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sábado, 26 de agosto de 2023

Teorema

El violín de Ingres (1924). Fotografía de Man Ray.
Fuente: Wikipedia

Mi carne sea máquina de goce,
recipiente de lúbricos anhelos,
y solo ponga límite de vuelos
para que su lujuria no destroce

ni la fogata indómita ni el roce
de los cuerpos unidos, entre velos
de sábanas elásticas, de cielos
que ningún ángel busca ni conoce.

Mi carne sea búcaro suntuoso
que se colme de vino licoroso,
caros ungüentos, vírgenes aceites,

y al fin, cuando la muerte lo sacuda,
recuerde la cerámica desnuda,
con su leve perfume, sus deleites.

Perseidas

Una Perseida cruza el cielo junto a la Vía Láctea. Foto: Wikipedia

Subí al ingente volcán,
donde nacen las retamas,
encrespadas como llamas
o vórtices de huracán,
y constelaciones dan
oráculos con asertos,
a buscarme en los desiertos
de su caldera silente,
sobre su mole yacente
y oscura como los muertos.

Bajo la noche pasaban
asteroides fugitivos,
halcones de piedra vivos
que raudamente volaban,
y mis ojos admiraban,
ahítos de transparencia,
la indetenible presencia
de las hijas de Perseo,
que en un solo parpadeo
consumen su refulgencia.

Y pensé: ¿no soy, acaso,
con el eco de mi voz,
una Perseida veloz
que lanza chispas al raso,
quemándose en cada paso?
De serlo, también asumo
que soy hermano del humo,
pues, aunque nadie lo vea,
mi corazón parpadea
si en latidos me consumo.

Tanto fuego me circunda
que no me importa si nadie
me sigue mientras irradie
mi estela, meditabunda,
su tenue luz infecunda.
¿Qué saben de mí los astros,
lápices que dejan rastros
en folio negro de noche,
con ese inútil derroche
de nácares y alabastros?

De sus lejanas alturas
caen miles de Perseidas
y recogen las nereidas,
entre las olas oscuras,
átomos de luces puras.
Quizás, en la madrugada,
las aviste la mirada
limpia de los pescadores,
cosechando sus fulgores
en la tersa marejada.