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domingo, 29 de marzo de 2020

La soledad del papa

El papa Francisco lee una homilía ante una plaza de san Pedro desierta (27 de marzo de 2019). Fuente: Latina Oggi

El viernes por la tarde, la televisión emitía los oficios religiosos desde la basílica de san Pedro, con motivo de la pandemia de coronavirus que golpea a todo el mundo. El papa Bergoglio parecía diminuto frente a la desmesura de aquellos mármoles sacros, de aquel monumento a la idea pura de belleza, comenzado en el Renacimiento y acabado en el Barroco bajo la dirección de Bernini. Con visible esfuerzo, Bergoglio se incorporó de su silla papal y caminó hacia la plaza de san Pedro, donde le habían dispuesto una suerte de plataforma para dar la bendición urbi et orbi. Los años y los achaques le duelen cada vez más: procuraba disimular en vano su cojera de la pierna izquierda y la pesadumbre de su rostro, ante la situación de una Italia confinada por la pandemia. No soy creyente, sino “dudante”, como decía el gran Atahualpa Yupanqui, otro famoso argentino, pero no dejo de contemplar la Iglesia católica –y toda religión– como un fenómeno humano digno de estudio. Jamás he comprendido la gerontocracia vaticana del todo –imagino que los cardenales, en los cónclaves, eligen a colegas débiles y ancianos para manipularlos según sus intereses–, pero, de cualquier forma, en aquel momento Bergoglio no despertaba el miedo reverencial que se profesa a las autoridades, sino compasión ante la fragilidad humana. Parecía tan impotente y desarmado ante la furia de la pandemia como toda su Iglesia. No había ninguna demostración de poderío vaticano, sino de vulnerabilidad que se traslucía en los semblantes y en los gestos: en el fondo, sospecho que el pontífice, como la inmensa mayoría de los creyentes, se pregunta dónde está su Dios ahora. Esa confesión tácita de humanidad, paradójicamente, me inspira más respeto que muchos de sus antecesores.

Bergoglio salió a la plaza de san Pedro, cargando una custodia de oro en sus manos, bajo una tarde plomiza, cubierta de espesas nubes que derramaban una lluvia fina sobre el pavimento. Me impresionó comprobar cómo la misma plaza donde se congregan muchedumbres de todo el mundo para ver al pontífice, donde yo mismo había estado en 2014, durante un corto viaje a Roma, se encontraba del todo vacía, desierta, sin más presencia humana que algunas cámaras de televisión para grabar la ceremonia. Bergoglio levantó con dificultad la custodia –sus manos temblaban, como si no soportaran el peso de aquella pieza de orfebrería– y efectuó la bendición para todo el mundo, según el rito acostumbrado. Ante la clásica elegancia de la columnata y los edificios colindantes, ante la soledad absoluta de la plaza y el ceño hostil de las nubes, el papa se confrontaba con la aspereza de una realidad incomprensible, con el silencio infinito de su Dios. Acto seguido, entró en la basílica, acompañado por un acólito, se detuvo unos segundos frente al baldaquino y la cátedra de san Pedro, que lo miraban impávidos en su majestad barroca, y desapareció por el lateral derecho, poniendo fin a la ceremonia. Tuve la sensación de haber presenciado un capítulo más de la serie de Paolo Sorrentino The new Pope, que había visto unas semanas antes de que estallara la pandemia en Europa. Supongo que la vida imita al arte, como decía Oscar Wilde, y que la imagen de este papa, solo en el epicentro simbólico de la Iglesia, representaba el desamparo cósmico de la especie humana. Pero quizás la naturaleza del Homo sapiens se asienta sobre la paradoja y, como escribe san Pablo en la segunda Carta a los Corintios, su fuerza se realiza en su debilidad.

sábado, 28 de marzo de 2020

El Ermitaño

El Ermitaño. Ilustración de Barrington Colby para el interior del cuarto álbum de Led Zeppelin.

Bajo la inmensa noche solitaria,
levanta un ermitaño, sigiloso,
su trémulo fanal, su luminaria,
cubriéndose con hábito mugroso.

Ciego durmiente, huérfano de estrellas,
un cielo tenebroso lo protege,
y esconde los caminos de sus huellas
en el abismo que la sombra teje.

A sus pies, los desnudos horizontes
duermen como vacía sepultura,
y las gélidas cumbres de los montes
le parecen desiertos de blancura.

Él baja su cabeza, resignado,
mientras arde su gran sabiduría,
pues algún caminante desolado
verá su luz, en tenue lejanía;

y, cerrando sus párpados, admira
dentro de sí, los mundos ulteriores,
y en su cámara negra se retira,
surcando sus galaxias interiores;

pues sabe que su luz no brota fuera,
con yescas o inflamados pedernales,
sino que nace de sutil esfera,
de sus mundos arcanos y mentales.

Su báculo robusto lo sostiene,
columna de sus manos fatigadas,
como su inteligencia lo previene
de sombras, de mentiras, de celadas.

Su corazón ajusta sus latidos
al diáfano compás del universo,
como danzan los átomos perdidos
en el cosmos inútil y disperso.

No lucha ni atesora, sino piensa,
desvelando razones y misterios,
y su tarea, muda pero intensa,
nada sabe de tronos o de imperios.

No le incitan las armas, con sus ruidos,
pasión infame de los temerarios,
ni persigue dineros mal habidos
con maniobras de números bancarios.

Y, si emerge su pálida figura
del mazo del tarot, en la videncia,
su rostro dice la verdad oscura
como llama de fúlgida presencia.

Y desde su atalaya, grave roca,
buscando soledad en su acomodo,
revela sus oráculos e invoca
la nada ilimitable que es el todo.

lunes, 9 de marzo de 2020

Monarquía

El comisionista Juan Carlos de Borbón baila con la cortesana y agente de negocios Corinna Larsen.

La reina de comisiones,
Corinna, vio la manera
de que su amante le diera
sesenta y cinco millones,
por sus reales Borbones,
y dijo que se trataba
de regalos que mandaba
sin ella solicitarlos,
pues al divino Juan Carlos
ni un céntimo le cobraba.

¿De qué milagros venía
semejante millonada?
La causa fue demostrada:
la saudita monarquía
de golpe se enriquecía,
con las hábiles gestiones
de sus amigos Borbones,
y de cuanto negociaba
su parte el rey se cobraba
con jugosas comisiones.

¡Oh, qué rey tan generoso
para los necesitados!
¡Vaya negocios privados
alimenta un lujurioso!
Que el pueblo menesteroso
descubra su hipocresía,
con esta sátira mía
que resumo y simplifico:
si quieres hacerte rico,
inventa una monarquía.

miércoles, 4 de marzo de 2020

Canción

Amor entre cíborgs. Fuente: Wallpaper Flare

(El cíborg se queja del abandono de su amante)

Destello de la noche,
mi fúlgido tesoro,
mi ardiente meteoro
lleno de claridad,
¿ahora tú me dejas
herido, con mis quejas,
enfermo y solitario,
negándome piedad?

Mis lágrimas consumen,
frías como los mares
de páramos lunares,
mi rostro sin maldad;
y, ahora que mi suerte
me recuerda a la muerte,
¿me dejas entre sombras,
negándome piedad?

En sus reinos arcanos,
el espacio infinito
no siente el mudo grito
de la mortalidad;
ignoran mis pasiones
mudas constelaciones
dormidas en el viento,
negándome piedad.

Y lejos, en las noches,
aunque ya me dejaras,
veo tus formas claras
entre la inmensidad;
tu acerada figura
desata mi locura
con su frío destello,
negándome piedad.