos de transparencia,
la indetenible presencia
de las hijas de Perseo,
que en un solo parpadeo
consumen su refulgencia.

Y pensé: ¿no soy, acaso,
con el eco de mi voz,
una Perseida veloz
que lanza chispas al raso,
quemándose en cada paso?
De serlo, también asumo
que soy hermano del humo,
pues, aunque nadie lo vea,
mi corazón parpadea
si en latidos me consumo.

Tanto fuego me circunda
que no me importa si nadie
me sigue mientras irradie
mi estela, meditabunda,
su tenue luz infecunda.
¿Qué saben de mí los astros,
lápices que dejan rastros
en folio negro de noche,
con ese inútil derroche
de nácares y alabastros?

De sus lejanas alturas
caen miles de Perseidas
y recogen las nereidas,
entre las olas oscuras,
átomos de luces puras.
Quizás, en la madrugada,
las aviste la mirada
limpia de los pescadores,
cosechando sus fulgores
en la tersa marejada.

domingo, 30 de julio de 2023

Urano

Fotografía del planeta Urano. Fuente: NASA Space Place

Planeta de fulgores opalinos,
topacio de enigmáticos azules,
el cosmos adelanta sus caminos
para que en grácil órbita circules

y, con súbita fuerza, te liberes
como rebelde loco de los mundos,
para que viejas normas y poderes
acaben como reyes moribundos.

Herschel te vio, cortando la penumbra
con su gran telescopio, desvelado,
pero tu influjo, que la historia alumbra,
no lo supo su mente de ilustrado.

Tú anunciabas las épocas audaces
de la revolución y sus proclamas,
un tiempo de filósofos tenaces,
de panfletos, libelos y programas.

En París alumbraste de sorpresa
la rebelión, tomando la Bastilla,
y a tu lado cantó la Marsellesa
la gente más indómita y sencilla.

Luego Napoleón, a cañonazos,
la mayoría dominó de Europa,
tornando sus fronteras en pedazos
con la gallarda marcha de su tropa.

Hegel soñó, con grandes pensamientos,
la marcha del espíritu absoluto,
y en lógica de firmes basamentos
el arcano ideal rindió su fruto.

Beethoven, el Orfeo de tal era,
compuso la novena sinfonía,
y al eco de su trágica sordera
cantó la humanidad con alegría.

Todo un mundo cayó, súbitamente,
mientras el nuevo mundo, mal despierto,
mostraba, con su imagen reluciente,
que lo vivo se crea de lo muerto.

Y así también forjaste, gran Urano,
las pasiones de Safo clandestinas
y Antínoo desnudo, con Adriano,
disfrutó de caricias masculinas.

Apolo se distrae con Jacinto,
si marcan el espacio tus fulgores,
y al margen de Yavé, según su instinto,
David a Jonatán regala amores.

Lo insólito, lo nuevo y diferente
nace bajo tu esfera misteriosa;
la inspiración del genio disidente
siembra contigo su imposible rosa.

Tú imaginas la sombra del artista,
demiurgo de infinitos universos,
y en palacios de virgen amatista
reúnes a los ángeles dispersos.

Alientas llamativas disonancias,
con formas y colores inusuales,
y, navegando cósmicas distancias,
marcas horas de cambios generales.

En tu lágrima azul, profundo Urano,
cristalizan mis leves pensamientos
y si me guías, como dios lejano,
diré tus alabanzas a los vientos.

viernes, 14 de julio de 2023

Apátrida

Pasaporte apátrida (iniciativa creada por la editorial La Vorágine).
Foto: El Diario Montañés

Si en toda tierra soy un desterrado
y en la mía lo soy más que en la ajena,
pues el mundo se ríe de mi pena,
la de siempre saberme inadaptado,

sin arraigo posible ni soñado,
mi corazón apátrida resuena
como la sangre de maldita vena,
como gitano y moro despreciado.

La humanidad entera me resulta
falange loca, ciega turbamulta,
y un alma afín apenas hoy encuentro.

¿Dónde está mi país? ¿Acaso fuera
de este mundo? Su arcana primavera
fluye, como la sangre, bien adentro.

jueves, 13 de julio de 2023

Contemplación

Gaviota en vuelo. Fuente: FreeImages

Olvida los rumores de las gentes;
olvida ya sus pleitos enojosos
y batallas domésticas; olvida
los insaciables tráficos del mundo
y eleva corazón y pensamiento,
bajo la gran quietud, a las estrellas,
al menos un minuto, sin reparos.
Y, como si tu vida solo fuese
contemplación, elévate sin pausa
ni miedo, como un ave migratoria
que surca los océanos tediosos.
Notarás que el minuto se eterniza,
negando su virtud a los relojes,
que los ocasos lánguidos parecen
resplandores en albas inmortales,
y que la noche más profunda luce
clarísima, fulgente, cegadora.

miércoles, 14 de junio de 2023

Une barque sur l'océan

Barca sobre un mar en calma. Fuente: Best-wallpaper.net

(Homenaje a Maurice Ravel)

Una barca de música, liviana,
flota sobre el océano canoro,
como vacío cofre del tesoro
que lega su riqueza a la mañana.

Cobra la forma de ilusión arcana
que Ravel, con suavísimo decoro,
teje en hilo sutil de espuma y oro
que la mano del músico devana.

Si las cadencias de la bruma tienden
arpegios de mareas en el viento,
finos cabellos de nereida pura,

las olas, bajo tenue sol, esplenden
y sobre el piano, líquido instrumento,
se marca su infinita singladura.

lunes, 12 de junio de 2023

La barcaccia

Plaza de España y fuente de la Barcaccia.
Foto de Jan Christopher Becke. Fuente: Posterlounge

(A John Keats)

Al pie de la inmortal escalinata
y a la sombra de iglesias y palacios,
la fuente, como nave hecha de plata,
susurra su canción a los espacios
de la noche, soñando con auroras,
y en su calmado flujo se relata
la inquietud y el anhelo de tus horas.
Lejos queda la noche de neones,
bares y discotecas;
hay otra noche, más hermosa y pura,
la que va confesando sus canciones
a mis pupilas frías y resecas
en esta larga soledad oscura.

Cónsules, presidentes y togados,
cardenales, pontífices, monarcas
e ilustres de variada procedencia
llenan Roma de túmulos dorados,
pero tu fuente, reina de las barcas,
inmortaliza tu genial presencia,
pues en el canto líquido murmuras
y más que todos ellos hoy perduras.
Hoy, anhelante siempre, siempre joven,
la noche impide que los años roben
a los años el oro
de tu imaginación arrebatada,
que guardas, como fúlgido tesoro,
con letras inmortales condensada.
¿Puedes hablarnos, corazón canoro,
de qué valen pesados monumentos
y que el mármol oprima
la tierra con sillares o cimientos,
cuando no los anima
con ágiles acentos
la forma del espíritu errabundo?
Tu luminosa habitación de Roma
dio cabida a tus últimos alientos,
ruiseñor imposible de este mundo
que en soledad asoma,
gran alondra maestra de los vientos.
Solo tu juventud entristecía
la tisis, como fúnebre carcoma,
presagio de la muerte más umbría.

Pero, sin más preámbulos, ocioso
de infatigable empeño,
bajo la noche pálida te sueño,
John Keats, y tu silencio misterioso
deviene poesía,
cuando la fuente, siempre delicada,
rememora a la tersa madrugada,
con leve melodía,
que, si en el agua se escribió tu nombre,
manda tu diosa, la melancolía,
que su música asombre
y estremezca a la muerte,
desatando sus lágrimas al verte.
Pues al fin, aunque todo sea ruina
y el trabajo del mundo se derroche,
tu palabra de forma cristalina
resonará de noche,
como fuente de virgen alabastro,
con la sombra magnífica de un astro.
La belleza es verdad y viceversa,
como luz en la atmósfera dispersa,
y en la noche, buscando solo un rastro
de su tenue fragancia,
mi deseo se pierde en la distancia.

viernes, 2 de junio de 2023

Plegaria yolandista

Yolanda Díaz junto a una fotografía de Dolores Ibárruri,
“la Pasionaria”. Fuente: ABC

(Oración laica a Yolanda Díaz, ante la derrota de la izquierda en las elecciones autonómicas y municipales del 28 de mayo de 2023 y la inminencia de las elecciones generales del 23 de julio del mismo año)

Contra la Ayuso, que en su mal acecha
todo un país que necesita moly,
que vota a Circe, como buen panoli,
queriendo suerte mísera y estrecha,
para que no se imponga la derecha,
sálvanos hoy del infortunio, Yoli.

Si España pide, loca desatada,
látigos de banquero, juez y poli,
traza amapolas cárdenas a boli,
despreciando la noche encarnizada:
con la suma a la izquierda conjurada,
sálvanos hoy del infortunio, Yoli.

Cuando gritan los fachas en polaco
y apestan a guisote de ravioli,
que la izquierda presume de finoli
mientras echa su afán a roto saco,
solo tú, la discípula de Graco,
sálvanos hoy del infortunio, Yoli.

jueves, 1 de junio de 2023

Descreimiento

Rosa marchita. Fuente: Pinterest

Ha mucho que me siento descreído,
sin fe real en Dios o los humanos:
todos han roto mi confianza, vanos,
para dejarme solo y abatido.

Todas mis ilusiones han caído
con furia, desgarrándome las manos,
y a mis gritos impuros y lejanos
el santo cielo ni tembló, dormido.

Y ahora sobrevivo como puedo,
cínicamente, falto de ilusiones,
huyendo la catástrofe y el miedo.

Soy mercenario de mi propia vida,
pues logro, con ilógicas razones,
que demore la muerte su venida.

sábado, 20 de mayo de 2023

The great gig in the sky

Portada del álbum The Dark Side of the Moon. Fuente: Wikipedia

(Un cosmonauta imagina su muerte en el espacio, mientras escucha a Pink Floyd)

¿Cómo será la muerte en el espacio?
¿Cómo será su gélido sepulcro?
Dicen los cánticos humanos
que la muerte no rige en las alturas,
pero… ¿cómo sería mi destino
si mi nave se prende fuego,
si un meteoro la destruye,
si me quedo, sin más, a la deriva?
Sería, sin ambages,
un enorme espectáculo celeste,
luminosa tragedia
como detonación de supernova,
como rosa de blanca dinamita.

De todas formas, no la temo.
No me espanta su imagen
de misteriosa cruz del infortunio.
Jamás pudo la muerte describirse
con estériles ecos de palabras:
apenas los arcanos balbuceos
o los grandes aullidos,
que en el cósmico seno de las noches
abren puertas de luces infinitas,
merodean su piélago sin fondo,
su límite lejano.
Solo un ascenso de la voz inerme,
vacía de lenguajes,
enseña que la paz incomprensible
se esconde tras la sombra.
Solo un grito de púlsares anuncia,
con sus pálidas alas,
el encuentro definitivo.

Argentía

Playa de Jover (Tejina, Tenerife). Foto: Ramiro Rosón

El océano quema como sable
de fulgurante sal. ¿Qué soy en esta
borrachera de luz interminable?
Soy un ascua, la sombra manifiesta

de un sol que engendra soles, incansable,
mutando las mareas en orquesta
de zafiros, en música de jable
mecido con el fuego de su cresta.

Soy ola pura, válvula consciente
de su lejano corazón, vidente
del áspero martillo de su fragua,

pues, en esa volátil argentía,
sol y océano tallan a porfía
la imagen sinestésica del agua.

martes, 9 de mayo de 2023

Creer

Alegoría de la duda, representada como un joven
que camina por la oscuridad con una linterna. Grabado anónimo
incluido en el libro Iconología (Viena, 1801). Fuente: Meisterdrucke

Yo quisiera creer: estar conforme
con la suntuosa máquina del mundo,
con su tasa de males y penurias,
con su tropel anónimo de esclavos.
Pero un fuego de terca rebeldía
me come el corazón y se cuestiona
por qué los humillados no consiguen
más eco de sus voces que silencio.

Yo quisiera creer: salir en calma
tras una ceremonia, con la sangre
plena de salvación. Pero soy uno
más de ese lote de irredentos hijos
que la naturaleza, con derivas
anormales, produce en ocasiones.
La antigua ley, atroz y lapidaria,
me reserva su póstuma condena.

Yo quisiera creer: saberme siempre
feliz en el apego de la tribu,
dócil ante el mandato y el discurso
de los maestros, aunque me resulten
arcanos. Pero veo con mis ojos
toda la astucia de sus malas obras
y prefiero saberme descreído,
solo y en paz, al margen de su templo.

martes, 25 de abril de 2023

Exhumación

Tumba sin nombre. Fuente: Depositphotos

(Sobre la exhumación de José Antonio Primo de Rivera, llevada a cabo el 24 de abril de 2023, y la comitiva de falangistas que la acompañaron)

Sale Primo de Rivera
de la basílica infame:
¡que Satanás lo reclame
para su enorme caldera!
Se va con él, pendenciera,
la comitiva mortuoria
de la torpe desmemoria,
sin escopeta ni alfanje,
llevando, como Falange,
cadáveres de la historia.

miércoles, 12 de abril de 2023

Las grullas

Grullas. Pintura sobre seda de Wilhelm Greve
(hacia 1840-1886). Fuente: Meisterdrucke

Yo las vi. Fueron pocas y lejanas,
pues en la vaga infinitud, esbeltas,
ordenaban el aire con sus vueltas,
a despecho de torres y ventanas.

Yo las vi, como sílfides arcanas,
en el hondo crepúsculo disueltas,
y corrían sus alas, como deltas,
en azules de tenues porcelanas.

¿Qué verdad anhelaban confesarme,
de qué infamia salían a vengarme
para después hundirse en alto cielo?

Quizá, como las grullas, el artista
sabe escaparse de la humana vista,
si toca lo infinito de su anhelo.

sábado, 8 de abril de 2023

La antivirgen

Retrato de la actriz alemana Nastassja Kinski, hecho el 14 de junio de 1981
en Los Ángeles. Richard Avedon. Fuente: Circolo Fotografico Familia Legnanese

La antivirgen, la llena de pecado
que rebosa lujuria de su pecho,
la que deja a su amigo tan deshecho
como barco de espuma coronado;

pubis de miel y sándalo quemado,
río que nace de canal estrecho,
muslo que se libera, satisfecho,
y engendra con sus alas un tornado;

ménade loca, ninfa disoluta,
si la denigran o la llaman puta,
registrando su nombre en el infierno,

luce descaro de salvajes plantas
y da celos mortíferos a santas
en amargos alcázares de invierno.

lunes, 16 de enero de 2023

Froilán

Froilán de Marichalar en una plaza de toros. Fuente: Cadena SER

I

Galopas en la noche, siempre en celo,
Froilán, como caballo desatado,
y en veinticuatro soles has logrado
lo mismo que en ochenta y dos tu abuelo:

que sufra tu linaje con desvelo
y a causa del escándalo montado
te largues a Abu Dabi, rechazado,
buscando impunidad en otro suelo.

Forma tu harén, espléndido macarra,
y empuña la morisca cimitarra,
soltando tus navajas de novato,

y así verá tu madre con orgullo
que, lejos del hispánico barullo,
padece tu ruindad un emirato.

II

Si de mozo consigues, diligente,
lo que hiciera tu abuelo ya canoso,
contigo tu linaje deshonroso
perfecciona sus taras hábilmente.

Si terminas en viejo decadente,
sorteando tu rumbo peligroso,
¿cómo serás, indómito vicioso
y amigo del escándalo creciente?

¿Darán paso navajas a bastones
y seguirás alborotando, necio,
la puerta de lujosa discoteca?

Dirás “Lo siento mucho”, sin razones,
y el mundo, con salvaje menosprecio,
de ti se mofará, cabeza hueca.

martes, 10 de enero de 2023

Brasil

Una muchedumbre invade el edificio y las cámaras de los Diputados.
Fuente: El Confidencial

(Sobre el intento de golpe de Estado que se cometió en Brasil entre el 8 y el 9 de enero de 2023, cuando una muchedumbre de partidarios del expresidente Jair Bolsonaro asaltó las sedes del congreso nacional, el palacio de gobierno y la corte suprema en Brasilia)

Los amantes del odio, los inmundos
fanáticos, invaden parlamentos
y devastan a golpes iracundos,
en cada mueble roto, los cimientos
del consenso demócrata. Dos mundos
laten bajo desórdenes violentos:
la razón, que se cuelga del abismo,
y el eco del inhóspito fascismo.