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domingo, 30 de diciembre de 2012

Notas (IV)

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Retrato de Franz Schubert. Wilhelm August Rieder.

Sueño que estoy sentado en la sala de espera de un aeropuerto, en Madrid. La crisis económica ha arreciado tanto que no consigo trabajo en España, por más que lo busco, y debo emigrar a Estados Unidos, pues en la universidad de Chicago me han ofrecido una plaza de becario. Como todo emigrante, me debato entre emociones contrarias: por un lado, me entristece el hecho de verme obligado a alejarme de mi familia, de mi casa, de mi tierra natal; por otro, albergo la esperanza de comenzar una vida mejor en mi país de destino. De repente, miro a un hombre que está sentado a mi derecha y me doy cuenta de que tengo a mi lado a Franz Schubert (sí, al mismísimo Schubert), uno de mis compositores favoritos. Como no termino de creérmelo, le pregunto si él es el auténtico Franz Schubert, a lo cual asiente, y enseguida los dos trabamos conversación. Al hallarme ante una de las figuras esenciales de la historia de la música, la exaltación me invade; le declaro mi admiración ferviente por su música y le digo con entusiasmo: Gracias, maestro, gracias por haber creado tanta belleza. Le confieso que adoro sus impromptus para piano; que, de sus lieder, Der Wanderer (El caminante) es uno de mis favoritos; y que en alguna época de mi vida, en la que se adueñaron de mí el desánimo y la desesperación, llegué a sentirme identificado con el hastío de la vida que refleja este lied, una de cuyas estrofas dice: El sol aquí me parece frío, / las flores marchitas, vieja la vida, / y sin sentido lo que se habla; / yo soy un extranjero en todas partes. Él me mira con aire de sorpresa, como si no estuviera acostumbrado a recibir elogios tan encendidos como el mío. Me cuenta que la crisis económica también le ha obligado a emigrar; en su caso, para aceptar una plaza de becario en una universidad de Sudáfrica (generalmente, mis sueños abundan en detalles absurdos o inesperados). Le manifiesto mi deseo de entablar amistad con él, y, cuando ya quedan pocos minutos para que cada uno embarque en su avión, le miro fijamente y le digo, con los ojos empañados de lágrimas: Por favor, maestro, prométame que volveremos a vernos alguna vez. En ese momento, Schubert se queda silencioso, sin saber qué responderme, y yo desearía que el tiempo no corriera tan veloz. Pero con su mirada parece decirme que, a pesar de la distancia que habrá de separarnos, él también desea que nos encontremos de nuevo. En un papel, me anota la dirección de la universidad sudafricana donde trabajará como becario, para que le escriba una carta. Aunque para mis adentros dudo si estoy hablando con una aparición fantasmal o un hombre de carne y hueso, le prometo que cuando llegue a Chicago no tardaré en enviársela. Finalmente, antes de subir a nuestros respectivos aviones, nos despedimos con un cálido abrazo, como si fuéramos hermanos o hubiéramos mantenido largos años una profunda amistad. Termina así un sueño tan inusual como hermoso.

* * *

Dando una vuelta por el centro de La Laguna, me detengo asombrado en la calle de la Carrera, a unos pasos de la catedral, para fijarme en el espectáculo de un músico ambulante, impregnado de la belleza de las cosas humildes. Mientras toca un aire semejante a una sardana con una dulzaina, este músico maneja dos graciosas figuras de madera que representan una dama y un caballero, ataviadas con trajes antiguos y atadas con finísimos alambres a sus piernas. Dando leves golpes en el suelo, unas veces con el pie derecho y otras con el izquierdo, para accionar algún mecanismo escondido, logra que la dama y el caballero se muevan como si ejecutaran una danza. Como un niño, me quedo un rato mirándolo, preso del encanto que ejercen sobre mí, de manera simultánea, la música de la dulzaina y los movimientos ilusorios de la dama y el caballero. Me seducen el carácter ingenuo de las dos figuras, genuinamente populares, y la tonada que se repite sin descanso, como el estribillo de una vieja canción. En este momento, me parece como si recobrara el asombro ante lo nuevo que caracteriza la infancia, y que va menguando en el común de los hombres con el paso de los años.

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Sueño que mi madre nos sorprende un día a toda mi familia y a mí trayendo a casa un tigre que ha comprado como animal de compañía. Se trata de un tigre joven, de tamaño medio: ni parece un cachorro ni alcanza la talla de un ejemplar adulto. Al principio, el tigre demuestra una insólita mansedumbre con toda la familia, como si fuera un perro doméstico en lugar de un felino salvaje: camina a su antojo por las estancias de la casa e incluso duerme conmigo en mi habitación, recostado en el suelo. Pero, en un momento dado, mi hermana se acerca a él para acariciarle la cabeza. Iracundo, el tigre lanza un rugido y le enseña sus fauces; ante esta reacción del animal, ella se aleja asustada. Acto seguido, la fiera se asoma a uno de los balcones de mi casa y se arroja al vacío de un salto; sin embargo, sale ilesa de la caída y siembra el pánico entre los viandantes, correteando de un lado a otro. En ese momento, aviso a mi madre para que llame a la policía, mientras deseo que el tigre hubiera muerto en su caída para que así dejara de traernos problemas. No obstante, lo más asombroso era la impresión de realidad que yo sentía en todo momento, desde el principio hasta el fin del sueño: por más extraña y absurda que pudiera resultar aquella situación, en ningún momento dudé si era real o ilusoria, sino que la percibía con la misma intensidad que si estuviera despierto. Ahora entiendo a Gérard de Nerval cuando dice, al comienzo de su novela Aurélie, que el sueño es una segunda vida.

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Confieso que no dejan de admirarme quienes afirman que los estados de ánimo depresivos estimulan la creación literaria y en especial la poética, pese a la enorme frecuencia con que se ha asociado la figura del poeta a la melancolía desde el Romanticismo. Crear en esa situación psíquica me parece una tarea casi sobrehumana. En mi caso, la tristeza solo me ha alentado a escribir a posteriori: es decir, cuando desaparece y puedo contemplarla con la distancia suficiente para convertirla en materia de la escritura; pues nada me resulta más paralizante o disuasorio que cualquier aflicción o congoja a la hora de tomar bolígrafo y papel o sentarme a teclear palabras ante el ordenador.

viernes, 12 de octubre de 2012

El acoso

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Monje a la orilla del mar. Caspar David Friedrich. Óleo sobre lienzo.

Todavía conservo fresca la memoria de los insultos y vejaciones que recibí en el instituto, desde que comencé el primer curso de secundaria hasta que acabé el tercero, cuando los alumnos de mi promoción se dividieron entre un grupo de ciencias y otro de humanidades: entonces, me decanté por el segundo y me tocó un afortunado cambio de clase que me alejó de mis hostigadores. Todavía recuerdo cómo, en aquel periodo de tres cursos, muchos compañeros me lanzaban miradas de menosprecio en los pasillos del instituto, por haberme caído en suerte la desgracia de ser el ave rara de la clase, el diferente a los demás. En aquellos momentos, solían susurrar algún comentario malintencionado sobre mí; yo me sentía herido en mi dignidad, pero me cuidaba mucho de guardar la compostura, manteniendo alta la cabeza y serio el semblante, como si aquello jamás hubiera sucedido, para no mostrar señales de flaqueza ante mis acosadores. Otras veces me insultaban a plena voz, achacándome una falsa homosexualidad o riéndose del sobrepeso que entonces padecía, cuando no mortificaban mi paciencia con otras bromas impertinentes. Me sisaron diversos objetos en momentos de descuido, cuando no podía vigilarlos, aunque nunca lograron robarme los de más valor, como la cartera o el teléfono móvil. Incluso en cierta ocasión un compañero llegó a chantajearme para que le prestara veinte euros, bajo la amenaza de que, si no se los prestaba, acudiría a la jefa de estudios para acusarme de una falta grave de conducta que yo jamás había cometido. Sabiendo que en ese caso mi palabra se enfrentaría a la suya, y temiendo que la jefa de estudios pudiera darle más crédito a él que a mí, acabé cediendo al chantaje. Por supuesto, jamás me devolvió el dinero prestado, con lo cual el préstamo se convirtió en robo. Huelga decir que mis compañeros me condenaron a una marginación casi absoluta; casi todos ellos me dieron la espalda, con lo cual terminé quedándome solo y pasé casi toda mi adolescencia sin amigos, inmerso en un profundo aislamiento. Todas estas agresiones solían ocurrir a espaldas de los profesores, en la impunidad que brindan los recreos o los pasillos.

De aquella improvisada cáfila de hostigadores, sobresalía mi enemigo acérrimo, un compañero de clase llamado M. Podría describirlo de manera rápida y concisa, a vuelapluma, como un repelente niño burgués. Nacido en una familia de clase media–alta santacrucera, padecía los síntomas del quiero y no puedo: ese complejo de inferioridad por el cual ciertas familias de clase media desean aparentar que pertenecen a la clase superior. Miraba a los demás por encima del hombro, salvo a unos pocos elegidos a los que consideraba sus amigos, y solía jactarse de su condición de miembro del club náutico de la capital, una sociedad que apenas disimula sus ínfulas elitistas, y de la que formar parte se ha considerado siempre como signo de distinción entre la rancia burguesía capitalina. Buen estudiante, solía obtener calificaciones altas, pero las mías destacaban más aún que las suyas, lo cual despertaba en él una rivalidad inconfesa y una malsana envidia. Por esta razón, en el instituto no perdía ninguna ocasión para humillarme, fuera de obra o de palabra, con intenciones destructivas. En las conversaciones habituales entre los compañeros, cuando surgía el tema de las profesiones a las que nos dedicaríamos en el futuro, yo solía comentar mi deseo de estudiar bellas artes. M., entonces, me replicaba malévolo: te vas a morir de mierda, para dar a entender que, si yo elegía una carrera artística, terminaría malviviendo en condiciones lamentables. Una vez más, salía a escena el mito decimonónico del bohemio famélico y andrajoso; la célebre definición del arte, consagrada en un chascarrillo popular, según la cual consiste en morirse de frío, y que citan a menudo las mentes cerriles que ignoran la decisiva importancia del arte para el hombre. En otra ocasión, en una clase de tutoría, me describió en público como una persona egoísta e insolidaria, con afán de denigrarme, cuando sus palabras no podían hallarse más lejos de la realidad: sin ánimo de alabarme, debo decir que me distinguía por mi talante servicial, pues carecía de reparos a la hora de ayudar a los demás y siempre resolvía las dudas sobre las tareas de clase que acudían a preguntarme. También recuerdo claramente cómo un día, en una clase de religión, me acusó de ser homosexual ante el profesor y todos mis compañeros en un lenguaje tabernario, llegando a afirmar, en tono chulesco, que yo disimulaba mi supuesta homosexualidad por cobardía. Como cabía esperar, nadie salió en mi defensa; todos mis compañeros de clase callaron como tumbas en ese momento. Para colmo de males, el profesor, un cura de una parroquia cercana al instituto, no le otorgó importancia alguna a lo ocurrido; en ningún momento reprendió a mi acosador y se limitó a decir que la homosexualidad era un rasgo habitual de los artistas, pues yo había ganado cierta fama de niño prodigio en el instituto por mis habilidades para el dibujo. Así me colgaron el sambenito de homosexual sin que realmente lo fuera. Ardiente de rabia por la humillación sufrida, sentí deseos de responder con las manos a las ofensas de M., pero me abstuve de hacerlo, pues bien sabía que, si le respondía de esta forma, él adoptaría enseguida el papel de víctima inocente, de manera que se colocaría en una posición de ventaja para seguir humillándome. Y la reacción del cura, años más tarde, avivaría en mí un profundo rechazo a la iglesia católica.

Para desgracia mía, el rosario de vejaciones sufridas a lo largo de tres años no resbaló sobre mí como la lluvia sobre un impermeable; no dejaría de notar su peso hasta muchos años más tarde, como un lastre del que no conseguía desprenderme. Largos años padecí un terrible sentimiento de inferioridad y una timidez rayana en la fobia social, de los cuales todavía me quedan algunas secuelas psicológicas. Pensaba que mi valor como persona se mantendría siempre inferior al de quienes me rodeaban. Sufría de nervios e incluso de ansiedad cuando tenía que dirigirme a cualquier persona que no formara parte de mi familia, pues me asaltaba un temor infundado a que alguien se burlara de mí en cualquier momento, por motivos tan absurdos como mi forma de andar o de gesticular, cuando nada había de anómalo en ellas. Imaginaba que los demás me verían como una persona rara o anormal, una más de las que terminan marcadas a fuego, como si les hubieran aplicado un hierro candente sobre la piel, con los estigmas de la incomprensión y el rechazo. Cada vez que me relacionaba con los demás, temía que se repitieran el hostigamiento y la marginación, y ese miedo cerval aún me acompaña algunas veces. Pero las experiencias más amargas fueron para mí la soledad y la falta de amigos, que he percibido siempre como un verdadero infortunio, como una angustiosa carencia que todavía no he logrado colmar del todo. Ahora, muchos años más tarde, cuando vuelvo mis ojos atrás, descubro quiénes eran en verdad aquellos indeseables compañeros de instituto: una jauría de lobos despiadados que necesitaban elegir una víctima indefensa y atacarla con el fin de conjurar sus miedos e inseguridades; un rebaño de bestias humanas donde la violencia corría pareja con la estupidez.

sábado, 6 de octubre de 2012

Un poema de Kostas Psarakis

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Crónica

Como poetas corremos peligro en los precipicios.
La montaña que normalmente se eleva desde el norte a mil metros
se precipita de golpe en el mar del sur.

Muchos kilómetros escarpados precipicios…
Enormes rocas pétreos arcontes
con la mar cual esclava a sus pies.

Por entre los frisos soplan los vientos eternos
que nos entorpecen confundiendo nuestras cuerdas
Hallamos los antiguos senderos
en mitad del caos
aquí donde aprendieron a no tener miedo
los montañeses.
Encuentro señales de hombres valerosos
que se distinguieron
en estos difíciles parajes, refugios de águilas
que no ensucian sus garras en la tierra.
Hallamos los refugios de los razonamientos
que ya no pueden vivir
con los hombres.

Cuando la luna sale
nos detenemos en las orillas del tiempo.
Mientras nuestro corazón aguante.
No nos quedamos mucho en las fabulosas playas de la memoria
que están hechas
de luz de luna y olvido.

Allí donde se escuchan
las olas del tiempo
en la noche y el silencio.

Este sonido es la canción de la noche.
Las palabras secretas de los vientos en lugares desiertos.
Ésta es la flor de la luna que es a la vez el mañana y el ayer.

Ésta es la canción de la noche.

Las palabras secretas de la belleza insoportable.
Partimos. Nuestro corazón no aguanta.

Tenemos prisa.
Amanece un día laborable.

(Traducción: Mario Domínguez Parra)

Nota biográfica

El poeta griego Kostas Psarakis nació en 1957 en el pueblo de Járakas, a los pies de Asterusia (en el sur de Creta, a 38 kilómetros de Iraklio), donde vive y trabaja como profesor de matemáticas en el pequeño instituto provincial de Asimi. Ha escrito los libros inéditos Formas del tiempo (Morfés tu jronu, 2006), Los cuadernos de V. K. (Ta tetradia tu B. K., 2010) y El capitán Perdikis y los sentimientos de muerte (O Kapetán Perdikis ke ta syneszímata zanatu, 2012). Algunos de sus poemas se han publicado en antologías, como Núcleo poético (Piitikós Pyrinashttp://ppirinas.blogspot.com.es/, una antología de la editorial Endymión, 2012), y en revistas en la red. Este poema pertenece a su libro Formas del tiempo. Mantiene un blog: http://psarakis-k.blogspot.com.es/.

viernes, 21 de septiembre de 2012

Oración a la luna

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Tú, luna que reluces
en las hondas alturas de la noche,
más allá de mi vida, monte seco
donde solo florecen las ortigas,
sálvame con tu luz, arcana imagen.
Tú, más allá de la carencia humana,
te sostienes incólume, girando
para todas las almas que sondean
el mar del infinito.
Desde los miradores de la tierra,
no ceso de llamarte sin palabras.

Tú, luna que reluces
en el desierto calmo de los aires,
ilumina mis lágrimas furtivas,
que salen de mis ojos
a los caminos negros de la noche.
Cuando me duerma luego
sobre mi dura cama,
alondras invisibles
inundarán de canto mis oídos;
oleajes de brisa
inundarán mi habitación oscura
de violetas aromas de lavanda.
Y aunque sea de noche,
debajo de mis párpados cerrados
florecerán auroras.

Vaga luna che inargenti (arietta). Vincenzo Bellini. Cecilia Bartoli, mezzosoprano.

domingo, 16 de septiembre de 2012

Los viejos devocionarios

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Credulity, superstition and fanaticism (La credulidad, la superstición y el fanatismo). William Hogarth. Grabado.

Pese a que no nací en una familia demasiado religiosa, el fundamentalismo católico marcó mi adolescencia desde los quince años, cuando varios libros devocionales cayeron en mis manos y decidí leerlos, hasta los diecisiete, cuando una aguda crisis de fe comenzó a transformar mis creencias religiosas. Una de las figuras de la iglesia católica que más influyeron sobre mí en aquel periodo fue la de san Antonio María Claret. Con objetivos claros de proselitismo, la iglesia católica ha mostrado a los fieles una imagen amable del que fuera confesor de Isabel II, presentándolo como un hombre consagrado a la evangelización y a las obras de caridad. Sin embargo, aunque deben reconocerse sus virtudes como santo, la verdadera imagen de Claret posee ciertos rasgos que no coinciden con los del sacerdote beatífico que representan las tallas policromadas de las iglesias, y que solo afloran en sus propios libros, casi enteramente olvidados hoy en día, donde se refleja una personalidad obsesionada hasta la insania con las nociones teológicas de pecado y de culpa. Claret, obsesionado con el castigo divino y la muerte, recuerda hasta la saciedad a sus lectores que Dios puede enviar la muerte al hombre, en cualquier momento, para castigarlo con la condenación eterna; considera toda forma de placer sexual como el más grave de los pecados posibles, y en consecuencia prescribe a los fieles una represión sexual enfermiza, una verdadera castración psicológica, que niega y anula radicalmente esa dimensión fundamental de la vida humana en que consiste la sexualidad. Así, sus libros ofrecen el retrato de un fundamentalista católico, defensor incondicional de ideas reaccionarias, que dista mucho del santo amable que muestran las imágenes destinadas al culto. Como en otras ocasiones, quisiera aclarar que no escribo estas líneas con la intención de combatir u ofender las creencias de nadie, sino con la de narrar ciertos hechos de mi vida tal y como sucedieron.

Cierto día, encontré por casualidad uno de sus libros, Camino recto y seguro para llegar al cielo, mientras ayudaba a mi madre a desalojar los muebles de un piso que había pertenecido a mi tía abuela y que sus hijos pronto venderían. No dudé en llevar conmigo aquel libro de mi tía abuela, pues sabía que a nadie le interesaba quedárselo, y un rato después de llegar a mi casa comencé a leerlo. Mientras leía sus páginas, me sobrevino la idea de que hasta entonces no había rendido culto a Dios con la dedicación suficiente, de que debía comenzar a tomarme en serio las prácticas religiosas y cumplir estrictamente las obligaciones de los fieles. Y así, de forma inesperada, se desencadenó una obsesión religiosa que duró buena parte de mi adolescencia y que todavía me sigue marcando, pese a que mis creencias han cambiado mucho desde entonces. Para mostrar algunos ejemplos de las ideas teológicas de Claret, acudiré a diversos pasajes de Camino recto y seguro para llegar al cielo. En este libro, tras una parte dedicada a la comunión, Claret aduce de forma enumerada varios casos de personas que sufrieron la condenación eterna por haberse negado a recibir la confesión o por no revelar todos sus pecados al sacerdote en la misma, y que, según afirma, se recogen en la obra devocional de san Alfonso María de Ligorio Instrucción al pueblo. Uno de los más llamativos es el de una señora que termina con su alma en el infierno por haber callado en la confesión un pecado carnal, que mueve casi a la hilaridad por el carácter fabuloso y grotesco de sus hechos, que parecen salidos de alguna leyenda o cuento popular:

6º. Ejemplo de una señora que por muchos años calló en la confesión un pecado deshonesto. Refiere San Ligorio, y más particularmente el P. Antonio Caroccio, que pasaron por el país en que vivía esta señora dos religiosos, y ella, que siempre esperaba confesor forastero, rogó a uno de ellos que la oyese en confesión, y se confesó. Luego que hubieron partido los Padres, el compañero dijo a aquel confesor haber visto que mientras aquella señora se confesaba, salían muchas culebras de su boca, y que una serpiente enorme había dejado ver fuera su cabeza; mas de nuevo se había vuelto dentro, y entonces vio entrar tras de ella todas las culebras que habían salido. Sospechando el confesor lo que aquello significaba, volvió al pueblo y a la casa de aquella señora, y le dijeron que al momento de entrar en la sala había muerto de repente. Por tres días consecutivos ayunaron y rogaron a Dios por ella, suplicando al Señor les manifestase aquel caso. Al tercer día se les apareció la infeliz señora, condenada y montada sobre un demonio en figura de un dragón horrible, con dos sierpes enroscadas al cuello, que la ahogaban y la comían los pechos; una víbora en la cabeza, dos sapos en los ojos, saetas encendidas en las orejas, llamas de fuego en la boca, y dos perros rabiosos que la mordían y se la comían las manos, y dando un triste y espantoso gemido, dijo: “Yo soy la desventurada señora que usted confesó hace tres días; a medida que iba confesando mis pecados, iban saliendo como animales inmundos por mi boca, y aquella serpiente que el compañero de usted vio asomar la cabeza y volverse dentro, era figura de un pecado deshonesto que siempre había callado por vergüenza; quería confesarlo con usted, pero tampoco me atreví; por esto volvió a entrar dentro y con él todos los demás que habían salido. Cansado ya Dios de tanto esperarme, me quitó de repente la vida y me precipitó al infierno, en donde estoy atormentada por los demonios en figuras de horribles animales. La víbora me atormenta la cabeza por mi soberbia y demasiado cuidado en componerme los cabellos; los sapos me cierran los ojos, por las miradas lascivas; las saetas encendidas me lastiman las orejas, por haber escuchado murmuraciones, palabras y canciones obscenas; el fuego me abrasa la boca, por las murmuraciones y besos torpes; tengo las sierpes enroscadas al cuello y me comen los pechos, por habernos llevado de un modo provocativo, por lo escotado de mis vestidos y por los abrazos deshonestos; los perros me comen las manos, por mis malas obras y tocamientos feos; pero lo que más me atormenta es el formidable dragón en que voy montada, que me abrasa las entrañas y es en castigo de mis pecados impuros. ¡Ah, que no hay remedio ni misericordia para mí, sino tormentos y pena eterna! ¡Ay de las mujeres –añadió–, que se condenan muchas de ellas por cuatro géneros de pecados: por pecados de impureza, por galas y adornos, por hechicerías y por callar los pecados en la confesión; los hombres se condenan por toda clase de pecados; pero las mujeres principalmente por los cuatro”. Dicho esto, abriose la tierra y se hundió esta desdichada hasta el profundo del infierno, en donde padece y padecerá por toda una eternidad.

Como puede notarse, en esta historia aparecen los elementos fundamentales de la teología de Claret: el absoluto desprecio del cuerpo humano, que se considera solo como fuente de pecado; la condena tajante del placer sexual; el desdén hacia la mujer, que bordea la misoginia; la obsesión enfermiza por la idea de culpa y la visión de Dios como un juez inmisericorde, que puede enviar la muerte a sus criaturas, en cualquier momento, con el único fin de imponerles un castigo eterno por sus pecados. En este punto, cabría repetir la pregunta que se formula el teólogo suizo Hans Küng en su libro ¿Vida eterna?: ¿puede un acto finito, como el pecado, merecer un castigo infinito, como la condenación eterna? Pero merece la pena seguir citando otros pasajes de Camino recto y seguro para llegar al cielo, para descubrir hasta dónde llegaba la teología de Claret, basada en el miedo y la represión. En otro apartado de su obra, Claret propone a los fieles diversas maneras de mortificación del cuerpo y de la mente, para imitar a Cristo con ellas. Así, se ocupa de la mortificación de todos los sentidos corporales, y entre ellos el de la vista. Dentro de un apartado sobre la mortificación de la vista, ofrece al lector una serie de consejos enumerados, entre los que cabría destacar el primero:

1º. Te abstendrás de mirar aquellos objetos que podrían suscitar en tu alma pensamientos pecaminosos, como son figuras deshonestas, comedias poco decentes, con especialidad si van acompañadas de baile, que por la circunstancia del modo de vestir y saltar debe considerarse como causa provocativa de pensamientos torpes. Y en efecto, muchísimos que en todo el decurso de la comedia habían tenido como adormecida la concupiscencia, al ver romper el baile sintiéronse asaltados de un tropel de pensamientos impuros que, abrasándolos en el fuego de las delectaciones amorosas, les hizo cometer otros tantos pecados mortales. Son muchos los que experimentan lo que Alipio, de quien nos refiere San Agustín que fue al teatro con propósito de no mirar cosa mala; pero, puesto allí, miró, pecó e hizo pecar a otros. No vayas, pues, tú a aquellas reuniones en las que los concurrentes visten con poca modestia; a los bailes, digo, y saraos; y cuando vayas por las calles y plazas, nunca fijes la vista en personas del otro sexo, especialmente si visten con menos decencia; y para que tu cuidado y recelo sea mayor, cumple a mi deber decirte que hay ciertas personas de quienes se sirve el demonio como de banderín de enganche, cuyo oficio es reclutar almas para el infierno.

También llaman la atención los consejos del apartado sobre la mortificación del olfato, donde queda patente el desprecio que mostraba Claret hacia el cuerpo:

Mortificarás el olfato huyendo de vanos olores, como son esencias, pastillas, bálsamos, aguas de olor, etc., porque quien usa esas cosas, propias de afeminados, indica ser persona sensual. Que a Dios, como a Supremo Señor, se le honre con incienso y otras cosas aromáticas es muy conforme a razón, pero que las use un mortal, que en breve ha de ser pasto de gusanos, fétido, asqueroso y abominable, es reprensible hasta lo sumo.

Pero, no satisfecho con las recomendaciones anteriores, Claret aún se permite ofrecer al lector una serie de instrucciones para mortificar el sentido del gusto y lanzar una severa filípica sobre los peligros que entrañan los placeres de la mesa y la bebida para la salud espiritual de los fieles:

Es imposible –decía Casiano–, es imposible que no experimente tentaciones impuras el que está lleno de comida; y he aquí por qué los santos que tan alto aprecio hacían de la castidad refrenaban con tanto cuidado la gula. Dice Santo Tomás que cuando el demonio tienta con la gula a una persona y es vencido, deja ya de tentarla con la impureza. San Jerónimo, escribiendo a la Santa Virgen Eustoquia, el vino y la mocedad –decía– son un doble incentivo de ilícitos placeres. Y entre otras cosas, añadía: Te aviso que, como esposa que eres de Jesucristo, huyas del vino como de un veneno. Y Salomón, en los Proverbios, dice: El vino es lujurioso; es el cebo de la incontinencia; y luego pregunta: ¿Para quién serán los lamentos? ¿No es verdad que serán para los dados al vino y que procuran apurar las copas? Porque sabe todo esto Satanás, que se huelga de nuestra desgracia en éste y en el otro mundo, ha hecho abrir tantas tabernas, figones, cafés y fábricas de licores, que son como otras tantas fábricas de pólvora para hacer guerra a la castidad y demás virtudes, porque de la impureza nacen todos los males, hasta la herejía, según nuestro adagio: No hay hereje sin mujer.

Una vez más, se manifiesta el desprecio feroz de Claret hacia toda forma de goce, hacia todo lo que vuelve la existencia humana más agradable y atractiva. En suma, el confesor de Isabel II padecía de odio a la vida, una de las características que definen a los fundamentalismos religiosos, como afirma Michel Onfray en su ensayo Tratado de ateología. Por otro lado, Claret aborrece toda filosofía que no se mantenga en los límites de la ortodoxia católica, advirtiendo que el uso del pensamiento crítico y la búsqueda libre del conocimiento no solo conducen a la perdición eterna, lo cual resulta lógico en una teología fundamentalista como la suya, sino que también producen terribles sufrimientos en la hora de la muerte, pues los remordimientos del alma por los pecados cometidos aumentan los dolores del cuerpo. Así, en un apartado sobre la administración de los santos sacramentos a los enfermos, señala a Voltaire y Rousseau, las dos figuras más destacadas de la Ilustración francesa, como ejemplos de filósofos que, por haberse apartado de la ortodoxia católica, padecieron tanto dolores físicos como terribles angustias en su lecho de muerte:

Me explicaré por principios de filosofía: entre el alma y el cuerpo media la unión más íntima que puedes figurarte; por manera que cuando el alma está afligida, triste y apesadumbrada, estas penas hacen eco en el cuerpo, el cual se pone también afligido, y triste, y melancólico, y al revés. Ahora bien: la mayor parte de las enfermedades consisten en una falta de equilibrio o desconcierto de humores. Por lo que, estando el cuerpo así indispuesto, comunica al alma su dolor y pena; entonces el alma, que quizá había estado adormecida por las pasiones, vicios y pecados, se despierta, y como un mar agitado por un terrible huracán se alborota, y como un estanque de agua cuyo fondo o suelo está lleno de lodo y cieno si se revuelve se levanta toda aquella inmundicia cuando antes de revolverse parecía que ninguna tenía, así el alma empieza a temer la justicia de Dios y se le aumenta este temor con la memoria de los delitos, culpas y pecados de la vida pasada. Esto nos cuenta la Sagrada Escritura de Antíoco, que estando enfermo decía: Ahora me acuerdo de los males que hice a Jerusalén; esto pasó en Voltaire, en Rousseau y en muchísimos otros que podría referir, y este temor y espanto aumenta el dolor del cuerpo.

Como ya he dicho antes, este libro de Claret me produjo una obsesión por el pecado, el castigo divino y la muerte que ensombreció buena parte de mi adolescencia y todavía me sigue marcando. Podrá parecer insólito, absurdo e incluso ridículo, pero en aquella época sentía un miedo cerval a que Dios me enviara la muerte en cualquier momento y me arrojara al infierno; o a que enviara alguna desgracia sobre mi familia o sobre mí como castigo por mis pecados, que por lo demás consistían en faltas o debilidades intrascendentes, propias de la inmensa mayoría de los seres humanos. Y, pese a haber abandonado la práctica de la fe católica desde hace años, todavía conservo restos de aquellos temores. Me distancié de un amigo de la infancia, creyendo que podría suponer una mala influencia para mí; por suerte, muchos años más tarde recobré el contacto con él. Habiéndome quedado absolutamente solo en aquella época de mi vida, sin ningún amigo, pensé que debía continuar así, para evitar cualquier amistad que me incitara a pecar o me apartara de la fe católica, y que, si renunciar a las amistades en este mundo, viviendo en soledad como los padres del desierto, era el precio que debía pagar a cambio de la salvación eterna, bien merecía la pena asumir semejante sacrificio. Apenas me detendré para hablar de la malsana obsesión por la sexualidad que sufrí: básteme decir que, cuando miraba a una mujer que llamaba mi atención en la calle, en el instituto o en cualquier otro lugar, de inmediato me sentía culpable. Evitaba acudir al cine y en algunas ocasiones al teatro, leer ciertas obras filosóficas o literarias o incluso hojear libros de arte, para no descubrir ideas contrarias a la fe católica y, sobre todo, para alejarme de cualquier manifestación de erotismo. Si Voltaire y Rousseau, dos pensadores cuyas obras deseaba leer para ampliar mis conocimientos filosóficos, habían caído en el infierno tras padecer una terrible agonía en su lecho de muerte, concluí que me convenía más permanecer en la ignorancia, de cara a mi salvación, que traicionar a Dios por mi curiosidad intelectual. En el colmo de lo irrisorio, hasta dejé de usar colonias y perfumes, creyendo que usarlos era un gesto de vanidad. Por si los consejos de Claret no resultaran suficientes, en el desván de mi casa hallé más libros religiosos: un devocionario llamado Misalito Regina, escrito por Luis Ribera, un sacerdote claretiano, y que mi madre había utilizado en su infancia, cuando estudió en un colegio de monjas; y otro devocionario de autor anónimo, cuyo título se había borrado de la cubierta debido al paso del tiempo, que perteneció a una bisabuela o tatarabuela mía, y en el que se narraban diversas historias sobre las ánimas del purgatorio. Evitaré toda cita del Misalito Regina, pues sencillamente se trataba de un opúsculo piadoso dirigido a niños y adolescentes, y acorde con la ideología nacionalcatólica de la España franquista, pero que carece de especial interés. Sin embargo, sí me tomaré la molestia de citar algún pasaje del segundo. Como en aquella época sentía gran afición por el dibujo y la pintura y les dedicaba la mayoría de mis ocios, una de las historias que más me sorprendieron de este segundo libro fue la de un artista que había sido condenado a las llamas del purgatorio por haber realizado por encargo una pintura obscena (posiblemente se tratara de algún desnudo o cuadro de asunto mitológico donde aparecieran figuras desnudas):

Refieren varios autores que, estando un religioso carmelita descalzo en oración, se le apareció un difunto con semblante muy triste y todo el cuerpo rodeado de llamas. “¿Quién eres tú? ¿Qué es lo que quieres?, preguntó el religioso. –Soy, respondió, el pintor que murió días pasados, y dejé cuanto había ganado para obras piadosas. –¿Y cómo padeces tanto, habiendo llevado una vida tan ejemplar?, volvió a decirle al religioso. –¡Ay!, contestó el difunto; en el tribunal del supremo Juez se levantaron contra mí muchas almas, unas que padecían terribles penas en el purgatorio, y otras que ardían en el infierno, a causa de una pintura obscena que hice a instancias de un caballero. Por fortuna mía se presentaron también muchos Santos, cuyas imágenes pinté, y dijeron para defenderme que había hecho aquella pintura inmodesta en la juventud, que después me había arrepentido y cooperado a la salvación de muchas almas, pintando imágenes de Santos, y por último, que había empleado lo que había ganado, a fuerza de muchos sudores, en limosnas y obras de piedad. Oyendo el Juez soberano estas disculpas, y viendo que los Santos interponían sus méritos, me perdonó las penas del Infierno, pero me condenó a estar en el Purgatorio mientras dure aquella pintura. Avisa, pues, al caballero N.N. que la eche al fuego; y ¡ay de él si no lo hace! Y en prueba de que es verdad lo que digo, sepa que dentro de poco tiempo morirán dos de sus hijos”. Creyó, en efecto, el caballero la visión, arrojó al fuego la imagen escandalosa, antes de dos meses se le murieron dos hijos, y él reparó con rigurosa penitencia los daños ocasionados en las Almas.

Dudé siempre de la veracidad de esta historia, como también me sucedió con las recogidas en el libro de Claret, pero el miedo a los castigos en una vida ulterior, ya fueran temporales o eternos, siempre conseguía vencerme. Temiendo correr una suerte igual o más desventurada que la del pintor, llegué a destruir varios desnudos femeninos que había realizado con lápices o plumilla sobre papel de dibujo, considerando que había cometido un pecado contra el sexto mandamiento. Debido al trabajo que me habían costado, me dolía romperlos y tardé muchos días en decidirme a ello, pero finalmente despedacé los folios y vertí sus restos en el cubo de la basura, en un gesto de fanatismo abominable, pensando que así daba un paso necesario para mi salvación. Ahora me asombra cómo pude caer en aquella locura religiosa, oscura y cruel, como define Voltaire el fanatismo en su Diccionario filosófico. Cabría preguntarse si una concepción de Dios como ésta, que exige a sus seguidores renunciar a todas las alegrías de la vida, anular sus impulsos más naturales, como la sexualidad, menospreciar la cultura y el conocimiento e incluso destruir obras de arte, no lo convierte en una imagen fiel de su propio antagonista, el diablo. De este modo, las obras devocionales, escritas para salvar a sus lectores del infierno, lo trajeron para mí a este mundo en los años de mi adolescencia, pues ya se sabe, como dice el adagio, que el camino que lleva al fuego eterno está empedrado de buenas intenciones.

jueves, 6 de septiembre de 2012

Un hilo tembloroso

***
Noche estrellada en Tenerife.

Sondeo las alturas del espacio,
con mis ojos abiertos al asombro.
Las órbitas lejanas, donde rotan
esferas musicales, me conducen
a simas interiores de silencio.
Me pregunto quién soy, desamparado,
bajo constelaciones que relucen,
como flotas de barcos, en la noche,
pero jamás aclaro mis enigmas.
Un desierto de sombras me separa
de ríos estrellados,
y una sed infinita me consume.

Solamente deseo
que manen de mis labios, en la noche,
sílabas o sonidos que restauren,
apenas un segundo,
la unidad primigenia de las cosas.
Solamente deseo
que mis palabras formen
un hilo tembloroso
de claridad, un hilo
que suba de la tierra a las alturas.

lunes, 27 de agosto de 2012

Notas (III)

***


Castaños en los alrededores de la aldea de Villaver (Cervantes, Lugo).

Una vez más, salgo de la aldea de Villaver y me adentro en el bosque de castaños que cubre sus alrededores. Hacía ya doce años que no pisaba este bosque, desde los lejanos tiempos de la infancia, cuando solo contaba diez. Y una vez más me sobreviene un deslumbramiento, una fascinación inevitable y misteriosa, cuando mis ojos recorren las formas abruptas o sinuosas de los troncos y ramas de unos castaños que superan el siglo de edad. Me detengo una y otra vez en los recodos del camino para sacar fotografías. Ora me sorprenden las gotas de la lluvia del día anterior atrapadas en la tela que alguna araña ha tejido entre las ramas de una zarzamora, ora una casa abandonada, cuyos muros, levantados en piedra de un color ocre rojizo, parecen dormir un profundo sueño y destilan una aguda melancolía; ora las diminutas flores púrpuras que brotan sobre las rocas de los márgenes del camino, dándoles un aire de jardín de rocalla; ora dos troncos de castaño envueltos en las redes de la yedra; ora la imagen de otro castaño cuyas ramas, enormes y frondosas, se espejan en una charca formada a sus pies. Y todavía, para mi asombro, recuerdo algunos tramos del camino, pese a los años transcurridos. Cuando creo haber caminado lo suficiente, doy media vuelta y regreso a la aldea, con paso ligero y entusiasmo ferviente por la belleza del bosque, girando la cabeza a menudo para admirar de nuevo los árboles que voy dejando atrás.

* * *

Se celebra la verbena de las fiestas patronales de la aldea. No hallo nada relevante o digno de interés. Una joven acordeonista, desde un escenario montado en el interior de una camioneta, toca un repertorio de pasodobles, merengues, cumbias y demás bodrios latinos. A su izquierda, un chiringuito cubierto con un toldo de intenso color amarillo servía bebidas a la concurrencia. Pero entiendo que al menos los vecinos de la aldea pueden entretenerse un rato y la joven músico ganar algún dinero. Yo mato el aburrimiento fotografiando los montes que se divisan en lontananza, desde un prado cercano a la fiesta, hasta que oscurece del todo. La verbena coincide con la hora del crepúsculo. Sobre la cima de las montañas, donde predominan el azul y el verde oscuro, aletea un difuso resplandor naranja, mientras los cirros, como jirones de gasa, oscilan entre el rosa pálido y el rojo intenso. Abajo, hay azul y verde; arriba, naranja y rojo: el sueño pacífico de la tierra contra las vigorosas llamaradas del cielo.

* * *

Una noche, en la aldea de Villaver, cuando salgo a buscar agua a la fuente, me sorprende la visión del cielo estrellado. Innúmeras estrellas, como diamantes diseminados por las manos de un ángel en el espacio infinito, ardían sobre mi cabeza. Esta floración celeste se opone a la oscuridad del camino, anegado en sombras, por lo que debo alumbrarme con una linterna. Recuerdo ahora unos versos del Himno a la inmortalidad de Hölderlin, poema de juventud que forma parte de los conocidos como Himnos de Tubinga: Los ejércitos de Orión resplandecen en torno a mí, / orgulloso resuena el paso de las Pléyades. Así que me recuerdo a mí mismo que no debo temer las sombras de la noche, pues el cielo estrellado vela por mí. La fuente se halla en el final de la aldea; a su lado, hay una casa abandonada, cuyas ventanas permanecen selladas con tablas, y un camino que se adentra en un bosque de castaños. Bajo una oquedad abierta en la montaña, donde los helechos crecen con febril vitalidad, el agua mana límpida y fría, se derrama sobre una especie de abrevadero y sigue su curso formando un breve arroyuelo que se hunde bajo tierra. Acerco una botella al hilo de agua, hasta que su cuello rebosa. La noche se mantiene en una calma absoluta. Solamente los grillos, con su salmodia lejana y aguda, rompen el hondo silencio de los prados y bosques, el insondable reposo del valle. Al volver a la casa familiar, descubro en las paredes innúmeras clases de polillas, que muestran asombrosos dibujos en sus alas. Aquí la vida se manifiesta con toda su variedad de formas.

* * *

Un día, por la tarde, llego a Santiago de Compostela con mi padre y mi hermana, casi a la hora de comer. Buscamos un sitio para almorzar y acabamos en un restaurante encontrado por casualidad. Después del almuerzo, rompe a llover. Incauto, he dejado el paraguas en la casa de mis tíos, confiando en que haría buen tiempo, pero en Santiago llueve todo el año, así que me veo obligado a comprar uno en la primera tienda de baratijas que descubro en mi camino. Nos dirigimos a la catedral. Hace doce años desde mi última visita a la catedral de Santiago. Entramos en la catedral por la Plaza de las Platerías. Me quedo deslumbrado con la Puerta de las Platerías, rica en ornamentos, y con la fuente de la plaza, donde cuatro caballos arrojan sendos hilos de agua por sus bocas y, sobre ellos, coronando la fuente, se yergue lo que parece una estatua alegórica de la fe, que sostiene algo semejante a una custodia en sus brazos. Una vez en la catedral, nos fundimos con la muchedumbre de turistas y peregrinos que la visita. Descendimos a la cripta que guarda la tumba del apóstol. En una cámara de bajo techo y gruesos muros, la tumba se encuentra al final de un angosto pasillo, que la comunica con una diminuta sala donde la gente reza o saca fotografías. Recorro despacio la girola; en una de sus capillas, me detengo a contemplar con honda admiración un relieve de la Piedad, en el que aparece Cristo muerto, sostenido por María y rodeado de los apóstoles. El relieve parece de estilo renacentista; sus figuras muestran un dolor contenido en los rostros y las actitudes, sin caer en el patetismo desmesurado, y guardan unas proporciones ideales, como si hubieran salido de un cuadro de Perugino o de Rafael. Sigo caminando bajo las altas bóvedas románicas hasta llegar a los primeros bancos de la catedral, que ofrecen una buena vista del altar mayor. Éste último es un frenesí de ornamentos barrocos, cubierto de pan de oro: ángeles, columnas salomónicas, hojas de acanto y otros motivos vegetales. Tengo la sensación de que la imagen del apóstol Santiago perdiera importancia, desde el punto de vista plástico, en medio de este frenesí decorativo, pues la mirada se me desvía, involuntariamente, hacia las innumerables figuras y ornamentos que la rodean. Sobre mi cabeza, imponentes, se alzan dos órganos españoles, uno a cada lado, mostrando su batalla (es decir, una serie de tubos proyectados hacia delante, como clarines de guerra). No podemos ver en su totalidad el Pórtico de la Gloria, pues se halla en obras de restauración, cubierto en su mayoría por andamios. De la obra escultórica del maestro Mateo solo podemos contemplar la columna que sostiene el tímpano y la figura del Pantocrátor, serena y majestuosa. Al salir de la catedral, me resulta delicioso pasear por las calles adoquinadas de Santiago, pobladas de viejos edificios de piedras ocres y grises, entre la muchedumbre que fluye como un río. La lluvia no cesa. Como vengo del estío cálido y seco de Canarias, caminar bajo la lluvia me inspira una jovialidad espontánea, como si en alguna medida retrocediera en el tiempo hasta la infancia, cuando saltaba con alegría los charcos que forma el agua sobre las aceras o los arroyuelos efímeros que corren sobre las calzadas.

domingo, 15 de julio de 2012

Notas (II)

***
Orquídeas en el jardín botánico de Puerto de la Cruz (Tenerife).

Tomé la guagua en La Laguna, con los compañeros del grupo de senderismo de la universidad, para subir hasta Las Cañadas. La guagua se detuvo un rato en La Esperanza, donde el verde jugoso de los campos se difuminaba tras una gasa de niebla. Las ramas de algunos castaños emergían como presencias fantasmales de ese aliento blanquecino que lo rodeaba todo. Cuando la guagua reanudó la marcha, continuó subiendo entre pinares, también envueltos en la bruma de aquella mañana fresca. Las tensas verticales de los pinos me sugerían delgadas columnas que sostuvieran, entre cielo y tierra, la inmensa catedral de la naturaleza. Entre ellas se distinguían arbustos de flores blancas, similares a racimos de escarcha; dudo si eran saúcos, retamas u otra planta que desconozco. A medida que el autobús iba subiendo, los paisajes se tornaban cada vez más sobrecogedores, con amplios valles y desfiladeros, y desde aquellas alturas podía verse el mar de nubes, la blanca extensión que las nubes forman cuando se encuentran con las faldas de las montañas. Dejados atrás los pinares envueltos en la bruma, en aquellas alturas reinaba la claridad solar. Mientras yo miraba desde la ventanilla de la guagua los desfiladeros y el mar de nubes, sentí un cierto sobrecogimiento, y enseguida me percaté de que estaba sintiendo lo que Kant llamó lo sublime matemático: la mezcla de admiración y temor que inspira un objeto de grandes dimensiones, ante el cual el hombre toma conciencia de su fragilidad y su pequeñez. Describiré la caminata de manera resumida, sin entrar en demasiados detalles. Empezamos en Las Cañadas, ante unas coladas de lava surgidas tras la erupción que sufrió el Pico Viejo a finales del siglo XVIII. Bajo el azul cristalino de la mañana, vacío de nubes, lenguas de piedra rugosa y negra se extendían sobre los ocres de la tierra. Ni la más diminuta yerba, ni siquiera el manto naranja y verdoso de los líquenes, crecía sobre aquellas coladas de lava, que me ofrecieron la viva imagen de un desierto. De repente, una bandada de vencejos cruzó el aire sobre nuestras cabezas y desapareció más allá de las montañas. Los mismos vencejos que revolotean y dibujan las cabriolas más audaces, sobre las azoteas de la ciudad, también llegan hasta allí, hasta las atalayas de la isla, donde las rocas frisan con el cielo. Después anduvimos un camino que discurría entre pinos y retamas sueltos, que no llegaban a formar un bosque, hasta adentrarnos en los pinares de los altos de Guía de Isora. Allí pude admirar varios ejemplares de pinos ancianos, cuyas ramas se han curvado con el tiempo, como si quisieran imitar a los cedros de las estampas japonesas. Los árboles emergían de gargantas abiertas como fisuras en las montañas, y un tibio sol, atenuado por las nubes, descendía sobre sus copas. En el pasado, algunos troncos se vaciaron por la base para la obtención de resina, que se empleaba en la curación de enfermedades pulmonares. De las oquedades abiertas en ellos pendían gotas de resina endurecida, como las estalactitas de una cueva, con matices que variaban entre el amarillo dorado y el naranja. Durante el camino yo meditaba en silencio. Me decía a mí mismo con el pensamiento: jamás olvides que formas parte del todo; que la ley natural, lo quieras o no, te vincula al resto de las criaturas con un lazo indeleble; que el hombre, cuando destruye la naturaleza, se destruye también a sí mismoAcabada la comida, nos acercamos hasta una fuente. Para llegar hasta ella, había que subir un angosto sendero, sembrado de pedruscos que lo hacían casi intransitable. La fuente se escondía en una pequeña cavidad abierta en el monte. Dentro de la cavidad, un chorro de agua manaba fresquísimo de la roca madre, y en torno de él, bajo el amparo de la sombra, crecían grandes tallos de menta, cuyo verde igualaba en intensidad a su aroma. Sediento, acerqué mis labios al chorro para beber un trago, y luego aspiré el aroma de la menta para que llegara hasta mis pulmones. Seguimos caminando sin más pausas hasta salir de aquellos pinares. Entonces nos detuvimos de nuevo para descansar en una era de piedra, donde en otras épocas se trillaban los cereales, y descendimos una larga y áspera cuesta, por una ladera poblada solo de brezos y otros matorrales, hasta el final del camino.

* * *

Para que no me las hurte el olvido, anoto aquí las impresiones que me dejó una caminata por la costa del sur de la isla, en los alrededores de El Médano: el cielo despejado, libre de toda nube, donde brilla un sol de justicia; el oleaje que estalla sobre los arrecifes negros con la furia de los dioses, levantando espuma como borbotones de leche hirviente; las tuneras que crecen a unos metros del océano, y cuyas espinas fulguran bajo el mediodía como agujas de oro; las rocas erosionadas, como si no hubieran adquirido todavía su forma definitiva, como si la costa de esta zona de la isla hubiera quedado a medio hacer; el rumor incesante del viento, que llega a aturdir mis oídos; la intensa aridez del paisaje, donde solo crecen algunas yerbas y matorrales acostumbrados a unas duras condiciones de vida; los tonos ocres y rojizos de la tierra; las pronunciadas cuestas del sendero, que discurría todo por subidas y bajadas, atravesando las montañas cercanas al mar; las inusuales formas de las tabaibas, que parecían retorcidas por el viento; el baño después de la caminata, en una pequeña playa donde las olas chocaban como golpes de frescura con mi piel acalorada por el sol.

* * *

Apunto las impresiones de una visita al jardín botánico de Puerto de la Cruz, donde nunca había entrado hasta ahora. Como ya esperaba, predomina la vegetación tropical, favorecida por el clima templado y húmedo del norte de la isla. Comienzo mi recorrido por la galería de la entrada, cubierta por un umbráculo de listones curvos de madera, bajo los que crecen anturios, philodendron y diversas enredaderas con una vitalidad furiosa. Al salir de esta galería, llama mi atención una pérgola bajo la que crecen diversas especies de orquídeas, epífitos y bromelias, entre ellas el cuerno de alce, una planta originaria de África llamada así por la forma de sus hojas, que recuerdan a los cuernos de este animal. Los epífitos crecen de forma espontánea en algunos árboles del jardín, aprovechando las oquedades de los troncos. Aquí se cultiva una gran variedad de especies, muchas de ellas utilizadas en los parques y jardines de la isla, con lo que voy aprendiendo los nombres de muchas plantas que me resultaban familiares a la vista, pero cuyos nombres ignoraba: la platanilla, el agapanto o lirio africano, la palmera real... Sigo caminando hasta llegar a un ejemplar inmenso de ficus, que tal vez sea el árbol más alto y grande de este jardín: la conocida como higuera del Botánico. Las raíces aéreas de este ficus, que rebasa el siglo de edad, llegan desde las alturas hasta el suelo, como segundos troncos, formando un bosque de columnas que apuntala sus ramas. Algunas no han tocado el suelo y cuelgan de las ramas como lianas que todavía no se han endurecido. También reparé en algunas araucarias de gran tamaño. Finalmente, llegué al estanque situado al final del jardín. Nenúfares amarillos y rosados crecen sobre el agua medio turbia. De vez en cuando, se descubre la silueta naranja de alguna carpa, fulgurando como una llama subacuática sobre un fondo verdoso. De súbito, una tortuga negra asoma su cabeza del agua, acercándose a un paso de donde estoy, en el borde del estanque; me observa fijamente por unos segundos, con una mezcla de curiosidad y mansedumbre, y se sumerge de nuevo para continuar nadando. Entonces medito sobre la vida serena y libre de inquietudes que lleva la tortuga, pues no desea más que la frescura del estanque y el alimento que tal vez le suministren los jardineros. Me sorprendo una vez más ante lo poco que necesitan los animales para su felicidad, si lo comparo con la desmesurada ambición de los hombres, que tan a menudo los conduce a la ruina y a la desventura, y me digo a mí mismo que todos deberíamos cuestionarnos la presunta superioridad humana, al menos por unos momentos, y detenernos a tomar lecciones del resto de las especies.

lunes, 9 de julio de 2012

Ángel caído

***
¡Ángel con grandes alas de cadenas!
BLAS DE OTERO

El poeta es un ángel
caído en este mundo,
a causa de su indómita inocencia.
La cólera del viento
se lo llevó de sus amadas nubes,
para dejarlo a su merced, a solas,
en el páramo frío de los hombres.
Mientras barren sus alas de cadenas
la mugre de las calles,
declara, con su cálido lamento,
su nostalgia de límpidos azules.
Solo su canto guarda
la memoria borrosa
de su cielo perdido.

jueves, 28 de junio de 2012

Los plátanos

***
Ramas de Platanus hispanica.
 
Abrazando los márgenes del campus,
os levantáis alegres,
unidos en hileras armoniosas.
Pasáis las estaciones y los años
en calma perdurable,
firmes como los hitos de una senda.
Ya no recuerdo, plátanos amigos,
cuántas veces mis pasos anduvieron
solos a vuestra sombra;
cuántas veces notaron mis oídos
el son de vuestras hojas,
como liras eolias en el viento;
cuántas veces mis ojos admiraron
vuestras figuras altas
como verdes incendios.
Innúmeras mañanas me detuve
debajo de vosotros,
viendo cómo los montes azulados
de Gran Canaria, en honda lejanía,
descuellan del océano y las nubes.
Llenaba mi deseo de infinito
y oleadas de paz me rodeaban.

Solo vosotros, plátanos amigos,
allanasteis el áspero sendero
de mi rutina diaria, del estudio,
llamándome con voces inaudibles,
conversando conmigo sin palabras.
Ahora que abandono
yermas aulas y fríos corredores,
y salgo al aire libre y a la vida,
os doy las gracias, hijos de la tierra,
que volvéis en fecundos
los áridos espacios de los hombres.


Georg Friedrich Händel. Suite en re sostenido mayor: Preludio. Robert Hill, fortepiano.

domingo, 24 de junio de 2012

Los discípulos en Sais

***
Retrato de Novalis. Franz Gareis. Óleo sobre lienzo.

Los discípulos en Sais puede considerarse como una de las obras más enigmáticas y fascinantes de Novalis. Esta novela nos presenta una hermandad de sabios, situados a medio camino entre la figura del filósofo, la del místico y la del científico, que se dedican al estudio de la naturaleza. Para estos sabios, la tarea del científico no difiere en lo esencial de la del místico o de la del filósofo, pues todos ellos aspiran a conseguir, por diversos medios, el conocimiento de la verdad, entendiendo por ésta el sentido de la existencia humana y de la existencia del mundo. Los miembros de esta hermandad se consagran con profunda devoción al estudio de la naturaleza, esperando que éste les ofrezca las claves necesarias para conocer el orden del universo. Dentro de ese estudio reviste una especial importancia la geología, pues los discípulos dedican buena parte de su tiempo a vagar por campos y bosques, recogiendo piedras de diferentes clases, que luego reúnen y clasifican en el templo de la hermandad. En este interés por las piedras y los minerales podemos advertir un eco del interés por la geología que sintió Novalis en su vida real, el cual surgió cuando hubo de tomar lecciones de esta disciplina para trabajar en la administración de las minas de sal de Weissenfels.

Los miembros de la hermandad conciben el universo como una red de semejanzas que se dan entre los seres que lo integran (así, consideran que existen semejanzas entre los diversos reinos de seres: el mineral, el vegetal y el animal). La naturaleza produce formas y estructuras similares en las diferentes categorías de seres. La finalidad que persiguen con su tarea es comprender la naturaleza (es decir, conocer la estructura y el orden de la misma). Novalis utiliza el templo de Isis situado en la antigua ciudad egipcia de Sais, al que alude el título de esta novela, como una metáfora del conocimiento de la naturaleza. En el interior de este templo, se encontraba una imagen de Isis cubierta por un velo. Este velo simboliza el profundo misterio que oculta la estructura de la naturaleza. Solo los miembros de la hermandad descrita en la novela, después de un largo y difícil aprendizaje, podrán descorrer el velo de la diosa, es decir, conocer el orden del universo y las leyes que lo rigen tal como son, lo cual constituye el máximo conocimiento al que puede aspirar el hombre: conocer, en suma, la verdad. Por otro lado, en esta novela ya aparece la idea de evolución. La naturaleza no se concibe como un ser estático, invariable, sino dinámico, pues está continuamente sufriendo cambios. Aunque la idea de evolución no se formulará de manera completa hasta la segunda mitad del siglo XIX, cuando Darwin publique su ensayo El origen de las especies, los pensadores y científicos de finales del siglo XVIII y principios del XIX ya la habían intuido. Por ejemplo, Goethe, en su actividad científica, formulará la teoría de la Urpflanze (en alemán, planta primigenia): según esta teoría, en tiempos remotos existió una planta que habría servido de prototipo a todas las demás, pues contenía las características de todas ellas. En la descripción de esta hermandad de sabios, se advierte el anhelo que sentían los primeros románticos alemanes de elaborar una ciencia total, una ciencia que unificara todas las disciplinas del saber, tanto las humanísticas como las científicas, con el fin de ofrecer una explicación general del mundo. En suma, encontramos un panorama muy diferente a la separación radical entre las ciencias y las humanidades y la especialización de las ramas del saber que han tenido lugar en la sociedad occidental desde la aparición del positivismo científico.

Después de la introducción filosófica con que arranca la novela, uno de los discípulos narra una leyenda alegórica, con el tono fabuloso de un relato infantil. El protagonista de esta leyenda, Hiacinthe, abandona su casa, sus padres e incluso a su amada, Rosenblüthe, para dirigirse caminando hasta Sais, la ciudad donde se encuentra el templo de Isis, y recibir allí las enseñanzas que calmarán su ansia de conocimiento. Después de un largo recorrido que lo conduce por diversos parajes, llega a las puertas del templo de Isis y se adormece –en esta alusión al sueño podemos advertir el irracionalismo de Novalis, para quien los sueños podían constituir verdaderas revelaciones. En el sueño, atraviesa las salas del templo, que le resultan familiares, pese a que no recuerda haber estado jamás en ellas, llega hasta la imagen de Isis y levanta el velo que la cubre. Nada más levantar el velo de la diosa, aparece su amada, Rosenblüthe. Los dos amantes terminan juntos, engendrando numerosos descendientes y gozando de la felicidad de la vida familiar. El significado de esta leyenda radica en la necesidad del amor para llegar al conocimiento profundo de la naturaleza. Solo a través de la experiencia del amor, a través de la unión con la persona amada, el hombre comprende el sentido último del universo. El amante supera sus carencias, las limitaciones inherentes a su ser individual, saliendo al encuentro de la persona amada. Novalis considera al hombre como un reflejo del universo y a éste como un reflejo del hombre, en la medida en que ambos guardan una serie de semejanzas en su estructura; por esta razón, la persona amada se convierte en un reflejo del cosmos para el amante, de manera que amar al otro equivale a amar el universo. Esta idea se manifiesta en un hermoso aforismo del autor: Mi amada es una abreviatura del universo, y el universo una prolongación de mi amada.

En Los discípulos en Sais, Novalis habla de la existencia de un alma general del universo, de la que todos los seres forman parte. Aquí puede apreciarse la influencia del panteísmo de Spinoza en su obra. Recordemos que Spinoza formuló el concepto de amor intelectual hacia Dios, que se define como el amor a la naturaleza (Spinoza, siendo panteísta, identifica a Dios con la naturaleza) que nace del conocimiento verdadero de ésta y que genera un sentimiento de profunda alegría. Sin embargo, no puede calificarse a Novalis de propiamente panteísta, pues efectúa una curiosa síntesis de panteísmo y cristianismo en su obra. En el pensamiento de Novalis, Cristo aparece como el único mediador directo o de primer grado entre Dios y el hombre, pues solo él se encuentra en relación directa con Dios; ahora bien, los demás seres del mundo pueden actuar como mediadores indirectos o de segundo grado entre Dios y el hombre, posibilitando la relación amorosa del hombre con Cristo, quien a su vez posibilita la relación amorosa del hombre con Dios. Esta síntesis de panteísmo y cristianismo no se aprecia en Los discípulos en Sais, sino en los Himnos a la noche, donde la amada de Novalis, Sophie, aparece como mediadora entre Cristo y el propio poeta. De ahí proviene la identificación de Sophie con la virgen María que Novalis llevará a cabo en los Himnos, pues una de las misiones fundamentales de María, en la teología cristiana, es la intercesión a favor de los hombres ante Dios.

Las conversaciones que los miembros de la hermandad mantienen en esta obra sirven a Novalis para introducir en ella un debate en el que cuatro discípulos exponen sus opiniones sobre la naturaleza y sobre el medio más adecuado para conocerla. Según Félix de Azúa, quien escribe el prólogo de esta edición de la obra, estos discípulos encarnan el pensamiento de varios filósofos contemporáneos de Novalis y el del propio poeta. Así, el discípulo que inicia esta discusión defiende las ideas de Schelling y de Schleiermacher. En las ideas de este discípulo notamos el influjo de la teoría de las correspondencias, según la cual la estructura del universo consiste en una serie de semejanzas que se dan entre el macrocosmos (la totalidad del universo) y el microcosmos (el ser humano). Por lo tanto, para Schelling y Schleiermacher el ser humano debe dedicarse al conocimiento de sí mismo, pues cuenta con escasas posibilidades de lograr un conocimiento seguro e infalible del mundo que lo rodea. De este modo, el hombre, estudiando su propia estructura, sus propias cualidades físicas y psíquicas, no solo se conocería a sí mismo, sino que también descubriría la estructura del universo.

El segundo discípulo defiende, en su parlamento, las teorías del filósofo Franz von Baader, contemporáneo de Novalis y miembro de la corriente de pensamiento conocida como filosofía de la naturaleza. Baader define la naturaleza como una insólita armonía, un equilibrio milagroso que han alcanzado todos los seres del cosmos en sus relaciones. Pone de manifiesto la diversidad de la naturaleza, describiéndola como un conjunto formado por una inmensa variedad de seres, y subraya las conexiones que unen a todos ellos, pues los seres no viven aislados, sino creando múltiples relaciones entre sí, influyendo unos sobre otros de manera continua. Considera que la influencia de unos seres sobre otros se produce a través de una especie de ciclo, que podría entenderse como una transmisión de energías en la que intervienen tres agentes: la naturaleza, los seres humanos y el espíritu universal (es decir, la inteligencia divina que se halla presente en todo el universo, cuya manifestación externa, perceptible para los sentidos, sería la naturaleza). Primero, la naturaleza influye sobre los seres humanos; luego, éstos influyen sobre el espíritu universal; finalmente, éste último influye de nuevo sobre la naturaleza, de manera que este ciclo de transmisión de energías queda cerrado. Así lo expresa este discípulo en sus palabras:

Es muy arriesgado […] querer recomponer […] a la Naturaleza, con la ayuda de sus fuerzas y de sus fenómenos externos, y considerarla ora como un fuego monstruoso, ora como un hecho accidental extrañamente conformado, como dualidad o trinidad, o como otra fuerza singular cualquiera. Sería más verosímil que fuese el producto de un acuerdo incomprensible entre seres infinitamente distintos, el nudo milagroso del mundo espiritual, el punto de unión y de contacto de innumerables universos.

[…]

nada es tan extraordinario como la gran homogeneidad y simultaneidad de la Naturaleza, la cual parece estar presente en todas partes y por entero. En la llama de una luz, todas las fuerzas de la Naturaleza están en actividad; y, así, en cada lugar, ella se representa y se transforma continuamente, haciendo brotar hojas, flores y frutos a un tiempo. Se halla, en medio de los siglos, presente, pasada y futura a la vez; y quién sabe en qué genero especial de lejanía trabaja de la misma manera; es probable que su sistema no sea más que un sol en el Universo, una luz, una corriente, cuyas influencias son percibidas, en primer lugar, por nuestro espíritu pero, fuera de éste, extienden sobre la Naturaleza el espíritu del universo y comunican, a otros sistemas, el alma del mismo.

El tercer discípulo defiende las teorías de Henrik Steffens, filósofo de origen noruego que se trasladó a Alemania, convirtiéndose en uno de los representantes de la filosofía de la naturaleza. Para Steffens, la naturaleza evoluciona conforme a un programa, a un plan establecido previamente. Por lo tanto, la misión del hombre consiste en averiguar este programa, con el fin de descubrir cómo se ha desarrollado hasta la actualidad y predecir cómo lo hará en el futuro. La disciplina más adecuada para llevar a cabo esta misión es la historia natural, que se encarga de explicar las diversas fases del desarrollo de la naturaleza; por ello, Steffens  le concede una gran importancia, considerándola como la única ciencia que permitirá acceder al verdadero conocimiento de la naturaleza. Sin embargo, Steffens afirma que en su época la historia natural era una disciplina en ciernes, que se hallaba en proceso de formación, pues aún no había logrado reunir suficientes conocimientos sobre su objeto de estudio ni ordenarlos de manera coherente para consolidarse como ciencia. En aquella época, los científicos solo habían realizado algunos descubrimientos en la materia, sentando las primeras bases de la historia natural.

En boca de un cuarto discípulo, Novalis expone su propia concepción de la naturaleza. Así, nos habla de la apropiación moral de la naturaleza, concepto que trataremos de explicar a continuación. Novalis cree en el mito de la edad de oro y considera que la naturaleza ha caído en un estado de degeneración, de decadencia, desde el fin de aquella edad. Ahora bien, el hombre está llamado a colaborar con la naturaleza; mediante su actividad creadora, transformadora, conducirá de nuevo la naturaleza hacia su perfección. Así, Novalis aduce como ejemplos de esta actividad la pintura, que organiza los colores de manera que dan lugar a un resultado hermoso; la danza, que enseña a los miembros del cuerpo humano a moverse de manera armoniosa; la domesticación de los animales, que permite acostumbrarlos a la convivencia con los hombres; o la jardinería, que reúne los elementos naturales para dar lugar a paisajes ordenados y armoniosos. Llevando la naturaleza a su perfección, el hombre conseguirá restaurar la mítica edad de oro, aquel periodo que Ovidio describió en sus Metamorfosis, en el que la humanidad vivía en un estado de felicidad general y de perfecta armonía con la naturaleza. De este modo, el hombre dota de una finalidad moral a la naturaleza, pues su tarea viene a remediar la decadencia en que aquélla se hundió desde el final de la edad de oro, orientando a los seres que la integran, tanto a los inertes como a los vivos, hacia la consecución del bien. Se nota claramente que Novalis mantiene una visión optimista de la actividad transformadora de la naturaleza que lleva a cabo el hombre. Ello podría deberse a que en el marco espacial y temporal en que escribe esta obra, la Alemania de finales del siglo XVIII, la revolución industrial apenas había comenzado y todavía distaba mucho de alcanzar su apogeo. En aquel entonces, ni siquiera se sospechaban las consecuencias negativas que la industrialización acarrearía: la conversión del hombre en una mercancía, cuyo valor se encarga de fijar el mercado, mediante la explotación de la clase trabajadora, y la conversión de la naturaleza en un mero recurso, cuya finalidad se reduce a suministrar materias primas para el desarrollo económico. Por otro lado, cuando se pregunta cómo acceder al conocimiento de la naturaleza, Novalis afirma que solo el poeta puede descubrir el sentido último de los fenómenos naturales, mediante el acercamiento intuitivo a éstos, lo cual supone un privilegio vedado al científico, cuya actividad se limita a describir las cualidades físicas de los objetos. De este modo, se pone de manifiesto el valor supremo que el escritor alemán concedía a la figura del poeta. Así lo expresa el cuarto de los discípulos en su parlamento:

Solamente los poetas han comprendido lo que la Naturaleza puede significar para el hombre, comentó un hermoso adolescente, y no es arriesgado afirmar que la solución más perfecta de la humanidad se encuentra en ellos y que, de ese modo, cada sensación se propaga con pureza por doquier, con sus infinitas modificaciones, a través del cristal y de la movilidad de dicha solución. Todo lo hallan en la Naturaleza, cuya alma solo a ellos no rehúye; y en el trato que mantienen con ella, los poetas buscan, con mucha razón, toda la dicha y el encanto de la edad de oro. La Naturaleza les ofrece la variabilidad de su carácter infinito; y, más que el hombre, ingenioso en grado sumo y pletórico de vida, sorprende por sus hallazgos y sus rodeos profundos, por sus encuentros y desviaciones, por sus grandes ideas y sus rarezas. El inagotable tesoro de sus fantasías no tolera que uno solo de sus amigos se aleje con las manos vacías. Todo lo embellece, lo anima, lo confirma; y si en ciertos detalles, diríase que solamente reina un mecanismo inconsciente y sin sentido, la mirada que penetra hasta el fondo de las cosas descubre una maravillosa simpatía hacia el corazón humano, en la coincidencia y en la continuación de los accidentes particulares. El viento es un movimiento del aire que puede obedecer a muchas causas externas; pero, ¿no os parece que tiene otro significado para el corazón solitario y henchido de deseos, cuando pasa, proveniente de alguna comarca muy querida y que con mil murmullos profundos y melancólicos aparenta disolver el sereno dolor, en hondo y melodioso suspiro de la Naturaleza entera? ¿Acaso el joven enamorado no halla expresada, también él, y con admirable veracidad, su alma saturada de flores, en la fresca y tierna vegetación de los campos primaverales? ¿Y puede la vivacidad de un alma que acaba de sumergirse en el oro del vino parecer más preciada y sonriente que en el racimo de uvas pesadas y brillantes, ocultas casi, bajo las hojas?

En los ejemplos que aduce Novalis en este pasaje de la obra, podemos comprobar cómo el poeta identifica sus estados de ánimo con los elementos de la naturaleza. Por ejemplo, el hombre solitario y lleno de deseos no realizados alivia su tristeza escuchando el suave rumor del viento; el enamorado ve reflejada su alegría en los campos floridos de la primavera; el hombre sumido en el entusiasmo gracias al vino encuentra una imagen de su estado de ánimo en el racimo de uvas. De este modo, el poeta descubre semejanzas entre su interioridad y el mundo exterior, entre el ser humano y la totalidad del universo.

Una vez que los cuatro discípulos han confrontado y debatido sus teorías, el maestro de la hermandad toma parte en el diálogo, y en su intervención parece respaldar veladamente la teoría de la apropiación moral de la naturaleza que ha formulado Novalis. Para acceder al conocimiento de la naturaleza, recomienda a los cuatro discípulos la adquisición de dos hábitos indispensables: vida discreta y sencilla, como la de un niño, e incansable paciencia. La tranquilidad propia de una vida discreta y sencilla se convierte en condición necesaria para alcanzar este conocimiento, pues, como reconoce el maestro, se puede considerar como muy raro el hecho de encontrar la verdadera inteligencia de la Naturaleza unida a la gran elocuencia, a la habilidad y a una vida notable, pues, generalmente, la acompañan palabras muy sencillas, un pensamiento recto y sincero, y una vida austera. Por otro lado, la paciencia se vuelve necesaria, pues no es posible determinar al cabo de cuánto tiempo revela la Naturaleza sus secretos. Ciertos elegidos los obtienen y conocen cuando aún son jóvenes; otros, solo a una edad avanzada. El maestro asocia el envejecimiento del cuerpo con la sabiduría del espíritu, pues afirma que el investigador verdadero jamás envejece; toda pasión eterna se halla fuera de los límites de la vida y, cuanto más se aja y se seca la envoltura externa, tanto más claro, resplandeciente y poderoso se torna el núcleo. Según el maestro, la adquisición de estos dos hábitos se opera, de modo fácil y frecuente, en el taller del artesano y del artista, allí donde los hombres están en contacto y tienen que luchar de mil maneras con la Naturaleza, en los trabajos del campo, de las minas y en la navegación, en la cría del ganado y en muchos oficios más. En este elogio del trabajo podríamos hallar un reflejo de la teoría de la apropiación moral de la naturaleza, pues, como ya hemos dicho, para Novalis el hombre conduce de nuevo la naturaleza hacia su perfección, mediante su actividad creadora, transformadora de la realidad.

Los discípulos en Sais. Novalis. Prólogo de Félix de Azúa. Editorial Hiperión.