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lunes, 20 de julio de 2020

Tres meses de amargura (I)

Dibujo de Oswaldo Guayasamín. Foto: Ramiro Rosón.

A mediados de marzo de 2019, me encontraba en Quito, durante mi segunda estancia en la capital ecuatoriana. Poco después de mi ruptura con mi exnovia K., me vi obligado a salir de la casa de mi amigo V., que me había acogido allí generosamente por más de cinco meses. Debido a la ruptura, mis planes de empezar a vivir con K. en el piso que ella había comprado a comienzos del mismo año se fueron al traste. Por otro lado, no podía quedarme de manera indefinida en la casa de mi amigo V., de modo que este empezó a pensar en una alternativa. V. habló con una conocida suya, una señora llamada C., que se ofreció a alquilarme una habitación. En los días anteriores a la mudanza, presentí que me dirigía hacia un lugar donde no iba a encontrarme a gusto, pero los enormes retrasos en el cobro de los proyectos en que V. y yo estábamos trabajando no me permitían otras alternativas. En algún momento pensé en solicitar ayuda a mis padres para regresar a Tenerife de inmediato, pero el orgullo, esa estúpida pasión, me condujo a descartar esa idea, pues no quería aparecer ante mis amigos y conocidos como un fracasado, como alguien que retorna con la cabeza baja después de una experiencia desalentadora. Como dijo Emile Henry Gauvreau, un periodista estadounidense, “yo formaba parte de esa extraña clase de personas que, como bien se ha descrito, pasan sus vidas haciendo cosas que detestan […] para impresionar a gente que les desagrada”.

Un amigo de V., llamado F., me ayudó con la mudanza, cargando mis dos maletas de viaje y mis demás enseres en una furgoneta hasta la casa de la señora C., situada en la avenida América, una de las grandes arterias del norte de Quito. Descargué el equipaje del vehículo y F. se marchó, perdiéndose en el tráfico de la capital ecuatoriana. Aún recuerdo cómo fui subiéndolo todo, con gran esfuerzo y sin que nadie me ayudara, por la escalera angosta de cinco pisos sin ascensor que llevaba hasta la casa de aquella señora (maldito sea aquel día funesto). Quizá mis palabras suenen algo rencorosas, pero, cuando alguien ha sido pisoteado tantas veces como yo, la maldición y el insulto se convierten en las únicas formas posibles de venganza. No creo en esa fábula cristiana de poner la otra mejilla.

Podría describirse a la señora C., de forma precisa, como una mujer abrumada por la carga de sus problemas personales. Era viuda de un hombre llamado P., si no recuerdo mal, que había utilizado un terreno de su propiedad para construir el edificio donde se encontraba su piso. Recuerdo con claridad el entorno de la avenida América, enorme y desangelada, como una clara muestra del feísmo urbano que desfigura buena parte de las ciudades de Ecuador y de América Latina. Sobre sus aceras de cemento, llenas de grietas y desniveles, yo caminaba para coger un autobús con rumbo a la Universidad Católica, de lunes a viernes, hasta que me salían dolorosos callos en los pies. Por la mitad de la avenida circulaba un trolebús, rodeado por algunos árboles de verde triste, y en cada acera de la vía se encontraban edificios de viviendas de clase media-baja y diversos negocios, como una gasolinera, varios talleres de coches, algunos bares e incluso una funeraria.

Los cables del tendido eléctrico, que colgaban de enormes postes, se enredaban formando esa apretada maraña de hilos negros que surge como una estampa habitual en muchas ciudades latinoamericanas. De noche, el paisaje de la avenida América resultaba tétrico y desolado: cuando regresaba de la Universidad, algunas veces caminaba con cierto miedo y, si veía cerca de mí a personas o grupos de catadura sospechosa, saltaba de la acera y seguía caminando por la zona verde que rodeaba el trolebús. Algunas noches el edificio de la funeraria despedía una humareda blanca por una delgada chimenea, cuando se ponía en funcionamiento el crematorio para incinerar a los muertos, y entonces me venía a la memoria, de forma inevitable, el poema Fuga de la muerte, de Paul Celan, en el que se menciona el humo que salía de los crematorios en los campos de concentración del régimen nazi: “Leche negra del alba la bebemos a la tarde / al mediodía la bebemos la bebemos de noche y de mañana”. Recuerdo, igualmente, las noches de niebla, cuando una espesa bruma inundaba casi todo el norte de la ciudad: en esas ocasiones, Quito se volvía fantasmagórico, adquiriendo una extraña belleza. Por último, la sombra imponente del volcán Pichincha, cubierto de praderas andinas y bosques de eucaliptos, dominaba aquella zona de la capital, e incluso en los días más despejados podía verse la imagen grandiosa del Cotopaxi, con su corona de nieves perpetuas.

La señora C. vivía con su hermana A. y con su hijo J., un chico de veintitantos años que sufría de parálisis cerebral, de forma que no podía caminar solo y necesitaba ayuda para todas las tareas de la vida cotidiana, incluso para comer y bañarse en la ducha. Debido a su discapacidad, J. apenas sabía articular palabras y se comunicaba con sonidos semejantes a berridos animales, como sucede con frecuencia en estos casos. Algunas veces, por las tardes y las primeras horas de la noche, pasaba largos ratos emitiendo aquellos berridos en su habitación, como un animal quejumbroso que llora desde su establo, y escucharlo me causaba una angustia insoportable, hasta el punto de que algunas veces, entre la nostalgia de Tenerife y el oscuro ambiente de aquella casa, me daban ataques de ansiedad o me venía abajo, rompiendo a llorar en mi dormitorio. Por otro lado, en la estación lluviosa, cuando llegué a la casa de C., las tormentas golpean Quito casi todas las semanas con truenos furibundos como cañonazos, que a veces incluso despiertan las alarmas de los coches. Aquellos truenos asustaban mucho a J., haciéndolo gemir de miedo cada vez que sonaban, y yo perdía la calma con sus gemidos, hasta que la tormenta amainaba un poco y solo quedaba una lluvia más o menos fuerte.

Por lo demás, la personalidad de C. se encontraba marcada por su enorme fe en la religión de los mormones, así como por sus manías relacionadas con el orden y la limpieza de la casa. Se había iniciado en la iglesia mormona desde hacía veintidós años, según me contaba. Por la tarde-noche, solía encerrarse en su dormitorio para contemplar vídeos devocionales, como las ceremonias religiosas y los sermones del presidente de esta iglesia, que se graban en Salt Lake City, la ciudad santa de los mormones. Supongo que C., como tantos millones de personas en el mundo, buscaba en aquellas creencias un refugio ante los problemas que debía afrontar en su vida cotidiana. Por el contrario, en mi caso me repugna la idea de sacrificar la lucha por una sociedad más justa y el disfrute del presente en el nombre de un paraíso incierto, pues la experiencia me demuestra que tales sacrificios solo redundan en provecho de algunos sujetos más o menos avispados (los que dirigen y administran la organización religiosa de turno, convirtiéndola en su forma de vida).

La obsesión de la señora C. con el orden y la limpieza me trajo algunos roces con ella desde los primeros días de mi estancia en aquella casa. Enseguida supe que la convivencia con ella no resultaría fácil: había podido intuirlo desde el primer momento en que había llegado a aquella casa, pero en mi situación precaria no disponía de más alternativas. Igualmente, debido a sus creencias mormonas, C. no me permitía recibir visitas, ni fumar, ni beber alcohol en la casa: en suma, pretendía imponerme un régimen de aislamiento y puritanismo, dos factores con los que muchas religiones institucionales disciplinan y someten a sus fieles. En aquel momento, yo no contaba con muchos amigos dispuestos a visitarme y el asunto de fumar no me suponía ningún problema (de hecho, jamás he sentido afición por el tabaco), pero la prohibición de las bebidas alcohólicas sí me fastidiaba mucho, pues me costaba aguantar aquel ambiente depresivo, sumado a mis problemas personales, sin tomarme ni siquiera una cerveza de vez en cuando para levantar los ánimos y olvidarme un poco de la realidad inmediata. En todo caso, como las prohibiciones draconianas agudizan el ingenio de sus infractores, acabé apurando botellas de Pilsener, una magnífica cerveza ecuatoriana, en la soledad de mi dormitorio: solía comprarlas en alguna tienda cercana a la casa, llegaban ocultas en mi mochila y, al día siguiente, sacaba las botellas vacías dentro de esa mochila, para que no dejasen rastro. En algunas ocasiones, si se acumulaban botellas de varios días, las guardaba dentro de mi maleta de viaje, cerrándola con su contraseña, y las sacaba de la casa poco a poco, para no causar sospechas en aquella puritana señora. De este modo, aprendí a conducirme con extremo cuidado en la vida cotidiana para no desatar las iras de C.

En aquellos meses oscuros, comenzaron a surgir numerosas dificultades en los proyectos en que trabajaba con mi amigo V. El municipio de Esmeraldas, que había contratado a V. para diseñar un proyecto de mercado de abastos, no pagaba las cantidades establecidas en el contrato y la Universidad Católica aún no transfería los honorarios del proyecto de investigación que nos había aprobado en diciembre de 2018. Acabé tirando de mis ahorros hasta agotarlos del todo y, finalmente, me vi obligado a solicitar a mis padres que me enviasen dinero. Dado que mi exnovia K. y yo habíamos hecho planes de boda, yo pensaba regularizar mi situación solicitando un permiso de residencia por matrimonio, pero la ruptura con ella me dejó una vez más en la estacada, pues un simple visado en Ecuador costaba 500 dólares, una cantidad que en aquel momento no podía permitirme desembolsar de una sola vez.

De este modo, me encontré viviendo en absoluta precariedad económica como inmigrante irregular, a más de ocho mil kilómetros de mi país de origen. Puedo decir que conozco la experiencia de los que se ven obligados a marcharse de su tierra y sufren penurias en otro país con la esperanza de un futuro digno. Mientras, la señora C. me agobiaba, pidiéndome sin descanso que pagara el alquiler de la habitación, lo cual aumentaba la ansiedad que sentía en aquella casa. Me invadían la culpa y la vergüenza de no poder pagarle con regularidad, y pasaba casi todo el día en la calle para cruzarme lo menos posible con ella. Los únicos momentos de cierta distensión en aquella casa se producían algunos fines de semana, cuando C. ponía a todo volumen canciones de Rocío Dúrcal, su cantante favorita, como una suerte de ritual profano, el único que se permitía dentro de su fe mormona. Al menos se le mejoraba el ánimo en aquellos momentos y, aunque jamás me había gustado aquella música, confieso que dejaba una nota de ternura sentimental en aquel ambiente sórdido y atrabiliario.

Como toda religión lleva consigo una carga inevitable de hipocresía, dado que sus creencias contradicen más o menos la realidad, el creyente necesita engañarse a sí mismo para ignorar esas contradicciones. En este sentido, las creencias de C. no escapaban a esta ley empírica del hecho religioso, como podía comprobarse en sus relaciones con otros miembros de su iglesia. Después de que me apremiara durante varios días con el pago del alquiler, una tarde se presentaron dos misioneras y una vecina suya en la casa, para leer algunos textos mormones y rezar en grupo. Ese día C. se esforzó en aparentar una casa llena de paz y armonía, para causar una buena impresión a las misioneras. Recuerdo que a menudo me invitaba a los servicios religiosos de su iglesia, que se celebraban los domingos, pero yo me excusaba de mil formas para declinar una invitación que no me interesaba en absoluto. Esta vez, en cambio, me invitó a sumarme a la reunión con las misioneras y con su vecina: acepté por mera educación, para no quedarme encerrado en mi cuarto como un ogro, y con la esperanza de mejorar mi relación con ella, pensando que, si yo simulaba cierto interés en la religión mormona, quizás ella mostraría una actitud más comprensiva conmigo.

Cuando llegaron las misioneras, C. sirvió varios aperitivos en el salón de la casa y nos repartimos entre el sofá y los sillones. Las dos apóstoles mormonas comenzaron a explicarnos algunas cuestiones básicas de su credo, pero yo no dejaba de preguntarme cómo tantos hombres y mujeres de este mundo acaban cayendo en la trampa de las religiones, doblegados a la fuerza de la costumbre o a la desesperación ante los golpes de la suerte. Una de las misioneras poseía rasgos mestizos, delatando su origen chicano, mientras la otra, cuyo apellido recuerdo todavía (las mujeres presentes en aquella reunión se dirigían a ella como “la hermana K.”), lucía una melena pelirroja y una hermosa piel blanca. Esta última no tenía demasiado pecho, aunque su fina cintura y su rostro delicado compensaban esa pequeña falta con creces. Sin embargo, la hermana K., que habría podido seducir a muchos hombres si lo hubiera querido, ocultaba su sensualidad bajo un anticuado traje largo sin escote, que le alcanzaba un poco más abajo de las rodillas, pues las enseñanzas mormonas predican que las mujeres deben vestirse con modestia.

Más tarde, la conversación fue derivando hacia la vida de los misioneros mormones. En el periodo de actividad misionera, que se extiende por dos años, cada misionero debe pagarse los gastos de su propio bolsillo. La iglesia mormona puede enviarlo a cualquier país del mundo, según sus necesidades, y cuando el misionero se traslada allí debe presentarse ante los jefes locales de la iglesia, para que le asignen un programa de trabajo. Los misioneros dedican al proselitismo seis días a la semana, como si se tratara de vendedores a puerta fría, visitando a posibles interesados en su religión. Solamente les quedan libres los domingos por la tarde, que aprovechan para llevar a cabo las tareas domésticas de las que no pueden ocuparse el resto de la semana. Según parece, se dividen en parejas para vigilarse unos a otros, evitando las tentaciones mundanas que les asaltarían si desempeñaran su actividad en solitario. Al mismo tiempo, la hermana K. nos contaba que, cuando volviera a los Estados Unidos, terminaría sus estudios universitarios y se reencontraría con su novio, con el que seguramente no tardaría mucho en casarse. Si aquella hermosa gringa no se hubiera lavado el cerebro con las doctrinas de Joseph Smith, el fundador de los mormones, aquella misma noche la habría invitado a salir al barrio de La Mariscal, donde se encuentra la mayoría de los bares y las discotecas de Quito. Al día siguiente después de aquella reunión, C. volvió a reclamarme el dinero del alquiler de la habitación con la misma insistencia de siempre. De nada me había servido con ella fingir interés en las enseñanzas mormonas, pues en este mundo los intereses económicos mandan mucho más que las creencias personales.

La atmósfera de la casa, ya saturada por ese cúmulo negro de problemas, se tornaba irrespirable con las discusiones ocasionales entre C. y su hermano, que vivía en un diminuto ático levantado en la azotea del edificio, pero desayunaba en la cocina del piso de C. casi todas las mañanas. En este sentido, recuerdo un día en que ambos comenzaron a discutir a la hora del desayuno (ignoro el motivo de la discordia) y, en un ataque de furia, él arrojó al suelo un azucarero de cristal, que se quebró en varios pedazos con un sonoro golpe. Yo todo lo escuchaba desde mi habitación, con el ánimo perplejo y los nervios destrozados, y me preguntaba cuándo volvería a mi casa de Tenerife. Algunas veces también escuchaba a C. discutir con su hermana A., así que prefería quedarme encerrado en mi dormitorio la mayor parte del tiempo.

Para rematar el cuadro, C. mantenía pésimas relaciones con la familia de su difunto esposo, que vivía en el tercer piso del mismo edificio. Según me contaba la señora, los conflictos empezaron cuando se conoció el reparto de la herencia en el testamento de su marido. Se había reservado una parte de los bienes para crear un patrimonio protegido a beneficio de J., el hijo de C. y de P., pero los familiares de este último se apropiaron de una importante cantidad de dinero que le correspondía a J. conforme al testamento. De este modo, C. comenzó un proceso judicial para reclamar esta cantidad, pero la maquinaria burocrática del sistema judicial ecuatoriano prolongó durante muchos años los trámites, forzándola a gastarse más y más en abogados y notarios (de hecho, mientras viví en aquella casa, C. todavía se encontraba inmersa en este pleito). En esta situación, los familiares de P. se dedicaron a acosar a C. de diversas maneras: en una ocasión, incluso colocaron un montoncillo de tierra a la puerta del piso de esta señora, dándole forma de tumba para insinuar una amenaza de muerte. Como respuesta al acoso, C. instaló cámaras de vigilancia en todas las zonas comunes del edificio, que controlaba desde una pantalla de ordenador situada en un pasillo de su casa. Con aquellas lentes que registraban mis pasos desde que abría la puerta del piso hasta que salía a la calle, me sentía a veces como en un concurso de telerrealidad, como en una suerte de Gran Hermano donde C. lo sabía (o creía saberlo) todo.

Junto a los problemas que reinaban en la casa de C., en aquellos meses comencé a sentir las humillaciones de la xenofobia, esa mordedura que casi todos los inmigrantes han sufrido en algún momento de sus vidas en el extranjero. La sociedad ecuatoriana, pese a su variedad étnica y su elevado número de emigrantes, a menudo considera al extranjero como una amenaza, salvo que se trate de un sujeto adinerado, en cuyo caso intentará sacarle dinero de todas las formas posibles. Por otro lado, descubrí la importancia que puede cobrar la discriminación por el acento, en la que a menudo no se repara, a diferencia de otras más habituales, como las que se realizan según el color de piel o el país de origen.

Debido a mi acento canario, casi todo el mundo en Ecuador me tomaba por venezolano. Nadie creía de entrada que yo fuera español, a menos que le enseñara mi pasaporte. En aquel momento, miles de refugiados procedentes de Venezuela habían entrado en tierras ecuatorianas, huyendo del colapso económico y social de su país, lo cual había desatado una ola de xenofobia contra los venezolanos en todas las capas de la sociedad ecuatoriana. De hecho, en enero de 2019 se produjeron los dramáticos sucesos de Ibarra: un crimen de género cometido en esta ciudad (la muerte de una chica ecuatoriana a manos de su pareja, un chico venezolano) sirvió de excusa para que la población local emprendiera una serie de ataques y linchamientos contra los venezolanos residentes en la zona. Una turba enfurecida se dedicó a apedrear a grupos de venezolanos, obligándolos a marcharse de la ciudad, e incluso entró en algunos edificios donde vivían numerosas personas originarias del país caribeño, robándoles muebles y enseres para quemarlos en las calles. De este modo, mi supuesto acento venezolano me obligó a soportar miradas de suspicacia y faltas de respeto en diversos lugares: en las calles, en los autobuses e incluso en oficinas públicas. En todo caso, supongo que no debería quejarme, pues al menos los ecuatorianos tuvieron la delicadeza de no apedrearme ni hacer una hoguera con mis enseres en la calle.

Por otro lado, en una sociedad como la ecuatoriana, centrada en la familia, un inmigrante soltero y sin hijos, como yo, no podía integrarse fácilmente. Me había quedado solo después de la ruptura con mi exnovia y, cuando llegaban los fines de semana o los festivos, no encontraba con quién hacer planes de ninguna clase, pues casi todo el mundo pasaba esos días con sus familias. Vagar a solas por aquella ciudad caótica no me atraía en absoluto, así que podía pasarme varios días sin salir de la casa de C., encerrado en mi habitación la mayoría del tiempo. En el fondo, aquellas horas de hastío me resultaban deprimentes, aunque logré aprovecharlas para leer en calma, ver películas y series y escribir algo de poesía. De hecho, pienso que en buena medida resistí sin problemas el confinamiento que el gobierno español decretó en marzo, abril y mayo de 2020, obligando a todo un país a quedarse en casa para combatir la pandemia de coronavirus, debido a mis encierros voluntarios en la casa de C., que me ayudaron a prepararme, sin saberlo, para lo que vendría al año siguiente. Sin embargo, añoraba mucho mi vida en Tenerife, donde a menudo salía con amigos y conocidos, y, sobre todo, la sensación de pasear sin miedo, sin andar alerta siempre, sin la idea de que podría sufrir un hurto, un robo o una agresión física en cualquier esquina. Mi amigo V. solía advertirme de que debía andar con mucho cuidado y me contaba algunas historias de crímenes recientes que me daban más de un escalofrío. El hecho de que yo no pudiera contratar un seguro de salud privado, por los problemas económicos, aumentaba mis temores, pues me encontraba viviendo en Quito como un inmigrante irregular y, en caso de emergencia, no tenía derecho a recibir asistencia sanitaria en los hospitales públicos ecuatorianos. Por ejemplo, recuerdo el caso de una turista francesa que fue apuñalada por un delincuente en un callejón del barrio de Guápulo, una zona de la ciudad en la que abundan los cafés y bares alternativos. La condujeron a un hospital, pero, como no disponía de un seguro de salud privado, se negaron a atenderla si no pagaba 2.000 dólares sobre la marcha. Creo que un hombre que se encontraba en aquel momento en el hospital pagó el importe, en un acto de generosidad suprema, pero los sanitarios no pudieron salvarla (o quién sabe si tampoco hicieron demasiado por su vida, ya que no se trataba de una paciente rentable) y finalmente murió. Aquellas historias, más de una vez, acabaron por disuadirme de salir solo a la calle, agravando mi tendencia a los encierros en casa de C.

Para mi sorpresa, la delincuencia vendría a buscarme donde menos la esperaba, cuando me hurtaron una mochila en el campus de la Universidad Católica. Un día, hacia las cuatro de la tarde, me encontraba almorzando con V. en la cafetería de la facultad de ciencias económicas. Yo me había sentado tras una columna y había colocado la mochila entre la silla y la columna, creyendo que mis pertenencias quedarían a salvo en aquel rincón discreto. No sabía que en Quito la inseguridad acecha en todas partes, así que se puede caer víctima de un hurto incluso en lugares controlados con vigilantes y cámaras de seguridad. Cuando me levanté de la silla, me di cuenta de que la mochila había desaparecido. Dentro de la mochila se habían ido mi cartera, con toda mi documentación; la copia que me había entregado C. de las llaves de su casa; más de 300 dólares en efectivo, que había recogido en una agencia de envíos de dinero; y un viejo ordenador portátil, que V. me había prestado y que funcionaba a duras penas. Solamente mi teléfono móvil pudo salvarse del hurto, dado que lo había puesto delante de mí, sobre la mesa de la cafetería. Enseguida entré en shock, pues me habían desvalijado por entero, y comencé a buscar aquella mochila por todos los rincones de la universidad. Llamé, desesperado, a mi familia, para contarle lo que me había sucedido entre lágrimas y lamentaciones. Me sentía tan mal que, si hubiera tenido la ocasión, habría cogido al día siguiente un avión de vuelta a España, para dejar atrás aquel infierno en que se había convertido mi estancia en Quito.

V. me acompañó a buscar la mochila en la biblioteca del campus, pero no se encontró nada. Finalmente, conseguimos acceder a la sala donde se monitorizan las cámaras de vigilancia de todo el campus, para revisar si se habían grabado imágenes del hurto. Los empleados rebobinaron una de las cámaras situadas en el lugar de los hechos y pudimos comprobar cómo un hombre se apoderaba de la mochila mientras yo comía, con una sutil maniobra: estiró su pierna derecha, como si fuera la pata de un ave zancuda, para engancharla con un asa de la mochila que colgaba sobre el suelo, empujó la mochila hacia sí mismo con esa pierna, sigilosamente, y se la llevó consigo sin más impedimento. Algunas personas, como una chica que almorzaba en una mesa cercana y una camarera de la cafetería, llegaron a percatarse del hurto, pero no avisaron ni dijeron nada, a diferencia de lo que suele hacer la gente en España cuando se cometen hurtos o robos en la calle. Supongo que se callarían por miedo a que el ladrón, viéndose delatado, sacara un arma blanca o de fuego y actuara con extrema violencia, como sucede a menudo en América Latina. Mi familia tuvo que enviarme de nuevo el dinero que el ladrón me había robado, así como llamar al banco en España para bloquear mi tarjeta de débito. Imagino que, esa misma noche, el amigo de lo ajeno en cuestión se habría corrido una buena fiesta con el botín de su delito, mientras yo permanecía sumido en la ansiedad y en la angustia. En las semanas posteriores, me vi obligado a tomar una infusión de valeriana todas las noches para conciliar el sueño, pues, cuando me tendía en la cama, un desfile de pensamientos oscuros me inundaba la mente y no podía sosegarme. De hecho, a menudo terminaba llorando, abrazado a una esquina de la manta, y evocando con nostalgia a mi familia o a mi perro, que solía venir a consolarme cada vez que yo sufría una crisis de llanto. Entre el desagradable ambiente de la casa de C., mis problemas económicos, la xenofobia de la sociedad ecuatoriana y el disgusto que me había causado el hurto, me sumí en un estado de desmotivación absoluta, del que solamente me salvaban la escritura de poesía y las conversaciones a través de WhatsApp o de Facebook con mi familia y con algunos amigos.

jueves, 16 de julio de 2020

Anhelo

La Fe (1752-1753). Escultura en piedra de Luis Salvador Carmona. Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (Madrid).

¿Adónde me dirijo? ¿Qué deseo,
qué fuerza misteriosa me sacude,
me empuja más allá de lo que veo,
para que el universo me desnude

su corazón? Apenas entreveo
su clara imagen, su fantasma acude,
cubriéndome de sol en su aleteo;
pero vuela, dejándome que dude

sobre su forma, lirio de cristales,
cuando busco sin pausa lo sagrado,
cima abisal, pletórico vacío;

cuando miro de cerca sus umbrales,
quedándome confuso y arrobado,
y a su locura santa me confío.

jueves, 2 de julio de 2020

Tortuga

Ejemplar de tortuga rusa (Agrionemys horsfieldii). Fuente: Tortugaswiki.com

Debajo de la cómoda te escondes,
tortuga sigilosa y pensativa;
si te descubro, lenta fugitiva,
con arcano silencio me respondes.

Guardiana del oscuro dormitorio
que evoca aún a mi difunta abuela,
tú grabas, en calmosa duermevela,
tu forma sobre el tiempo giratorio.

Cuando la muerte sea mi remanso,
tú andarás todavía, sin descanso,
con sopores de insigne centenaria,

pues, olvidado como tenue lumbre,
tu corazón destila mansedumbre
con su pulso de estrella solitaria.