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viernes, 24 de marzo de 2017

La muerte de Antínoo

Antínoo divinizado como Dionisos. Museos Vaticanos. Fuente: Pinterest

El perfil de la tarde acaricia las dunas ardientes
y los ibis sagrados retornan volando a sus nidos,
cuando el joven criado en el Asia, que lleva en sus ojos
una luz de frondosos laureles y grutas marinas,
abandona, remando en canoa, la barca de Adriano,
la que surca las aguas del Nilo con áureas formas.
En la margen que nobles palmeras, inmóviles, guardan,
entra a solas en una capilla de muros calizos,
donde toma su daga y se corta los rubios cabellos,
para luego quemarlos, con llamas de sombras azules,
en ofrenda a los dioses egipcios, los ídolos mudos
cuyos labios de piedra conocen la cifra del tiempo.

Los videntes anuncian a Adriano, con lúgubres ojos,
que sus últimos años de vida se agotan: su muerte
ya se acerca; y Antínoo quiere, con un sacrificio,
retrasarla, pidiendo la gracia de bárbaros dioses.
Pero sorda, latente, debajo de miedos y afanes,
otra causa dirige sus pasos: la sombra del tedio.
La belleza del mundo le cansa: sus anchos jardines
no distraen su mente fogosa, y apenas entiende
cómo sufre de hastío si Adriano le da, generoso,
cuanto nombra su lengua de joven cansado y voluble.
No se siente quizá de este mundo: los dioses le llaman,
con sirenas celestes, y mira la tierra dormida
como un páramo negro, que fríos tornados laceran;
nada colma su sed imperiosa de un goce infinito,
ni el deseo que lanza su mente, de un súbito impulso,
como rauda saeta de fuego que sube a los astros.

Prisionero de fuerzas oscuras, desciende a la orilla,
donde pisa las viejas cisternas de baños rituales,
y en su limo vislumbra las formas de un joven difunto.
Se sumerge de pies a cabeza, con lánguidos pasos,
como pálidas letras de un libro que borran las aguas,
y una líquida sombra conduce sus miembros al fondo,
como un canto rodado naufraga con sordo murmullo.
Unas horas más tarde, los brazos de Adriano recogen
su desnudo fantasma, que alguna cisterna escondía
como un loto cerúleo deja su aroma en el viento.

Las ideas habitan la zona suprema del cosmos,
imitando los vahos acuosos que forman las nubes;
les resulta sombría y pesada la inerte materia,
y, si eligen a veces la carne profana de un hombre,
dura poco su imagen alada, su tenue destello.
Como piezas de mármol en bruto, la vida y la muerte
le revelan fisuras y manchas al ojo pensante.
No hay mortal que no sufra un destino quebrado, inconcluso:
sólo cabe aceptarlo en silencio, con brava mesura,
o lanzarse al abismo, buscando lo eterno o la nada.