Vistas de página en total

sábado, 17 de febrero de 2018

Humboldt

Imagen satelital de la superficie lunar, en la zona correspondiente al mar de Humboldt. Fuente: the-moon.us

En el mar de Humboldt, en la noche
de la deshabitada luna,
siento la música de mis latidos,
el timbal de mi sangre desde las arterias
hasta los más delgados capilares.
Bajo el peso de mi escafandra,
mis oídos acechan a la sombra
la respiración de mis adentros:
si yo desconociera los peligros,
la belleza inhumana del espacio,
alcanzaría la furiosa locura
de un asceta de mundos imposibles.

En mi trono de basalto negro,
mis pupilas adoran la Tierra,
naranja azul que brota de la noche,
demasiado frágil y misteriosa
para un grupo de simios dementes.
Medito largas horas ante su imagen,
hasta que me descubre,
como un lirio vertiginoso,
la red infinita de la vida,
con los vínculos invisibles
que rodean a sus criaturas.

En el mar desolado, que se llena
con la sed o la memoria de las aguas,
aparece la media cara en sombra
de esta luna, su medio corazón durmiente,
donde caen los sueños inmemoriales
y el instinto dibuja
su idioma de querencias y temores.
Allí los viejos arquetipos duermen
como lagartos debajo de las rocas,
esperando el momento
de que algún viajero los descubra.

Todavía me sobrecoge
la frontera visible de su misterio.
Todavía me asusta demasiado
la ciega noche de la cara oscura,
su morgue de fantasmas,
su cadena de vientos solares,
pero su velo fulgurante de sombras
me llama con los ecos de la sirena.
Invocaré la audacia de Humboldt,
el infatigable curioso
que vio las maravillas de la Tierra,
para internarme a solas
en el ámbito negro de lo desconocido.