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lunes, 4 de septiembre de 2023

Episodios vecinales

Parada de tranvía de Puente Zurita. Fuente: Wikipedia

Sobre las once menos cuarto de la noche, en el barrio de Salamanca, las inmediaciones del Puente Zurita despiertan de su oscura somnolencia con el sobresalto de unos alaridos salvajes. Dos indigentes drogadictos, ambos peninsulares, discuten a grito pelado. El primero, que lleva un pañuelo rojo en la cabeza y una muleta en el brazo derecho, aunque parece caminar sin muchas dificultades, acusa al segundo, un tipo alto y rubio que ya cuenta con un largo historial de altercados en la zona, de haberle agredido para robarle algo. Como disparos de metralleta, se sucede una ráfaga de insultos del primero hacia el segundo: “ladronzuelo”, “hijo de puta”, “maricona de mierda”, “te voy a matar”, etc. Algunos perrillos del vecindario, nerviosos, ladran al oír semejante chaparrón de palabrotas. La refriega verbal no cesa hasta que los gritos se pierden cuesta arriba y en lontananza, como si los contendientes subieran al cercano barrio de La Salud.

Unos quince minutos más tarde, el hombre de la muleta reaparece en la parada de tranvía de Puente Zurita y entabla otra discusión con una mujer que espera el próximo convoy entre un grupo de pasajeros. En su ataque de furia, le dirige toda clase de lindezas: “hija de puta”, “subnormal”, “gilipollas de mierda”, etc., mientras ella no se amilana y le responde. Pasados unos dos o tres minutos, el hombre y la mujer se cansan de lanzarse improperios y retorna a las calles el silencio general de esta hora. Una vez que el tranvía llega y se marcha con los pasajeros, el hombre comienza a deambular de un lado a otro sobre los pasos de cebra de la zona, gritando porque no tiene teléfono móvil y ninguno de los transeúntes, alarmados por su ataque de furia, quiere prestarle el suyo para llamar al 112: “¡subnormales!”, “¡hijos de puta!”, “¡esto es una emergencia!”... Irrumpe en el bingo Colombófilo y exige a una chica de recepción que llame a la policía: “¡Idiota! ¡Te estoy diciendo que llames a la Policía Nacional!”... Sin embargo, la chica guarda silencio, intimidada por la actitud agresiva de este personaje. Acto seguido, el hombre levanta su muleta como un arma y da un sonoro golpe con ella sobre el mostrador de marmolina de la recepción del bingo. Alguien llama finalmente a las fuerzas del orden, pues estas se personan algunos minutos después en el lugar de referencia, con un coche de la Policía Local y una furgoneta de la Policía Nacional. Supongo que se llevan al sujeto, pues a partir de este momento no se escuchan más voces ni gritos en toda la noche.

Con la mansedumbre típica de los pueblos colonizados, el vecindario no suele quejarse de nada a las instituciones públicas, aunque estos hechos resulten cada vez más habituales. Algunos vecinos se limitan a demandar más policías de Pascuas a Ramos, pero los caídos en la marginalidad necesitan viviendas en condiciones dignas y alguna ocupación que los ayude a salvarse de las recaídas en sus adicciones. El colapso de un albergue municipal a cuyas puertas se reúne todos los días una muchedumbre de indigentes, entre los cuales existe cierto número de sujetos agresivos que amenazan e intimidan al resto, no ofrece ninguna alternativa para la rehabilitación social de estas personas. En cambio, toda la ciudad se entrega sin reparos a la especulación inmobiliaria, con el bum de los alquileres turísticos, y a pocos metros del lugar de los hechos, detrás del bingo Colombófilo, se construye un disparatado edificio residencial de lujo. Ante la abulia de los políticos tinerfeños en relación con estos episodios vecinales, sospecho que surgirá en algún momento un sagaz empresario que venda las peleas entre los drogadictos de la zona como una atracción morbosa para los turistas que vienen a Santa Cruz de Tenerife, con un estilo semejante al turismo de favelas de Río de Janeiro. “¡Disfrute de un viaje al corazón de la marginalidad más auténtica!”, rezarán los folletos publicitarios entregados al pie de los cruceros en el puerto de la ciudad. Pase lo que pase, todo sigue normal en el barrio de Salamanca.

El oso regicida

El rey Favila combate con un oso. Cuadro de autor desconocido.
Fuente: Twitter

(Fábula burlesca sobre la muerte del rey Favila)

Damas y caballeros,
hablando con satírica dulzura
y en términos ligeros,
permitan que les narre la aventura
del corajudo rey de los astures,
Favila, inútil hijo de Pelayo,
temible como rayo,
pues, desoyendo todos los augures
que le daban presagios de su muerte,
se coronó de gloria,
jactándose de fuerte,
y en su real hazaña venatoria
su espíritu ardoroso
conoció las mandíbulas de un oso.

Dos años tuvo solo de reinado:
sin más ocupación que la pereza,
no buscó lauros de marcial proeza
ni galones ilustres de soldado.
Y apenas ocultaba, descarado,
su molicie perruna:
sobre su trono, bien aposentado,
consumía la próvida fortuna
que su padre labró con sus fatigas
y victorias audaces,
machacando las testas enemigas
de moros pertinaces
con los que se fajaba sin desmayo.
No olvidemos, en fin, que de Pelayo
los monjes mentirosos,
maestros en arengas y soflamas
de tonos ampulosos,
crearon una tonga
de leyendas, con épicas y dramas,
y vistieron de tintes fabulosos
la batalla menor de Covadonga,
pueril escaramuza
donde el famoso rey de los cristianos,
desatando las iras de Munuza,
corrió de los parajes asturianos
a cuatro gatos moros,
no como dicen los enormes coros
de píos charlatanes
con verbo de florido papagayo,
según los cuales encaró Pelayo,
con bélicos afanes,
una hueste de ciento ochenta y ocho
millares de soldados musulmanes.
¡Qué labia de católicos gañanes!
¡Menuda trola, digna de Pinocho!
Ni siquiera apilados
cabrían tantos moros derrotados
en el Auseva, pedregoso monte:
de reunirse tamaña soldadesca,
no podría ni verse el horizonte
donde pasó la historia novelesca.

Favila se cansó de que las gentes
hablaran de su padre noche y día,
narrando sus hazañas imponentes,
y algún mérito vano perseguía
para lucirse un poco,
desatando sus ínfulas de loco.
Y en estas el monarca venerando
se pasaba las horas cavilando
con su angosta sesera:
“La gente, sin piedad, me considera
vástago oscuro de famoso padre…
y en su comparación a nada vengo.
¿Habrá alguna proeza que me cuadre,
para darme la fama que no tengo?”
Cuando tales ideas angustiosas,
como sombras odiosas,
ocupaban sin más el regio tolmo,
la nobleza asturiana parecía
quejarse de su abulia, para colmo:
“Favila, si en verdad eres un hombre
de gótico linaje y valentía,
de cojones bien puestos,
haz algo que sin duda nos asombre.
Demuéstranos tu hombría,
sin delicados gestos,
en una gesta digna de tu nombre.
De tu gran padre imita los arrestos,
las ínfulas de macho,
la santa reciedumbre,
con alguna machada que deslumbre,
de rondón, a nobleza y populacho”.
Y así Favila, dócil e iracundo
siervo de tanta rumorología,
pensó una temeraria montería
para ganarse el crédito del mundo.
Para tales hazañas
no bastaban las presas habituales:
hacían falta grandes alimañas
o bestias colosales.
Quizás un cortesano malicioso,
deseando su muerte,
le contara la fábula de un oso
que temían los pobres campesinos,
para que el rey, jactándose de fuerte,
lo hostigara a través de los caminos.

Cuando una tarde conversó Favila
con su esposa, la cándida Froiluba,
sobre sus intenciones,
ella saltó de nervios, intranquila,
gritándole: “¡Borracho como cuba
pareces! ¡Ven! ¡Atiende mis razones!
¿Cómo dices? ¿Te irás en pos de un oso?
Con fútil osadía
te matarás, imbécil impetuoso.
Tu mala puntería
solo derrota míseros venados
o magros jabalíes.
¡Déjate ya de historias baladíes
y escucha mis consejos y cuidados!”
En ese grave instante,
con ánimo chulesco y arrogante,
se dispuso Favila con adarga
de roble, fina y larga,
y al pálido semblante
de su esposa, que en vano, sollozante,
solicitaba un gesto de prudencia,
Favila aulló, rabioso de impaciencia:
“¡Déjame solo! ¡Cállate, Froiluba!
Quieras o no, me iré de montería,
para que el empinado cerro suba
tal oso y logre darle cacería.
Si no demuestro ya mi valentía,
fatigando los ásperos caminos
y los ancianos robles
con mis armas, en busca de la fiera,
¿qué dirán de su rey los campesinos
y los ilustres nobles?
¿Qué fortuna me espera?
Si no incremento mis escasas glorias
con artes venatorias,
han de caerle sátiras e injurias
al soberano de la gran Asturias”.
Pero Froiluba, siempre diligente,
le replicó de nuevo finalmente:
“¡Cállate, machirulo!
Si te rompes el culo,
no seré yo quien haga tu vendaje,
y al cabo, si te mueres en el viaje
de tan descabellada montería,
que te llore la imbécil de tu tía”.

Favila desmontó de su caballo,
con ínfulas indómitas de gallo,
y al fin subió la senda pronunciada
sobre el áspero cerro
donde el oso tenía su morada.
Sin casco ni armadura,
jadeante marchaba como perro,
bordeando la fértil espesura
con ansiosa premura,
y en esa loca búsqueda, celoso,
frenó solo su pie voluntarioso
cuando la imagen del indócil oso,
que le causaba su mortal desvelo,
pasó pisando lejos, entre sombras,
las crujientes alfombras
de caídos otoños en el suelo.
Dejó Favila que su halcón volara,
pensando que de nada le servía
ligera pluma contra denso pelo,
y al oso decidió plantarle cara
con sonoro despliegue de energía,
solo, sin más ayuda
que el pavés y el acero que blandía
con su mano desnuda.
Salió de frente el rey de la machada
y agredió con el hierro de su espada
feroz al bruto, cerca de su pecho,
para dejarlo pálido y maltrecho,
pero nada sabía del impulso
del úrsido furioso,
que respondía, trémulo y convulso,
con afanes de púgil rencoroso.

La bestia le informó, desavenida
con la sangre de tal acometida:
“Si tú me hieres, hoy te despedazo
de un solo manotazo
y así terminarás tu mala vida”.
Con iracundos ánimos, despierto,
gritó Favila: “¡Tú serás el muerto!”,
y entonces, abrazándolo furioso,
concluyó sin retóricas el oso:
“Yo comprendo, Favila, que me caces
a lo tonto, sin armas o secuaces,
pero, ya terminada
la inútil emboscada,
como rey honorable que se precie,
deberás compensarme la jornada,
si no con tu dinero, sí en especie,
de forma que, rompiéndote el gaznate,
desnucaré tu oronda
figura de pesado botarate,
y así pondré final a tus locuras
para dejarte en osamenta monda.
No probaré tus negras asaduras:
que las coman gusanos apestosos,
pues la carne de reyes y de curas
empacha hasta a los osos.
Un día matará a mis descendientes
otro monarca más degenerado,
pero tú, desalmado,
caes hoy en mis uñas inclementes
y pagas en letales moretones
futuras cacerías de Borbones.
Dígalo Mitrofán, el oso ruso
que bajo los abetos boreales
conocerá la muerte, mareado
con vodka y miel, en criminal abuso,
de la mano de guardas forestales,
y andará a trompicones, engañado,
para que en ese día tenebroso
Juan Carlos, un emérito mafioso,
baldón eterno de su dinastía,
le dé cuatro balazos
y al abatirlo, sádico, se ría”.

Tras hacerle sus ínfulas pedazos
al rey de los astures, aquel oso
lo noqueó de varios manotazos
y luego, con el filo pavoroso
de sus dientes ariscos,
en el torso, las piernas y los brazos
le produjo señales y mordiscos.
Entonces, con olímpica arrogancia,
marcando su distancia
con ese rey de grácil opereta,
se retiró, sin más, y en la cuneta
lo dejó magullado,
para que se muriese desangrado.
¡Oh, real pasmarote!
¡Oh, víctima infeliz del patriarcado!
Si no te hubieras dado
tantas ínfulas vanas de machote,
quizás habrías muerto sosegado,
sobre cálido lecho,
sin más congojas que las necesarias,
y no como varón de rudo pecho,
malográndote en lides temerarias.
Mira cómo, sin más, el camposanto
se puebla con valientes animosos,
que dejan solo llanto
sobre los mausoleos ampulosos,
mientras anda sin penas el cobarde
y a su tumba, remiso, llega tarde.