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viernes, 30 de junio de 2017

La maldita vergüenza (y IV)

Blues Project. Cartel psicodélico de Victor Moscoso.


Cuando volvieron a la casa de la comuna, Germán y Suzanne guardaron los cogollos de marihuana recién cogidos en la bodega, un sótano de muros de piedra, fresco y umbrío, que servía como secadero para la cosecha. Luego subieron a la sala de estar y Suzanne salió para sentarse en el porche, mientras Germán se quedaba dentro, recostándose sobre un desvencijado sofá de tono rojo oscuro. Pasó un rato en duermevela, intentando dormirse del todo, hasta que Paul entró por la puerta de la calle, buscando algo de fruta para comer en el frutero que había sobre la mesa. En aquel momento, Germán abrió sus ojos entrecerrados y no pudo evitar cómo su mirada se fijaba en la espalda de Paul: una espalda musculosa y ancha, que se adivinaba tras una camiseta blanca ajustada, y unas nalgas fornidas que se traslucían bajo sus pantalones vaqueros. No era la primera vez que sentía atracción por un hombre: cuando paseaba por las calles de Madrid o cogía el metro para dirigirse a su trabajo, a veces se fijaba en algunos transeúntes de singular belleza, que resaltaban entre la muchedumbre como estrellas fugaces entre las sombras de la noche. Y más de una vez habría deseado besar aquellos rostros, acariciar aquellos cuerpos, pero el miedo a lo que dirían su familia, sus amigos y su entorno lo paralizaba. Ahora aquella sensación retornaba de forma inesperada y no tenía que rendirle cuentas de sus actos a nadie. Siguió mirando a Paul con lascivia, hasta que éste se volvió y le dirigió una mirada que revelaba una mezcla de extrañeza y deseo. Acto seguido, le preguntó a Germán:

–¿En qué piensas?
–Hace mucho calor –le respondió Germán–. La sangre se me altera.
–¿Qué quieres decir?
–Me apetece hacer cosas nuevas, cosas que jamás he probado hasta ahora…
–¿Por ejemplo? –le preguntó Paul, quien se mantenía a la expectativa, guardando una prudente distancia respecto a Germán.
–Me gustaría acariciar a un hombre.

Paul se acercó a Germán. Él también era bisexual, pero lo reconocía abiertamente, y había vivido algunas experiencias eróticas con hombres, primero en Alemania, visitando bares y clubes de ambiente homosexual, y más tarde en las orgías que de vez en cuando celebraba la comuna.

–¿Quieres que te acaricie? –le preguntó Paul.
–Sí.

Paul se sentó en el sofá y ambos comenzaron a besarse. Se sentían cada vez más excitados. Su respiración y sus latidos se aceleraban cada vez más.

–Vamos al baño y cerremos la puerta –le susurró Paul–. Así nadie nos molestará.

Entraron en el cuarto de baño, que se situaba junto a la sala de estar, y cerraron la puerta sin pasar la llave.

–Echemos un polvo rápido –le pidió Germán a Paul–.
–¿Qué prisa tienes? Si corres demasiado no disfrutarás –le aconsejó Paul–.

Paul se bajó los pantalones y los calzoncillos. Germán abrió la cremallera de los suyos para sacar el pene. Era la primera vez que mantenía relaciones sexuales con un hombre. Introdujo su falo erecto entre las nalgas de Paul y enseguida lo invadió un fuerte goce. Comenzó a sacudirlo con energía dentro del recto de Paul y éste emitió los primeros jadeos de satisfacción.

–Más despacio –le rogó el alemán–.

Germán bajo el ritmo de las sacudidas y siguió acometiendo, mientras Paul se masturbaba furiosamente y las manos de Germán acariciaban su torso musculoso. Alcanzaron el orgasmo casi al mismo tiempo: Germán eyaculó en el recto de Paul y éste lo hizo unos segundos más tarde, culminando su masturbación con un chorro de semen que se vertió sobre la taza del inodoro. Todavía Germán estaba acoplado a Paul cuando la puerta del baño se abrió  de golpe. Ambos se quedaron inmóviles por el sobresalto, como figuras de hielo. Suzanne los había descubierto en pleno desarrollo de sus juegos carnales.

–Perdón. No sabía que estabais ahí –respondió Suzanne y cerró la puerta de inmediato–.

Ninguno se volvió para mirarla, pero su tono de voz no delataba ira ni escándalo, sino una sensación de absoluta normalidad, como quien entra en una habitación y sale en cuanto descubre que está pisando un suelo recién fregado. Aquella noche los miembros de la comuna cenaron todos juntos, como de costumbre. Mientras tomaban una sopa de verduras que Alice había preparado, Suzanne y Paul seguían llevándose como siempre, al menos en apariencia: se miraban sin recelo, como si ningún motivo los hubiera enemistado, y de sus labios no salía ninguna indirecta sobre el asunto de aquella tarde. Por el contrario, conversaban sobre el cultivo de marihuana y los abundantes cogollos que estaban recogiendo aquellos días, como si nada hubiera sucedido entre ambos. Únicamente Germán andaba un poco taciturno, pues temía que la discordia estallara después de la cena, cuando los demás se marcharan a sus habitaciones, y no paraba de observar a los dos con disimulada fijeza, esperando que sus temores se confirmaran. Cada uno de los miembros de la comuna, incluso Paul, recogió su plato cuando terminó la cena y subió a los dormitorios, hasta que sólo quedaron Suzanne y Germán en el comedor. Desde aquel momento, un silencio incómodo se apoderó de la estancia. Suzanne llevó su plato a la cocina y volvió a sentarse; Germán hizo de inmediato lo mismo, tomó una cajetilla de tabaco que había en el centro de la mesa y fumó un cigarrillo. La joven americana permanecía callada, con el semblante serio, pero no mostraba signos de enfado ni de contrariedad. Simplemente parecía cansada por el trabajo de aquel día. Sin embargo, Germán no sabía cómo hablarle para romper aquel silencio que lo estaba desesperando. Finalmente se atrevió a decirle algo.

–Suzanne…
–Dime.
–Te noto muy callada… ¿Te has enfadado conmigo?
–¿Por qué debería haberme enfadado?
–Por lo de Paul y yo…
–¿Por eso? Me parece normal. Yo he mantenido relaciones con mujeres.

Germán la miró desconcertado, pues no se imaginaba que Suzanne le respondería de aquella manera. Tomó aliento para seguir hablando.

–¿Sabes? Fue algo inesperado. Sentía ganas de probar el sexo con un hombre, y de repente Paul estaba allí, incitándome con su cuerpo maravilloso…
–No tienes que justificarte. Eres libre para disfrutar con tu cuerpo como quieras. Y nadie, ni siquiera yo, tiene derecho a juzgarte por ello.
–Pero, ¿no estamos enamorados? ¿No nos queremos?
–Claro que sí. Pero amar a alguien no significa poseerlo como un objeto. No debo tratarte así, ni tú debes hacerlo conmigo. Lo contrario no es amor, sino esclavitud encubierta. Mira, yo también me acuesto a veces con Alice… Hacemos nuestras cosas cuando nos apetece. Y nadie se lleva las manos a la cabeza. ¿Por qué me debería limitar a quererte sólo a ti o sólo a Alice? Sólo vivimos una vez y estamos llamados a repartir el amor entre las personas con las que nos cruzamos en la vida.

Germán se quedó pensativo, sumiéndose en un profundo silencio. Todos los esquemas que su educación le había enseñado sobre las relaciones afectivas se habían venido abajo como un castillo de naipes.

–Nunca había conocido una mujer tan sabia como tú. Y no lo digo para adularte, sino tal y como lo pienso. Eres joven como yo, pero hablas con una madurez impresionante, una madurez a la que muy pocas personas llegan. Yo todavía necesito aprender mucho.
–Si tú lo piensas así… Desde que tomé la decisión de venir a Brasil, cuando aún vivía en Estados Unidos, mi familia, mis amigos y el resto de la gente me dijeron de todo: que era una ilusa, que había perdido la cabeza, que iba a tirar mi vida entera por la borda… Unos procuraban disuadirme de la idea, con buenas intenciones; otros se limitaban a reírse de mí con bromas pesadas o crueles. Algunos días terminaba llorando a solas en mi cuarto, pues me sentía como si todo el mundo me despreciara. Sin embargo, desde que vivo en la comuna me he dado cuenta de un hecho curioso: la madurez no depende tanto de los años cumplidos como de la actitud ante la vida. Una persona de veinte años, según su forma de pensar, puede comportarse con mayor madurez que una de sesenta. Y esta situación ocurre más de lo que parece.

Germán se sentía feliz, pero también desconcertado. Algunas veces discutía con Suzanne por bagatelas de la vida cotidiana. Tras aquellas discusiones, ambos dejaban de hablarse durante unas horas o todo el día, pero al día siguiente no tardaban en reconciliarse y olvidaban sus diferencias. Una mañana de sol abrasadora, Suzanne había salido al porche desnuda para fumarse un canuto de marihuana. Germán se había acostumbrado a que los miembros de su nueva familia anduvieran desnudos por las habitaciones de la casa, pero aún le chocaba que salieran de allí sin ropa.

–Hace un día muy caluroso. ¿Por qué no te desnudas como yo? –le sugirió Suzanne con absoluto desenfado, sin cuidarse de escrúpulos morales–.
–Prefiero quedarme así, de verdad. No tengo mucho calor –respondió Germán con pudor contenido–.
–¿En serio? ¡Líbrate ya de la maldita vergüenza! –le respondió Suzanne– Quedarse desnudo al aire libre no es ningún delito. Y los que no quieran vernos así ya pueden mirar hacia otro lado.

Suzanne se acercó despacio a Germán y comenzó a desabrocharle la camisa, poniéndolo contra la barandilla del porche. Mientras sus manos trajinaban sobre el pecho de Germán, él notó una fuerte y súbita erección. La tomó en sus brazos para comérsela a besos. Acto seguido, se bajo los pantalones y la penetró de forma impetuosa, con la virilidad salvaje de los caballos y los toros. Ella jadeaba sin descanso, con la respiración cada vez más entrecortada, como si fuera a desmayarse de un momento a otro. Su pecho se acompasaba con el ritmo de sus jadeos. A Germán le parecía estar abrazando una criatura tan frágil como poderosa, una vasija de arcilla que estuviera a punto de quebrarse entre sus manos, derramando una luz infinita sobre todo su cuerpo.

–Más suavemente, por favor –le pidió Suzanne–.

Germán accedió a su ruego y disminuyó la fuerza de su acometida. Lentamente fueron llegando al orgasmo, hasta que Germán sacó su pene de la vagina de Suzanne, con un brusco movimiento, y lanzó un generoso chorro de semen sobre la tarima del porche.

–Podías haber seguido –le dijo Suzanne–.
–No tenemos condones y no quiero dejarte embarazada –replicó Paul–.
–No importa. Tomo la píldora anticonceptiva –respondió Suzanne–. Un contrabandista me la vende a buen precio.
–Habérmelo dicho antes. De lo contrario no hubiera dado marcha atrás.

En las siguientes semanas, la relación de Germán y Suzanne fue madurando hasta consolidarse. Como si fuera Diótima, la sacerdotisa de Eros que enseñó a Sócrates su doctrina sobre el amor, Suzanne descubrió a Germán toda una visión de los afectos y de la sexualidad que ignoraba por completo. Al principio, a Germán le costó mucho aceptar la idea de las relaciones abiertas, pero con el tiempo le parecía cada vez más sensata y razonable. Comprendió que debía construir su identidad y sus preferencias sexuales según sus deseos más íntimos, sin someterse a la dictadura de las normas sociales, pues sólo así permanecería fiel a sí mismo y evitaría convertirse en esclavo de prejuicios y mentiras. Al mismo tiempo, Suzanne lo inició en el consumo de las drogas alucinógenas. Brasil ofrecía un campo abonado para conseguir y probar diferentes sustancias que las culturas indígenas habían empleado para comunicarse con los muertos y con los dioses. La ayahuasca era una de estas drogas, que Suzanne ya había probado en varias ocasiones. Una mañana, mientras Germán y Suzanne recogían aguacates en las huertas de la comuna, ella introdujo el tema en la conversación.

–¿Y si bebiéramos juntos una dosis de ayahuasca? –sugirió Suzanne.
–¿Ayahuasca? He oído alguna vez el nombre de esa droga –respondió Germán intrigado–. ¿En qué consiste?
–Es una especie de infusión que se prepara con varias plantas de la selva. Algunas tribus indias la usan para viajar por el más allá y hablar con sus muertos.
–Eso promete –dijo Germán entre risas–. Pero, ¿no sería demasiado fuerte para nosotros?
–Si sabes cómo consumirla, no te pasará nada. Un chamán de la selva me enseñó a hacerlo.
–¿Ya la has probado? –preguntó Germán con asombro.
–Sí. Un par de veces, siguiendo las instrucciones del chamán.
–Nunca he probado alucinógenos. Me dan miedo. Mucha gente se ha vuelto loca o se ha quedado muerta por consumirlos.
–No temas. Yo sé la dosis adecuada y las precauciones que se deben tomar con la ayahuasca. Me gustaría, si quieres, que los dos hiciéramos un viaje con ella. Pero sólo debes usar la droga cuando te sientas preparado. Si la tomas con miedo pasarás un mal viaje y no querrás volver a probarla.
–Si la tomas conmigo, no tendré miedo, aunque vea dragones y demonios en el viaje –repuso Germán medio en serio, medio en broma–.
–Lo que veas o no depende no sólo de la droga, sino también de ti mismo. Si te pones angustiado o nervioso, el viaje será para ti como una bajada a los infiernos, pero si te relajas verás auténticas maravillas.
–¿Cuándo habías pensado tomarla?
–Mañana por la tarde, Pero, si quieres, podemos dejarlo para otro día. No hay prisa.
–No. Estoy dispuesto a tomarla mañana.
–¿Seguro?
–Sí. Si me acompañas en el viaje, no perderé la calma.
–De acuerdo. Mañana por la tarde lo haremos.

Al día siguiente, sobre las cuatro de la tarde, Germán había caído en duermevela, tumbado sobre la hamaca del porche, bajo el clima de sosiego que respiraban el jardín y las plantaciones cercanas. Desde los árboles, algunos pájaros trinaban con acentos metálicos. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba de la indolencia sin sentirse culpable, pues desde su entrada en la universidad se había sometido a un ritmo de trabajo incesante, primero en las aulas y más tarde en la compañía de seguros. Se había convertido, en suma, en un esclavo de la productividad sin darse cuenta. De repente, Suzanne abrió la puerta y salió al porche.

–Es la hora del viaje –le avisó con voz muy suave para no despertarlo bruscamente–.
–Sí. Vamos.

Germán se incorporó de la hamaca, despabilándose con rapidez. Los dos entraron en la casa y subieron al dormitorio de Suzanne. La habitación estaba amueblada de forma sencilla pero digna, con una cama matrimonial, una mesilla de noche, un par de sillas, un armario y una estantería para libros. Sobre su mesilla de noche, la joven americana había puesto una botella que guardaba la infusión mágica y dos tazas para beberla. Mientras miraba la colección de libros alojados en la estantería, Germán distinguió varias obras de Michel Foucault: Vigilar y castigar, Historia de la sexualidad e Historia de la locura.

–Por lo que veo, te gusta la filosofía –dijo Germán–.
–Empecé a leer a Foucault con veinte años, cuando estudiaba periodismo –respondió Suzanne–. Cambió mi forma de pensar y mi vida con ella. Creo que, si no lo hubiera leído nunca, no estaría aquí.
–Serías un ama de casa aburrida en un lujoso chalet americano –se rió Germán–.
–Probablemente –se rió Suzanne–. Foucault me enseñó muchas cosas. Gracias a él entendí que nuestra visión del amor y del sexo está llena de prejuicios y estereotipos. Y sobre todo aprendí que nadie tiene derecho a controlar nuestros cuerpos: ni el estado, ni la religión, ni la familia.
–Estoy de acuerdo contigo. Pero al mundo le costará mucho cambiar sus ideas.
–Tardará mucho, sí, pero confío en que algún día las cambiará. ¿Estás preparado?
–¿Para tomar la ayahuasca? Sí, claro.
–Vamos allá.

Los dos bebieron al mismo tiempo su dosis de ayahuasca y se tumbaron en la cama cogiéndose de la mano. Germán pasó media hora en estado normal de vigilia, hasta que percibió cómo su espíritu salía de su cuerpo y flotaba en el aire, como si hubiera emprendido un viaje astral. Tras quedarse inconsciente por unos segundos, apareció en el edificio de la compañía de seguros donde trabajaba cuando vivía en Madrid. El lugar había cambiado mucho respecto a la imagen que guardaba su memoria: un extraño silencio reinaba en las oficinas y los pasillos desiertos, donde no se veía ni una sola persona. El polvo inundaba el suelo, muchas ventanas se habían roto y las telarañas iban creciendo por los techos y muros como una lepra indomable. Germán se sentía cada vez más inquieto. Debatiéndose entre el deseo de marcharse de aquel edificio y la curiosidad por seguirlo explorando, subió por una escalera que lo condujo hasta un largo pasillo, el cual tenía numerosas puertas a ambos lados. Germán fue abriendo las puertas, una por una, pero todas ellas le ofrecían visiones aterradoras: en todos los despachos había esqueletos humanos sentados en las sillas, cubiertos de polvo y telarañas. Algunos se encontraban frente a los ordenadores, alargando sus brazos para escribir en el teclado; otros reposaban sobre las sillas con los brazos caídos, como si estuvieran hartos de su trabajo. Germán caminaba cada vez más temeroso, con el estómago revuelto y las manos trémulas, hasta que llegó a una puerta situada al final del pasillo. Abrió la puerta y se encontró con el despacho de Pablo Sañudo, su antiguo jefe.  Se mantenía como la hora en que Germán lo había asesinado, pero sólo difería en un detalle. Sobre el sillón de cuero negro permanecía sentado un esqueleto humano, vestido con traje y corbata, apoyando sus brazos en el escritorio de roble, en la misma postura en que Germán había sorprendido a su jefe en el momento del crimen. Germán contempló la escena con una mezcla de asombro y espanto. Un sudor helado le bañaba la frente y su corazón había comenzado a latir con furia inusitada. Acto seguido, el suelo comenzó a derrumbarse bajo sus pies y todo el edificio desapareció. Sintió como si cayera desde un rascacielos o un abismo y perdió la vista por unos segundos.

Cuando recobró la vista, se sorprendió caminando por la selva amazónica: ahora lo rodeaba la maravilla de la naturaleza. Anduvo un trecho bajo un dosel de frondosos árboles tropicales, entre graznidos de pájaros y aullidos de monos, hasta que descubrió un claro en el bosque. Alzó la vista y observó que en lo alto del cielo brillaba un sol naranja, en cuyo centro se abría un gran ojo azul. Hacia aquel ojo solar ascendían bandadas enteras de guacamayos azules, perdiéndose en un halo de luz cuando llegaban a las alturas. Oyó entonces una voz que le dijo: La energía creadora vive en todas partes, en el mundo y más allá del mundo; sube y baja del cielo a la tierra y viceversa, como un círculo infinito. Tú eres una llama de ese fuego, como todo lo que ves ahora. De pronto vio un camino abierto en la selva, que se extendía varias millas y conducía hasta un monte escarpado y cubierto de hierba, que por su forma parecía un antiguo volcán que se hubiera apagado. Germán comenzó a recorrer el camino, creyendo que le costaría varios días acabarlo, pero, como si se tratara de una ilusión óptica, la senda iba acortándose a medida que caminaba. En cuestión de poco rato, que calculó como una hora, ya se encontraba en la base del monte. Apenas notaba cansancio. Siguió un camino sinuoso que subía por las faldas, entre prados y rocas, y en sólo quince minutos alcanzó la cumbre. La daba la sensación de que una fuerza misteriosa lo hubiera impulsado por todo el camino. Desde la cumbre, el ojo solar se veía mucho más cercano que desde el claro de la selva, y hasta podía sentir el calor de sus llamaradas como una ráfaga de aire tibio. Una paz infinita lo embargó en aquel momento, como si fuera Dante cuando miraba el rostro de Dios en lo alto del paraíso, pero la misma voz que había escuchado en el claro de la selva le dijo así: Ahora debes bajar de este monte y seguir tu camino. Pero nunca olvides lo que has visto ahora. Nada más escuchar estas palabras, Germán despertó de sus visiones y se encontró en la cama del dormitorio, con Suzanne a su lado. Ella no había terminado aún su viaje con la ayahuasca, pero parecía tranquila, con una leve sonrisa en la cara, como si estuviera frente a un paisaje bello y apacible. Tardó media hora más que Germán en volver a la realidad inmediata.

En los días siguientes, Germán no cesaba de recordar las visiones que había experimentado con la ayahuasca. A menudo preguntaba a Suzanne sobre los chamanes de la selva y el uso religioso de las drogas. Para saciar su curiosidad, ella le relataba cuanto sabía, pues a Germán le fascinaba la idea de convertir las sustancias de la naturaleza en vehículos para comunicarse con lo absoluto. También le llamaba la atención el hecho de que los miembros de la comuna poseyeran diversas creencias religiosas, aunque ninguno perteneciera a una religión organizada. El viejo Joe era panteísta, pues había leído en su juventud las obras de Baruch Spinoza y todavía se sentaba de vez en cuando a releerlas con gusto. Suzanne y Alice adoraban a la madre tierra, de manera que profesaban una suerte de neopaganismo. Casi todas las semanas, las dos quemaban incienso en el jardín de la comuna como ofrenda a su diosa. En cambio, Annabel y Paul se declaraban agnósticos, pues ninguna creencia religiosa terminaba de convencerlos y preferían centrarse en los problemas de la vida cotidiana. Por otro lado, Germán ya ni siquiera estaba seguro de aquello en lo que creía o dejaba de creer. En los últimos tiempos se formulaba cada vez más preguntas metafísicas. Se preguntaba si un dios había creado el universo, si él mismo había nacido para cumplir un fin determinado, si todo lo que le pasaba respondía a alguna lógica o, por el contrario, carecía de sentido. La ayahuasca le había sugerido algunas respuestas insólitas pero muy reveladoras, que abrían puntos de luz en el bosque de sus dudas como luciérnagas en la noche: en el viaje psicotrópico realizado unos días atrás, había intuido la existencia de un autor de la naturaleza, una energía creadora y consciente de sí misma que estaba en el universo y a la vez lo trascendía. De este modo, sin haber leído jamás las obras de Krause, había llegado a una conclusión semejante al panenteísmo, la original síntesis de teísmo y panteísmo elaborada por este filósofo alemán. Sospechaba que su propia vida encerraba un propósito determinado, pero lo iría descubriendo a medida que envejeciera, y tal vez sólo llegaría a conocerlo del todo en la hora de su muerte. Ocurría lo mismo con todas las situaciones que una aparente casualidad iba poniendo en su camino, pero que guardaban una lógica secreta que no había descifrado aún. A veces, cuando Germán se quedaba a solas en la casa, este cúmulo de ideas lo abrumaba y salía a dar una vuelta por la finca para despejarse la mente.

Por el contrario, los vecinos del pueblo vivían sometidos a la influencia de la religión organizada. En la localidad había tres iglesias católicas y una evangélica: ésta había cobrado mucha pujanza en los últimos años, debido al rápido crecimiento de las congregaciones evangélicas en todo el país. Hacía como una semana que esta iglesia había cambiado de pastor: el obispo diocesano había enviado al antiguo a otro pueblo de la zona, pues cada vez más familias de campesinos se convertían a su credo y se necesitaban ministros para atenderlas. Una tarde, el nuevo pastor se dirigió a la comuna. Le habían hablado sobre aquellos hombres y mujeres libertinos, los únicos del pueblo que no acudían a ninguna iglesia, y pensó que se le ofrecía una oportunidad inmejorable para convertir un grupo de incrédulos a su fe. Si conseguía su objetivo, podría anotarse un éxito ante su comunidad y ganaría prestigio en el pueblo. Cuando el pastor llegó a la casa, el viejo Joe se encontraba en el porche, con la mirada perdida en lontananza. Había sacado una mecedora para sentarse y estaba fumando un cigarrillo de marihuana, mientras se balanceaba como un péndulo con el vaivén de la mecedora.

–Buenas tardes –saludó Joe desde el porche–. ¿Qué desea?
–Buenas tardes. Soy el nuevo pastor evangélico –se presentó el sacerdote con amabilidad–. Me gustaría hablar un rato con ustedes.
–¿Sobre qué? –le preguntó Joe con cierta desconfianza, mientras daba una calada a su cigarrillo–. Por aquí no acostumbran a venir pastores.
–Lo sé –respondió el pastor–. Me gustaría hablar con ustedes acerca de la palabra de Dios y el mensaje de Cristo… La Biblia tiene grandes respuestas a las preguntas que todos nos hacemos: quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos. Y nos enseña, además, qué sucederá en el final de los tiempos.

El viejo Joe suspiró, armándose de paciencia para aguantar el discurso del pastor y no echarlo de allí con cajas destempladas.

–Verá, señor pastor… ¿Cómo se lo puedo explicar? Todos los que vivimos en esta comuna fuimos educados en algún tipo de fe cristiana. Pero la religión ya no nos interesa. La respetamos, pero no la compartimos. Hacemos nuestra vida al margen de sus normas. Y somos felices así. Señor pastor, en esta comuna sólo manda la libertad. Cada uno decide libremente sus creencias. Algunos son panteístas, otros se confiesan agnósticos y otros adoran a la madre tierra. Si uno de nosotros, algún día, quiere convertirse a la iglesia evangélica, se acercará a usted y le pedirá consejo, pero de momento no queremos oír sermones. Ninguno de los miembros de esta comuna va por ahí reclutando panteístas, agnósticos o devotos de la madre tierra.
–Pero… Hay algo sobre lo que ustedes deberían meditar. Ustedes viven en pecado. La gente del pueblo me ha contado que celebran orgías, mantienen relaciones homosexuales y consumen drogas. El mal ha entrado en esta casa. ¿Saben ustedes lo que esto significa? Si no se arrepienten, jamás podrán salvarse y quedarán condenados para toda la eternidad.
–Señor pastor, no se confunda –le replicó Joe con desgana–. En esta casa reina la libertad de costumbres, por así decirlo, pero ello no significa que seamos criaturas inmorales y perversas que merecen el infierno. Tratamos de ayudarnos los unos a los otros, repartimos en igualdad los frutos de nuestras cosechas y vivimos en paz, sin hacerle daño a nadie. ¿No era esto lo que Jesús predicaba? ¿No era eso lo que pedía a los hombres? Pues olvídese de orgías, amores homosexuales y drogas: todo ello forma parte de nuestra vida personal y a usted no le concierne en absoluto. Por favor, no moleste a los moradores de esta casa con su proselitismo agresivo. Se lo ruego con toda la educación del mundo.
–No hay pecado más grave que la insistencia en el error –le advirtió el pastor con semblante severo–. Algún día, el Señor les pedirá cuentas… y será demasiado tarde para arrepentirse.
–¿La verdad? ¿El error? ¿Acaso usted posee la verdad absoluta? –replicó Joe, cada vez más molesto– ¿Lo sabe todo sobre la tierra y el cielo? Quizá le convendría una pequeña dosis de humildad cristiana.

El pastor no siguió replicando y se marchó con indignación contenida. El domingo siguiente por la mañana, cuando oficiaba la misa en la iglesia evangélica, leyó un encendido sermón contra las malas costumbres ante sus feligreses, quienes escuchaban con atención y reverencia sus palabras. Desde el púlpito a donde se subía para predicar, su voz admonitoria resonaba en todo el espacio del templo:

–El libertinaje es un grave pecado contra Dios. Y debéis saber que hay libertinos entre nosotros. Desprecian la castidad, manteniendo relaciones fuera del matrimonio, y se entregan a todo género de aberraciones, celebrando orgías y cohabitando con parejas del mismo sexo. Sin embargo, no satisfechos aún con este libertinaje, se emborrachan y consumen toda clase de drogas. En verdad os digo que estos pecadores se condenarán en el infierno para toda la eternidad. Y debemos combatir su mala influencia, porque son la peste que Satanás envía para corromper las costumbres de nuestra comunidad.

Algunos feligreses interpretaron las palabras del pastor como una especie de llamada a la guerra santa contra los hippies de la comuna, quienes de repente se habían convertido en embajadores del infierno en aquel sosegado pueblo. Después de la misa, dos hombres se quedaron en la iglesia para hablar con el pastor en privado.

–Señor pastor, esa comuna es un peligro para la moral de nuestra comunidad –se quejó uno–.
–Sin duda –aseguró el pastor–.
–¿Qué podemos hacer? Deberíamos tomar cartas en el asunto –sugirió otro–.
–Tengo un plan y vosotros dos podéis ayudarme a realizarlo. Venid a las cinco de la tarde y os contaré lo que vamos a hacer –respondió el pastor–.

A las cinco de la tarde, los dos vecinos acudieron a su cita con el pastor en la iglesia. Cuando habían entrado en el templo, el pastor cerró enseguida con llave la puerta. Nadie supo lo que se dijo en aquella reunión, salvo los allí presentes. Aquella misma noche, sobre las diez, el pastor salió de su casa y se dirigió con los dos hombres a las tierras de la comuna. Como el paraje se había sumido en la oscuridad absoluta, aquella comitiva de fanáticos traía consigo una pequeña linterna para alumbrarse y un machete por si alguna alimaña se cruzaba en su camino. Llegaron al jardín y se situaron a una distancia prudente de la casa, ni demasiado cerca ni demasiado lejos. Las ventanas de la planta baja se veían iluminadas: los miembros de la comuna estaban cenando. Uno de los hombres cargaba una bolsa de tela llena de piedras; el otro, una lata de gasolina, un mechero y un palo dispuesto a convertirse en antorcha. El plan de los tres consistía en lanzar pedradas a la casa y prenderle fuego, valiéndose de la oscuridad nocturna para que nadie los reconociera. Al día siguiente, después de que las llamas hubieran calcinado la casa, el pastor proclamaría ante sus fieles que el incendio había sido un castigo divino por el libertinaje de sus moradores. Mientras miraba la casa, el pastor avisó a los dos hombres:

–Ahora es el momento.

Acto seguido, uno de los hombres descargó una lluvia de piedras sobre las ventanas de la planta baja de la casa, donde se encontraba el salón comedor. Los cristales se hicieron añicos de forma estrepitosa. El otro hombre, sosteniendo el palo en su mano derecha, aguardaba la orden del pastor para mojarlo en la lata de gasolina, prenderle fuego y arrojarlo contra la casa. Enseguida cundió el pánico entre los miembros de la comuna. Suzanne y Alice chillaron despavoridas, pues la lluvia de piedras las había sorprendido mientras cenaban, y se pusieron a cubierto debajo de la mesa. Los añicos de cristal se habían desparramado por el suelo del salón. Germán subió corriendo las escaleras, para llegar a su dormitorio y coger la pistola que había comprado al contrabandista de armas el día que ingresó en la comuna. Salió al porche, dirigió la pistola hacia arriba, con el brazo en alto, y gritó a voz en cuello:

–¿Quién anda ahí?

De inmediato lanzó una ráfaga de tiros al aire. El pastor y los dos vecinos se escondieron detrás de unos arbustos y salieron corriendo, pues no se imaginaban que aquellos hippies tuvieran armas de fuego para defenderse. Germán pudo oír el rumor de sus pasos veloces en la oscuridad, como si fueran pecaríes o carpinchos huyendo de un cazador en la selva. Una vez ahuyentado el peligro, Germán entró de nuevo en la casa.

–Fuera quien fuera, parece que se ha marchado. Espero que no vuelva –dijo Germán.
–Menos mal que tuviste reflejos –comentó Suzanne–.
–En todo el tiempo que llevamos aquí, nunca había pasado nada semejante –repuso Alice–.

El viejo Joe, que había bajado de su dormitorio para saber qué estaba sucediendo, se llevó la mano al bigote con un gesto de preocupación.

–Justo después de que el nuevo pastor nos visita, nos tiran piedras a la ventana –apostilló con aire de sospecha–.
–¿Crees que hay alguna relación entre la visita del pastor y lo de esta noche? –le preguntó Germán.
–No me extrañaría nada –respondió Joe–. Probablemente, ese fanático está volviendo locos a los vecinos del pueblo con sus sermones y a alguno se le ha ocurrido atacarnos. En más de cinco años que hemos vivido en esta casa, nadie, nadie nos había molestado nunca. Es verdad que en el pueblo mucha gente nos mira con recelo, pero hasta ahora siempre nos habían respetado. Desde hoy no podemos bajar la guardia. Germán, ten siempre a mano esa pistola. Nunca pensé que diría esto, pero ahora nos conviene disponer de un arma.

Acto seguido, se hizo un tenso silencio en la casa. Suzanne y Alice comenzaron a recoger los añicos de vidrio con una escobilla, mientras Paul cubría los cristales rotos con piezas de cartón.

–Mañana habrá que ir a la ferretería del pueblo –avisó Joe–. Hay que reparar esa ventana.

En los días siguientes, el caso de las ventanas rotas se convirtió en un secreto a voces en el pueblo. Nadie se atrevía a comentarlo en público, pero en las casas y en las pequeñas reuniones de amigos se sabía que el pastor evangélico estaba detrás de aquello. Algunos fieles de su iglesia, los más cercanos al pastor, consideraban el hecho como una justa represalia contra unos libertinos que no sólo pecaban, sino que también se enorgullecían de sus pecados. Sin embargo, el resto de los vecinos no hallaba ningún motivo para acosar y perseguir a unas gentes que no casaban con su estilo de vida, pero que siempre se habían distinguido por su talante pacífico y tranquilo. Para no levantar polémicas, el pastor decidió no referirse más a los miembros de la comuna en sus homilías ni acercarse más a sus tierras. De este modo, la casa fue recobrando la calma perdida. Llegó el mes de junio y con él una racha de lluvias tropicales. Estaba lloviendo un día tras otro, sin descanso, y todos los miembros de la comuna se habían refugiado en la casa. Germán se dedicaba sobre todo a leer los libros de Suzanne. Una tarde se dio cuenta de que Alice estaba leyendo, sentada en la cama de su dormitorio: había dejado la puerta abierta y su figura se veía desde el pasillo, iluminada por la tenue luz grisácea de aquel día lluvioso que se filtraba por la ventana de la habitación. Se acercó despacio hasta ella, que levantó los ojos del libro nada más advertir sus pasos, y se apoyó de espaldas a la pared, justo por delante de la ventana cerrada, mientras una lluvia caudalosa descendía sobre los cristales.

–¿Qué lees? –preguntó Germán.
El segundo sexo, de Simone de Beauvoir –respondió Alice–. Tú también deberías leerlo. Es una de las obras básicas del feminismo.
–Ahora no me apetece leer. Siento ganas de hacer otras cosas –replicó Germán–.
–¿Cómo qué? No se puede hacer mucho cuando llueve a cántaros y tienes que resguardarte en casa. Leer es una buena opción para matar el aburrimiento.
–Sí, pero… ¿el cuerpo no te demanda otras cosas?
–¿Cuáles?

Con toda la osadía de la que era capaz, Germán acercó su cara a la suya y la besó de forma súbita en la boca mientras acariciaba su pelo. Aunque Alice se declaraba lesbiana, aquel beso le agradó más de lo que pensaba y correspondió a Germán besándolo de nuevo y acariciando sus brazos. Tras pasar así varios minutos, los dos se fueron quitando la ropa hasta quedarse desnudos. Él se puso un condón que guardaba en un bolsillo de sus pantalones y la penetró con una mezcla de ternura y arrebato, a medio camino entre el amor y la libido más salvaje. Ella estaba saboreando por vez primera la carne de un hombre, la acometida furiosa del pene en sus cavidades vaginales, mientras jadeaba con ansiedad y se preguntaba qué demonios estaba haciendo con un hombre si ella siempre había sido lesbiana. Se sentía desconcertada, pero deseosa de seguir adelante. Después de quince minutos de goces carnales, Alice alcanzó el orgasmo, poco después de que Germán eyaculara dentro de su vagina, y se derrumbó fatigada sobre la cama. Cuando se despertó, Germán estaba fumándose un cigarrillo en la ventana.

–¿Podría hacerte una pregunta? –le pidió Germán.
–Dime.
–¿Por qué no me has rechazado?
–No lo sé… Me he pasado la vida entera creyendo que era lesbiana, que no me gustaban los hombres en absoluto, pero has aparecido tú y ahora ni yo misma sé lo que soy. Eres joven y guapo: quien lo negara mentiría. Desde que llegaste a la casa, has acabado con la monotonía que estaba apoderándose de la comuna.
–Así que yo soy la novedad –se sonrió Germán–.
–No, no quería decir eso. Tú eres mucho más que una simple novedad, pero… en cierta manera lo has cambiado todo. Has conquistado a Suzanne, luego a Paul… y ahora a mí.
–¿Sabes? Antes de llegar aquí, todo lo que no fuera monogamia me parecía un disparate. Pero Suzanne me ha enseñado a pensar de manera diferente. Todo lo que creía sobre el amor ha cambiado mucho. No hace falta quedarse atado a una sola pareja, si puedes amar a varias con libertad y respeto. Basta que todas las personas de una relación lo consientan.
–Sí, tienes razón. Pero me siento rara. Nunca me había acostado con un hombre.
–Nunca es tarde para probar novedades –se rió Germán mientras salía de la habitación–.

A medida que las semanas iban pasando, el cuarteto amoroso formado por Germán, Suzanne, Paul y Alice se consolidaba. Los cuatro cambiaron su forma de relacionarse entre sí, llegando a unos niveles de complicidad y confianza que jamás habían alcanzado. En cierto modo parecía como si la comuna hubiera regresado a sus primeros tiempos, cuando todos allí disfrutaban de una vitalidad salvaje y derrochaban su libido los unos con los otros. Así transcurrió todo un año, hasta que se cumplió el aniversario de la entrada de Germán en la comuna. Entre todos organizaron una cena especial para celebrarlo, rematándola con un brindis. Tras la cena todos subieron a sus habitaciones para acostarse, menos Germán y Suzanne, quienes se quedaron a solas en el porche de la casa. Era una noche calurosa de verano.

–Suzanne…
–Dime –respondió ella–.
–¿Y si tuviéramos un hijo? –Germán le preguntó de la manera más directa posible.

Suzanne se quedó pensativa, como si no supiera qué responderle. Hasta el momento, ninguno de los miembros de la comuna había tenido hijos, pues creían que aquel no era el ambiente más adecuado para criarlos. Sin embargo, Suzanne había sentido algunas veces un oculto deseo de maternidad que no revelaba a nadie. Le agradaba la idea de tener un hijo, pero no había encontrado a la persona adecuada para que fuera su padre.

–Piénsalo bien. Crecerá libre de prejuicios. Será capaz de ver el mundo con una mirada limpia. Tendrá la oportunidad que nunca nos dieron a nosotros. No crecerá bajo la presión de convertirse en un buen estudiante, de conseguir un buen trabajo… Jugará con nosotros y nos ayudará en las faenas del campo.
–No sé si merece la pena tener un hijo. Míranos a nosotros, Germán… Somos inadaptados que a duras penas han conseguido un refugio donde pueden sentirse a gusto. Pero el mundo podría habernos hundido en la miseria fácilmente. Somos una rareza para la mayoría de la gente. Y un niño criado en esta comuna no podría integrarse en la sociedad, y acabaría pasando por el mismo calvario que nosotros.
–No podemos adivinar el futuro, Suzanne. Ni tú, ni yo, ni nadie. Tener un hijo siempre es una aventura. Pero muchas aventuras acaban bien, como la nuestra. ¿Por qué deberíamos pensar que siempre estamos abocados a la ruina, al fracaso, a la desgracia? ¿Acaso no hemos sabido enfrentar y superar nuestros problemas? Y, si nosotros lo hemos conseguido, ¿por qué un hijo nuestro no podría conseguirlo también?

Suzanne asintió con la cabeza.

–Supongo que tienes razón –aseveró ella–.
–Ven conmigo… Entre efluvios de marihuana, concebiremos ese hijo. Será feliz a la sombra de las acacias, en el jardín… No será bautizado: no le impondremos ninguna religión, para que los ídolos del mundo no manchen de miedo y culpa su inocencia. Lo cuidaremos y le enseñaremos la sabiduría de la vida, la que no está en ningún libro.

Los dos subieron al dormitorio de Suzanne con alegre premura. La noche avanzaba mientras una luna llena de color macilento, como un disco de marfil envejecido, presidía el azul cada vez más oscuro del cielo. Germán y Suzanne se tendieron entre las sábanas. Comenzaron a besarse y se desvistieron el uno al otro, desabrochándose poco a poco la ropa, pues nada les urgía en aquel momento salvo la fuerza indómita del amor. Ni siquiera necesitaban intercambiar palabras, pues ambos sabían lo que deseaban hacer en aquel momento. Fuera de la habitación, el canto de los grillos sonaba cada vez más fuerte. Era la melodía infinita de la vida.



FIN

miércoles, 28 de junio de 2017

La maldita vergüenza (III)



III

El autobús había recorrido más de trescientos kilómetros desde São Paulo (es decir, más de tres cuartos de su ruta) cuando tuvo que frenar en seco y detenerse, pues una furgoneta se había puesto en medio de la carretera, impidiendo el paso. Por fuera de aquel vehículo había tres hombres de apariencia ruda, fornidos y corpulentos: dos de ellos sostenían ametralladoras en sus brazos. La pareja armada se acercó al autobús. Entre los pasajeros cundió el pánico enseguida, pues sabían que se trataba de salteadores de caminos, que no mostraban respeto alguno por la vida humana y podían matar a quienes se les antojara, incluso a mujeres y niños, con tal de robarles el dinero o los objetos de valor que guardaran. El conductor se quedó paralizado unos segundos por el miedo, hasta que levantó las manos del volante, suplicando piedad a los bandidos. Nadie sabía cómo reaccionar en aquel momento. Germán pensó que había llegado la hora de su muerte, pues aquellos criminales no dudarían en dispararle de un momento a otro. Estaba casi seguro de que el destino lo condenaría a morir asesinado, como castigo por el asesinato que había cometido unos días antes al otro lado del océano, a miles de kilómetros de allí. Los salteadores subieron al autobús y echaron un vistazo a los pasajeros desde la escalerilla de entrada. Todos ellos formaban una masa de trabajadores pobres, de quienes sólo podían llevarse un botín irrelevante, por lo cual no les interesaba matarlos. Germán era el único que no vestía como un pobre, pero los salteadores no pudieron verlo, pues se había escondido en los asientos del fondo, agazapado en el suelo. Los dos hombres armados bajaron del autobús y uno le dijo al conductor:

–Puede marcharse.

El conductor arrancó de inmediato el motor del autobús y prosiguió la marcha con un fuerte acelerón, como si el fantasma de una muerte segura le hubiera lanzado por un minuto su mirada terrible. Mientras se alejaban de aquellos salteadores, Germán suspiró de alivio. El azar o la providencia, con su enigmática generosidad, le habían salvado la vida. Aunque se hubiera apartado hace años de toda práctica religiosa, le dio gracias a Dios para sus adentros y se quedó con una sensación de perplejidad infinita, pues no conseguía explicarse ninguno de los sucesos que le habían ocurrido en Brasil desde su llegada. Nadie conoce su propio destino, así que no merece la pena angustiarse con la incertidumbre del futuro, pensó mientras el autobús rodaba a paso ligero sobre un largo camino de tierra. Para olvidarse un poco del susto, el conductor no tardó mucho en encender la radio y sintonizó una emisora de bossa-nova donde en aquel momento sonaba La chica de Ipanema, en la versión de João Gilberto y Stan Getz. La voz del cantante brasileño, grave y tenue, se alternaba con el saxofón del músico estadounidense, agudo y poderoso, creando una atmósfera de placidez absoluta con una armonía de matices negros y dorados. Mientras, los pasajeros volvían a la calma y reanudaban sus conversaciones, como si jamás se hubieran cruzado con aquellos malhechores que habían estado a punto de cometer una masacre.

El vehículo fue pasando junto a grandes plantaciones de café y de cacao, entre las que surgían algunas haciendas de estilo colonial, manchas de bosque selvático y praderas donde pastaban enormes rebaños de vacas. Tras una hora más de viaje, se detuvo en un pueblo de casas bajas que no superaba los dos mil habitantes. Germán escuchó a dos pasajeros sentados en la fila de asientos anterior a la suya que el conductor iba a hacer escala en el pueblo esa noche y a la mañana siguiente reanudaría la marcha, adentrándose todavía más en el corazón del país. De este modo, los pasajeros tenían la opción de quedarse en el pueblo o seguir el viaje. En principio, Germán quería seguir adelante, buscando un lugar todavía más remoto, pero el incidente de los salteadores lo había amedrentado en buena medida y le pareció que lo más sensato sería quedarse en el pueblo. Nada más bajarse del autobús, preguntó si había alguna pensión barata donde pudiera alojarse y le dieron las señas de un hostal donde solían quedarse las gentes que acudían allí, desde otros pueblos cercanos, para trabajar en el campo de forma temporal o cerrar pequeños negocios con los agricultores y ganaderos locales. Germán se encaminó a la pensión con cierta desgana, pues el trayecto había durado varias horas y se sentía cansado, pero no tardó mucho en llegar al sitio. Se trataba de una casa antigua de apariencia humilde, en cuyo vestíbulo se había instalado un mostrador de madera que servía de recepción. Cerca del mostrador, unas escaleras también de madera conducían hasta las habitaciones, ubicadas en la planta alta. Preguntó al recepcionista si disponían de habitaciones libres y pidió una para aquella noche. El recepcionista lo acompañó hasta la habitación y le entregó las llaves. La habitación estaba amueblada con una cama, una mesa de noche, una cómoda, una silla y un armario. Todos eran muebles sencillos, sin lujos ni ornamentos. Una puerta alargada y estrecha comunicaba este dormitorio con el diminuto cuarto de baño contiguo, donde había un inodoro y un lavabo sobre el que un espejo colgaba de la pared. Las duchas eran comunitarias y se encontraban en la planta baja.

Después de que el empleado se marchara, Germán tumbó su maleta sobre la cama y fue deshaciéndola con parsimonia. Sacó toda su ropa y la guardó en las perchas del armario. Se entretuvo en organizarla por clases de prendas: chaquetas, camisas, jerséis, camisetas y pantalones. Colocó sus zapatos en el piso del armario, debajo de la ropa. Cuando hubo deshecho toda la maleta, entró en el baño para lavarse la cara y salió a dar una vuelta por las calles de la zona. El sol de las ocho de la tarde, cercano al ocaso, fulguraba en la ventana de la habitación. En su paseo, Germán sólo vio casas pobres de muros desconchados, en cuyos porches de madera jugaban los niños; huertos donde crecían diversos frutales del trópico, como guayabos, aguacates y mangos; algún perrillo inquieto que aprovechaba las últimas horas de sol para merodear entre las casas y los huertos; y una humilde taberna donde algunos hombres con apariencia de camioneros bebían cerveza y ron. He llegado a un sitio de lo más tranquilo, pensó mientras caminaba sin dirección sobre las calles de tierra. Siempre había amado la naturaleza, pero le desagradaba la idea de habitar en un pueblo, pues sabía que casi todos, bajo sus apariencias idílicas, ocultan madrigueras de víboras donde crecen las murmuraciones, las envidias y los enconos, cuando no ciénagas donde el forastero languidece de tedio y melancolía. Difícilmente Germán podría sentirse aceptado y menos aún a gusto en el ambiente de un pueblo, pues las sociedades pequeñas no toleran a los hombres diferentes a la mayoría, quienes de una u otra forma no encajan en sus rígidas convenciones. Pero aún dudaba si allí fijaría su residencia o sólo se trataría de una escala más en su viaje. A medida que el sol iba cayendo, como una fogata que se consumía despacio, llegaban desde el horizonte las voces de grillos y ranas, como una larga letanía donde los tonos agudos se fundían con los graves.

Cuando Germán regresó de su paseo, ya se había vuelto de noche cerrada. El reloj del vestíbulo de la pensión marcaba las nueve. Subió a su habitación y se sentó en una silla que había cerca de la ventana. El hondo silencio nocturno reinaba en la densa atmósfera de aquel breve espacio, hasta que comenzó a resultarle opresivo, y no sabía cómo conjurarlo. Aburrido, se levantó de la silla, abrió de nuevo el armario y vio su corbata negra, caída en el piso del mueble, bajo sus chaquetas y camisas. La idea de ahorcarse con ella cruzó su mente y pensó que había llegado la hora de quitarse la vida. Anudó la corbata con fuerza, desde su punta, al travesaño del que colgaban las perchas de ropa, de manera que el nudo para el cuello, puesto del revés, parecía una especie de horca, un símbolo terrible y esquemático de la muerte. Decidió fumarse un último cigarro antes de llevar a cabo su intención, pues quería ahorcarse aquella noche, pero todavía quedaban muchas horas para el amanecer y nada lo apremiaba a suicidarse de un momento a otro. Nadie lo estaba persiguiendo y su vida no corría peligro. Contra sus iniciales temores, la policía brasileña no había desplegado la más ligera actividad en el pueblo: ni tan siquiera había aparecido un mísero espía que lo vigilara. Todo se había sumido en la más abrumadora normalidad. Aspirando el humo del cigarro, sentado sobre las sábanas de la cama deshecha, se paró a meditar sobre las consecuencias del suicidio. Aquella decisión acabaría de manera irreversible con su vida. Perdería todo, lo bueno y lo malo, el presente y el futuro, sin que pudiera volver un paso atrás. No sentiría de nuevo cómo el sol de las mañanas y las tardes acariciaba sus ojos, hundidos en la oscuridad infinita, ni cómo sus raudales luminosos calentaban sus manos, condenadas a un frío del que no cabía retorno. Pensó que debía temerse a sí mismo, pues se había convertido en su enemigo más encarnizado, y respiró con hondura. No estaba convencido para lanzarse a la muerte, y se levantó de la cama para desanudar la corbata del armario. Al fin y al cabo, pensó, no pierdo nada en absoluto por seguir viviendo un poco más. Dio un trago a la botella de Jack Daniel’s que había colocado sobre la mesilla de noche, se tendió sobre la cama, sin haberse cambiado siquiera de ropa, y dejó que el sueño fuera cerrando sus párpados cansados, con la misma lentitud irremediable con que avanza la bruma del invierno o la sombra de la noche. Al día siguiente, Germán se despertó sobre las nueve de la mañana. Se duchó en pocos minutos, se cambió de ropa y bajó los escalones de madera que conducían al bar de la pensión, situado en la planta baja. Se sentó en la barra y pidió un café con leche al camarero.

–¿Qué lugares puedo visitar aquí? –preguntó Germán al camarero.
–No hay mucho que ver en este pueblo –le respondió el camarero–. Varias iglesias históricas, el edificio del ayuntamiento y la comuna hippie que está en las afueras.
–¿Una comuna hippie? –preguntó de nuevo Germán, sorprendido.
–Sí, caballero. Hace como cinco años, aparecieron aquí unos extranjeros: unos venían de Estados Unidos y otros de Europa. Se quedaron en el pueblo, compraron unas tierras y fundaron una comuna.
–Tengo que ver eso –A Germán se le había despertado la curiosidad–.
–Bueno, si le llama la atención… –dijo el camarero con cierta desgana– A mí no me parece nada interesante, aunque algunos viajeros pasan a veces por allí. Esos hippies están algo locos, pero no molestan a nadie. Son pacíficos.
–¿Cómo se llega hasta allí?
–Tiene que andar hasta la gasolinera situada al final de esta misma avenida. Luego encontrará una calle que se pierde en el campo, a la derecha. Donde acaba esa calle empieza un camino de tierra. Siga ese camino, que mide como doscientos metros de largo, y llegará hasta la casa de la comuna.
–De acuerdo. ¡Gracias!
–De nada, señor.

Germán pagó el café con leche y salió a la calle para visitar la comuna hippie, siguiendo las indicaciones del camarero. No le costó demasiado llegar hasta la finca donde se encontraba. La casa de la comuna era una construcción de ladrillo con dos alturas y un porche de madera en la entrada, como la mayoría de las que formaban el pueblo. Situada sobre un prado verde, a poca distancia de las huertas que cultivaban los miembros de la comuna, recordaba ligeramente a las casas rurales del sur de Estados Unidos. Delante del porche crecían algunas plantas de anturios escarlata, cuyas flores coronaban sus tallos como lenguas de fuego. A diez o quince metros de la fachada principal, se levantaba una enorme ceiba cuyas ramas frondosas, torciéndose como los brazos de un candelabro barroco, creaban una ancha sombra que servía para sentarse o tenderse sobre la yerba en las horas más calurosas del día. De una de aquellas ramas, atado con sogas, pendía un columpio de madera pintada de blanco, que se movía como un fantasma con la brisa. Algunos pájaros tropicales, que Germán no supo reconocer, llenaban el aire de la mañana con sus voces metálicas. Mientras miraba el sitio, Germán se preguntó si de verdad merecía la pena visitar aquella comuna o si albergaba sólo una pandilla de locos o estrafalarios que no le causaría ningún interés, como le había advertido el camarero de la pensión. De forma paradójica, la duda lo impulsó a seguir adelante, pues quería confirmar o desmentir con sus propios ojos lo que el camarero le había contado. Con su habitual paso resuelto, se acercó a la casa, subió las escaleras del porche y entró en el salón directamente, pues alguien había dejado la puerta sin cerrar. Sentada en una silla de madera, junto a una mesa grande, una chica pelaba fruta con aire ensimismado. Tenía veintinueve años y apariencia anglosajona, con el cabello rubio claro y un tono de piel entre rosado y lechoso. Llevaba un vestido de lino blanco que llegaba hasta sus rodillas y un delantal de cocina para no mancharse. De pronto, la chica levantó la mirada hacia el forastero.

–Hola –saludó Germán–.
–Hola –le respondió la chica–. ¿Qué desea?
–Me han dicho que aquí había una comuna y me he acercado por curiosidad –Germán omitió la palabra hippie para evitar sus posibles connotaciones ofensivas–.
–¿Eres de aquí?
–No. Soy extranjero.
–¿De qué país? –preguntó la chica intrigada.
–De España.
–¡España! Allí tenéis grandes futbolistas.
–No tan buenos como los brasileños.
–¿Vives aquí o estás de viaje?
–Estoy de viaje?
–¿Vienes a ver la selva amazónica?
–En principio no venía para eso. Es una larga historia… En realidad, se trata de un viaje hacia ninguna parte –Germán se rió brevemente–. Lo que más importa no es el destino, sino el hecho de viajar. En definitiva, moverse. Lo que no se mueve está muerto.
–Es una buena filosofía –respondió la chica sonriendo–. Por cierto, aquí vendemos frutas tropicales: bananas, guayabas, aguacates, mangos… Si te apetece comprar algunas, están muy ricas y a buenos precios.
–¿Os dedicáis a la agricultura?
–Sí. Procuramos abastecernos con nuestros cultivos, y el sobrante lo vendemos aquí.
–¿Lleváis aquí mucho tiempo?
–Cinco años. Somos seis personas: tres vinieron de Estados Unidos y tres de Europa. Yo soy norteamericana.
–¿Cómo te llamas?
–Suzanne.

De súbito se le vino a la mente la canción Suzanne, de Leonard Cohen, como un presagio de algo desconocido: And you want to travel with her, / and you now to travel blind, / and you know she will trust you, / ‘cause you’ve touched her perfect body / with your mind[1].

–Como la canción de Leonard Cohen.
–Exacto –dijo sonriendo de nuevo–.
–Mi nombre es Germán. Encantado.
–Encantada.
–¿Cómo os decidisteis a vivir aquí, tan lejos de vuestros países?
–Éramos un grupo de gente insatisfecha con sus vidas. Casi todos teníamos trabajos que no nos llenaban; no estábamos a gusto con la sociedad en que vivíamos… Entonces buscamos una forma de cambiar aquella situación. Nos enteramos, a través de Internet, de que se vendían fincas muy baratas en el interior de Brasil… y creamos un fondo con nuestros ahorros para comprar unas tierras y fundar la comuna. Los comienzos fueron un poco duros: había que trabajar mucho y no estábamos acostumbrados al trabajo del campo. Pero ahora ya hemos ganado experiencia. Vivimos de manera sencilla, sin lujos, pero somos felices.
–Entiendo… Yo también he recalado en Brasil por un motivo parecido. Trabajaba para el departamento de recursos humanos de una compañía de seguros, en Madrid, pero no me gustaba nada mi trabajo. Me alegro de conocerte. Pronto volveré por aquí –respondió Germán–.
–El placer es mío. Vuelve cuando quieras –repuso Suzanne–.

Al día siguiente, Germán volvió por la comuna y desde entonces comenzó a visitarla todos los días. Así pasaron dos semanas, en las que fue conociendo a los miembros de la comuna y trabando cada vez más confianza con ellos. Casi todos los días almorzaba con ellos en el salón de la casa y participaba en las conversaciones de la sobremesa, mientras jugaban a las cartas y bebían tazas de té o chupitos de algún licor. Pasadas las dos semanas, Suzanne propuso la idea de admitir a Germán en la comuna y todos los miembros se reunieron a debatir el asunto. Hasta esa fecha, la comuna había albergado un grupo de seis personas que se dividían en tres parejas, aunque se daban relaciones abiertas entre varias. La primera pareja estaba formada por Joe, un americano de sesenta años, y Annabel, su compañera de toda la vida, también americana, de cincuenta y cinco; la segunda por Suzanne, de veintisiete años, y Alice, una chica inglesa de veintinueve. La tercera la componían dos chicos: Paul, un alemán de veintiocho, y Albert, un holandés de treinta y uno. Joe y Annabel preferían la monogamia, pues en su juventud habían practicado las relaciones abiertas y el intercambio de parejas, pero la madurez había menguado sus energías. Cada cual tenía sus hábitos y preferencias, que los demás respetaban sin discusión alguna. Suzanne y Paul se definían como bisexuales, mientras que Albert era homosexual y Alice lesbiana: entre los cuatro se había forjado una intensa complicidad sexual y mantenían diversas relaciones los unos con los otros según sus apetencias, hasta el punto de que algunas noches celebraban orgías en el mismo salón donde ahora se encontraban. Las noches en que los demás daban rienda suelta a su desenfreno, Joe y Annabel subían a su dormitorio, cerraban la puerta para que no les llegaran los ruidos que venían de la planta baja y se dormían como de costumbre. Sin embargo, aquella tarde todos estaban sentados a la mesa, valorando la conveniencia o no de incluir a Germán en su pequeña comunidad.

–¿Y si fuera un agente infiltrado de la policía? –se preguntaba Joe–. A lo mejor quiere arrestarnos por vender marihuana y nos está investigando.
–No creo. Llevamos ya cinco años aquí –argumentó Suzanne–. Si la policía tuviera esos planes, ya nos habría arrestado hace tiempo. Sólo es un hombre insatisfecho con su vida…
–Todos vienen con el mismo cuento. Debemos tener mucho cuidado a la hora de admitir gente nueva en esta comuna –advirtió Alice–.
–Démosle una oportunidad. Nos hacen falta más brazos para trabajar las tierras… –aconsejó Paul.
–Está bien. Dejaremos que viva un mes con nosotros, como periodo de prueba, y si no causa ningún problema lo admitiremos como miembro de la comuna. De lo contrario, deberá marcharse de inmediato. ¿Estáis todos de acuerdo? –preguntó Albert.

Todos asintieron y decidieron que Germán se integrara en la vida de la comuna. Al día siguiente, por la mañana temprano, Germán volvió a la casa. Cuando llegó, Suzanne estaba remendando unas cortinas con aguja e hilo.

–Buenos días –saludó Germán con una sonrisa–.
–Buenos días –dijo Suzanne, mientras levantaba la vista de las cortinas–. Tengo una buena noticia para ti. Hemos decidido admitirte en la comuna.

Germán la miró con una mezcla de sorpresa y alegría, pues deseaba introducirse en aquella comunidad para no seguir viviendo solo. Desde aquel momento, sus visitas a la casa de la comuna se hicieron cada vez más largas, hasta el punto de que salía de la pensión a la mañana y volvía después de la cena, ya bien entrada la noche, para dormir en su habitación. Dos semanas más tarde, ya se había acostumbrado a la vida en la comuna y se había ganado la plena confianza de sus miembros, de manera que decidió abandonar la pensión para mudarse a la casa. Se levantó sobre las nueve de la mañana, como solía, preparó su maleta con rapidez y bajó despacio los empinados escalones de madera para no tropezarse. Se acercó a la mesa del recepcionista y le avisó de que deseaba pagar la última noche de alojamiento y devolver las llaves de su habitación.

–¿Vuelve usted a España? –le preguntó el recepcionista, disimulando su afán de inmiscuirse en la vida ajena con un falso tono de curiosidad inocente.
–No. Desde ahora voy a quedarme en la comuna de las afueras –respondió Germán–. Creo que ya no volveré jamás a España.

El recepcionista lo miró con cierta sorpresa, aunque sabía que Germán no era el primero que había venido al pueblo para alojarse en la comuna. En los años anteriores, algunos extranjeros habían llegado con el mismo propósito: un joven inglés de treinta años, un holandés de cuarenta y una pareja formada por un hombre de Estados Unidos y una mujer de Canadá, según recordaba el empleado gracias a su buena memoria. A pesar de esconderse en aquel pueblo, situado en los confines de la selva amazónica, la comuna funcionaba como una suerte de imán para otros hippies y viajeros errantes de todo el mundo gracias a las nuevas tecnologías, con las que había creado una red internacional de contactos en Europa y Norteamérica. Paul, el joven alemán, pertenecía a un foro de Internet sobre agricultura ecológica y vida en la naturaleza, donde escribía artículos sobre la comuna para los demás usuarios del foro. A veces, algunos usuarios mostraban especial interés en sus artículos y empezaban a intercambiar mensajes con él para informarse en detalle sobre la comuna, hasta que decidían viajar desde sus países para quedarse allí una temporada. Sin embargo, todos aquellos forasteros se habían marchado tras unos meses de estancia, así que el recepcionista pensó que Germán acabaría haciendo lo mismo, por más que anunciara su intención de no volver a España.

–Bueno… Como ya sabe, los hippies de la comuna están algo locos, pero jamás han molestado a nadie. Supongo que lo tratarán bien. Sin embargo, le recomiendo que no se aficione a la marihuana, pues allí se fuma bastante.
–Eso me trae sin cuidado: no consumo drogas ni me interesan. Si mi vecino se lanza por la ventana, yo no voy a lanzarme tras él. Mi único vicio es tomarme un trago de Jack Daniel’s casi todos los días. En fin, que levante la mano quien esté libre de vicios.
–Tiene razón. Que le vaya todo bien.
–Gracias. ¡Hasta luego!

Germán salió con paso ligero de la pensión, pero antes de marcharse a la comuna se desvió de su camino habitual. Había quedado a las nueve y media con un vecino del pueblo, un ganadero que se dedicaba al contrabando de alcohol y de armas para engordar los pocos ingresos que obtenía con la venta de sus vacas y terneras. Se presentó en su granja para comprarle una pistola. El trato fue rápido y sencillo, sin formalidades: el contrabandista, que lo estaba esperando fuera de la granja, le dio la mano y lo condujo a los establos, donde había dejado algunas vacas mientras las demás pacían sobre el prado que rodeaba la casa. En la penumbra que reinaba allí, el granjero desenterró una arquilla de madera que había ocultado bajo una montaña de heno y le enseñó la pistola, además de una caja de munición para cargarla. Acabada en un color negro reluciente, la pistola brillaba como una daga de obsidiana bajo el sol de mediodía.

–Como puede comprobar, está nueva y en perfectas condiciones –aseveró el contrabandista–.
–Muy bien. Me la llevo –respondió Germán–.

Germán le pagó con varios billetes, guardó la mercancía en su maleta y se dirigió a la comuna. En aquel momento no quería usar el arma contra nadie, pero pensaba que en alguna ocasión podría necesitarla para defenderse. Cuando llegó a la comuna, Suzanne lo esperaba sentada en el porche de la casa, fumando un cigarrillo con aire inocente pero sensual. Ella lo condujo hasta su dormitorio para que dejara la maleta sobre la cama y luego le enseñó las demás habitaciones de la vivienda. Mientras iba mirando las estancias, Germán se sintió reconfortado, pues notaba cómo la joven americana lo había recibido con absoluta hospitalidad, sin hipocresía ni recelo. Por las mañanas debería echarse la azada al hombro y trabajar en los cultivos de la comuna, como todos sus miembros, pero aquella idea no le desagradaba. Después de todo lo que había sucedido en los últimos tiempos, prefería recoger lechugas y coles a tramitar expedientes de regulación de empleo. Prefería servir a una comuna de locos felices que a la inagotable codicia de las élites financieras del mundo, por muy bien que le pagaran.

–Esta noche te daremos una cena de bienvenida –le dijo Suzanne–. Siempre lo hacemos cuando llega un invitado a la comuna.
–Me parece buena idea –opinó Germán sonriendo–. Así podré celebrarlo.
–Ahora me gustaría llevarte al sitio donde vas a trabajar conmigo. No está muy lejos de aquí, pero debemos cruzar un trecho de selva. Como ya sabes, vivimos de la agricultura y todos colaboramos en las faenas del campo.

Los dos salieron de la casa, atravesaron el jardín y siguieron un camino que se perdía entre bananas y aguacates, hasta que llegaron a la zona donde comenzaba la selva. La espesura y el tamaño de los árboles tropicales intimidaban a Germán. Le parecía como si un jaguar en busca de presas o una cuadrilla de indios armados con flechas pudieran asomar entre las hojas en cualquier momento, pero no dijo ni una palabra para disimular su miedo a lo desconocido. Se adentró con Suzanne en la selva y ella lo cogió de la mano. Los árboles de Pernambuco crecían altos, unos cerca de otros, tejiendo la penumbra del suelo con sus ramas. Desde lo alto se escuchaban los sonidos metálicos de alguna cotorra vocinglera que llamaba a sus amigas. Durante casi un cuarto de hora, tuvieron que abrirse paso entre grandes hojas de philodendron, alargadas lianas y palmeras de escaso fuste que cubrían el suelo. De pronto, en el aire denso del bosque, Germán comenzó a sentir un aroma que le resultaba conocido, aunque no sabía identificarlo con precisión. Enseguida le trajo borrosas memorias de algunas salidas nocturnas por los bares de Madrid y jaranas celebradas en pisos de universitarios: en suma, lo asociaba con la noche y la fiesta, pero no lograba reconocer de qué procedía. Caminaron unos pasos más entre la selva, como si aquel aroma los fuera guiando, y llegaron hasta un claro de forma redonda abierto en la espesura, como de veinte metros de diámetro. Allí se escondía un cultivo de marihuana, cuyas plantas alcanzaban casi los tres metros de altura debido a la humedad y la calidez del clima selvático, produciendo unas hojas anchas de verde intenso. Germán se quedó sorprendido con aquella insólita huerta. No sabía qué decir.

–Ésta es nuestra fuente principal de ingresos –le comentó Suzanne–. Todas las semanas viene a la comuna un holandés que vende la marihuana a su país y se lleva una bolsita de cogollos. También la gente local nos la compra a veces en pequeñas cantidades.
–¿No preferirías dedicarte a otra cosa? Algo que no estuviera prohibido por las leyes –le preguntó Germán–.
–No entiendo por qué las leyes prohíben este cultivo. El cáñamo se encuentra en la naturaleza: no se trata de ninguna droga de laboratorio. Y quienes compran marihuana deciden libremente si la consumen o no.
–Llevas razón. Pero a los demás le cuesta mucho todavía comprenderlo. Temen a lo desconocido.
–¿Y tú? ¿Temes a lo desconocido? –le preguntó Suzanne para sondear un poco en su carácter.
–No lo sé –respondió Germán–. Si lo he dejado todo atrás para venir hasta aquí, supongo que no debería temerlo. Pero todavía me sigo preguntando qué sentido tiene mi viaje, si acaso tiene alguno. Ahora estoy descubriendo una forma de vida totalmente nueva para mí, que me fascina… pero a veces, en el fondo, me siento culpable. Me pregunto si las cosas no me habrían ido mejor si me hubiera quedado en España, si hubiera seguido con mi trabajo en una compañía de seguros… A lo mejor esto no ha sido más que un gran disparate, una locura que pagaré más tarde o más temprano.
–¿Una locura? Yo no lo veo de esa manera. Para mí no has cometido ninguna locura: has hecho lo que necesitabas para no volverte loco. Estabas cansado de tu trabajo y ya no te sentías a gusto con tu vida. Necesitabas un cambio radical y te marchaste lejos de tu país, para olvidarte de todo lo que había sido tu vida hasta entonces. Escúchame, Germán: no eres culpable de nada. No tienes que recibir ningún castigo. Te educaron para que te sintieras culpable a todas horas, cuando no hagas lo que la sociedad espera de ti. Pero ahora tienes que desprenderte de ese lastre. Ahora estás aprendiendo la libertad.
–¿La libertad se aprende?
–La libertad sólo se gana después de mucho esfuerzo. Y todo lo que se gana con esfuerzo requiere de un aprendizaje. ¿Quieres ayudarme a recoger los cogollos de marihuana?
–Sí. Supongo que me has traído aquí para eso –se rió Germán–.
–Vete poniéndolos en la cesta –le indicó Suzanne–.




[1] Y quieres viajar con ella, / y quieres viajar a ciegas, / y sabes que confiará en ti, / porque has tocado su cuerpo perfecto / con tu mente.