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lunes, 26 de diciembre de 2022

La sombra de las dos Españas

Duelo a garrotazos (1819-1923). Óleo sobre revoque,
trasladado a lienzo, de Francisco de Goya. Fuente: Wikipedia

Hace unos días, conversaba con un amigo sobre la crisis política que se ha desatado con la admisión a trámite del recurso de inconstitucionalidad que el Partido Popular ha formulado contra la ley de reforma del Tribunal Constitucional. A título informativo, recordemos que dos magistrados de este Tribunal se encuentran ejerciendo sus funciones con el mandato caducado y que el fin primordial de esta reforma legislativa consiste en modificar el sistema de elección de sus miembros, para evitar situaciones de bloqueo por falta de acuerdos entre los partidos mayoritarios. De este modo, mi amigo y yo nos preguntábamos si la derecha política y judicial podría cometer de veras un golpe de Estado en España, con o sin uso de la fuerza bruta, y dar un paso más allá del grave atentado a la separación de poderes que se ha cometido en estos días, convirtiendo a dos magistrados en jueces y partes de un asunto que les incumbe directamente. Yo manifesté mi escepticismo sobre esa posibilidad, pero mi amigo defendió que, a partir de ahora, la derecha podría consumarla en cualquier momento, con la pasividad absoluta de las instituciones europeas (a favor de su argumento, citaba el caso de los gobiernos de extrema derecha en Polonia y Hungría, cuyos desmanes han permitido las autoridades comunitarias). Sobre la base de los hechos actuales, mi amigo y yo nos centramos en lo que podría suceder si la derecha cometiera ese golpe de Estado. Por lo tanto, no hablamos de lo que podría suceder si lo consumara la izquierda, pues hoy en día parece del todo improbable, cuando no francamente imposible. Ninguna fuerza política de izquierdas pretende quemar iglesias en la España de 2022.

Enseguida me vino a la mente el panorama de las últimas encuestas electorales: por un lado, aparece el bloque de los votantes progresistas, que daría sus votos al PSOE y a una posible confluencia entre Sumar y Podemos (¡que pacten de una vez, por favor!); por otro, el bloque granítico de las derechas, que alcanza un volumen algo mayor que las izquierdas y que apoya fielmente al PP y a Vox; y, entre ambos, una pequeña suma de partidos nacionalistas y regionalistas, que buscan la satisfacción de sus intereses particulares, pero que en general pactan más a menudo con el bloque progresista, pues la derecha hispánica no tolera ni respeta más nacionalismo que el suyo. Por lo tanto, la sombra de las dos Españas, la roja y la azul, la republicana y la monárquica, las que simbolizan las figuras del caballo y del toro en el Guernica de Picasso, aletea sobre el arco parlamentario como un fantasma que casi medio siglo de democracia no ha conjurado todavía. No creo que la identidad española surja de una esencia inmutable, de una realidad metafísica situada más allá de la historia, porque las naciones son lo que deciden sus pueblos o lo que mandan sus élites en cada siglo, pero desde los inicios del XIX, con el conflicto entre liberales y absolutistas, los sectores reaccionarios emprendieron un largo duelo a garrotazos contra los defensores del progreso. Desde su origen, este duelo fue prolongándose en otros episodios, hasta alcanzar su apoteosis en la guerra civil española, y todavía parece lejos de haberse terminado, aunque el maltrecho sistema constitucional impida, al menos por ahora, que la sangre baje hasta el río.

De este modo, la España conservadora se considera dueña eterna del país, con la supuesta legitimidad que le otorga su pasado imperial y católico, y mira a la otra España con recelo, como si se tratara de un inquilino desagradable que debe someterse a las condiciones del propietario, aunque no sean justas ni razonables, para no terminar desahuciado a palos. La ausencia de una derecha liberal de corte europeo, a la que el bloque progresista podría admitir como un adversario leal y respetable (véase, por ejemplo, cómo Ciudadanos ha pasado a convertirse en una fuerza testimonial), y el enorme poder institucional y económico que la Iglesia católica aún acumula, a pesar de la secularización de las costumbres, podrían enumerarse entre los factores que explican esta situación. A partir de estas ideas, la conversación con mi amigo me suscitó un nuevo interrogante: si la España conservadora llevase a cabo un golpe de Estado, ya fuese duro o blando como los turrones, ¿qué podríamos esperar los que formamos parte de la otra España, por ideología, etnia, género o cualquier otra circunstancia? ¿Nos veríamos obligados a marcharnos del país una vez más, ante las amenazas de represalias, o podríamos conformarnos con el exilio interior bajo la condición de guardar silencio? Mi amigo, de natural pesimista, me respondió que en tal caso deberíamos hacer las maletas.

Acabada la conversación, la respuesta de mi amigo me dejó pensando y todavía me planteó una pregunta más en mi fuero interno: en caso de que la derecha política y judicial tomara represalias contra la España de izquierdas tras un golpe de Estado, ¿cómo reaccionarían los votantes conservadores? ¿Se atreverían a manifestarse en masa, denunciando a sus propios líderes como golpistas, para exigir la restauración del orden constitucional vulnerado? ¿O, por el contrario, casi todos aceptarían la mano dura del nuevo régimen e incluso algunos se sentirían complacidos con los actos de represalia, jaleándolos como la nueva cruzada contra los enemigos del país? De súbito, imaginé una sociedad semejante en cierta forma a la de posguerra, en la que el miedo y la delación se habrían extendido como plagas. Imaginé que las personas con las que nos relacionamos todos los días (compañeros de trabajo, vecinos, amigos, conocidos e incluso familiares) podrían colaborar con la nueva represión por diversos motivos: para darles rienda suelta a sus antipatías, rencores y enemistades, para mejorar su posición económica y social e incluso para evitar las represalias a cambio de convertirse en delatores. Había concebido una pesadilla despierto. Y me di cuenta de que yo no tenía respuestas claras a ninguna de las preguntas que me había planteado. Solo espero quedarme para siempre con este manojo de mis dudas, pues hay preguntas que no merece la pena responder.

miércoles, 14 de diciembre de 2022

Operación Farinelli

Ángel de la Virgen del Magnificat (1481).
Temple sobre tabla de Sandro Botticelli.

(De cuando Corinna Larsen confesó que agentes de los servicios secretos españoles habían inyectado hormonas femeninas por la espalda a Juan Carlos de Borbón, con el permiso de Sofía de Grecia, como una forma de castración química para poner fin a sus amoríos con la rubia cortesana)

Ay, Juan Carlos el fugado,
Corinna te despelleja
y en su programa se queja
de ti, rey desenfrenado,
químicamente castrado
con la anuencia de Sofía,
pues, a falta de la CÍA,
la que todo soluciona,
guardan aquí la corona
los agentes de la TÍA.

Quisieron tales audaces
verte como los eunucos,
pero sus malvados trucos
no resultan eficaces
para gónadas tenaces.
Yo nada sé ni comprendo,
pues, como salen diciendo
Corinna y sus confesiones,
aunque no tengas cojones,
vas a morirte jodiendo.

Sofía, cómplice muda,
hizo de mosquita muerta,
mientras iba muy alerta,
y así permitió, sin duda,
la maniobra cojonuda.
Presa fiel de su marasmo,
quiso impedirte el orgasmo,
que, si tramita un divorcio,
tú, follando sin consorcio,
reventarás de un espasmo.

Si cobrases las maneras
de un ángel de Botticelli,
si con voz de Farinelli
cantases arias ligeras,
las inyecciones arteras
al fin habrían servido,
pero tú, desprevenido,
solo sirves en la cama,
si algún caudal se derrama
de tu calzón descosido.

Juanca, senil Abelardo,
ni siquiera de esta guisa
te alejas de tu Eloísa,
porque mantienes, gallardo,
los cojones a resguardo.
Tus amatorias hazañas
usan tales artimañas
que Satanás hoy te envidia,
porque ni Dios te fastidia
si reinas en las Españas.

domingo, 4 de diciembre de 2022

José Carlos Cataño y la mística del mundo

José Carlos Cataño. Foto: Iván Pagant

La poesía de José Carlos Cataño (La Laguna, 1954 – Barcelona, 2019) podría inscribirse en una larga línea de autores que beben en la fuente de las tradiciones místicas y que se ha manifestado con especial fuerza en la modernidad literaria, como una reacción contra el desencantamiento del mundo y la tiranía de la razón instrumental. Este recurso a la mística no implica que el autor canario se ponga al servicio de ninguna ortodoxia religiosa, sino que aprovecha las metáforas de la cultura judeocristiana para trasladar al lenguaje poético su pensamiento y sus experiencias vitales.

A partir de esta singularidad, su obra se encuadra en la historia literaria de las islas y reúne las cuatro notas definitorias de la poesía canaria según Ángel Valbuena Prat (el aislamiento, el cosmopolitismo, la intimidad y el sentimiento del mar), situándose de pleno derecho en una tradición que parte del modernismo, atraviesa las vanguardias y sus secuelas y alcanza nuestros días. La pasión viajera de Cataño, que lo llevó por diversos lugares del mundo, y sus largos años de residencia en Barcelona (desde 1977 hasta el final de su vida) no modificaron estas características de su poesía, sino que le permitieron acentuarlas. Desde su exilio personal, el poeta dialogó de forma ininterrumpida con su archipiélago originario.

Tras la impresión de la plaquette Jules Rock en 1973, la poesía de Cataño se compone de los siguientes títulos aparecidos hasta la fecha, tal y como se recogen en la Obra poética publicada por la editorial Pre-Textos: Disparos en el paraíso (1975-1979), Muerte sin ahí (1980-1985), El cónsul del mar del norte (1983-1988), A las islas vacías (1989-1994), Para enterrar a los muertos en las palabras (1994-1999) y Lugares que fueron tu rostro (2000-2007). A pesar de su desafección general hacia escuelas y corrientes, esta obra repite ciertos temas, imágenes y patrones que permiten interpretarla con base en cuatro motivos esenciales (la tierra, el agua, el cielo y la experiencia del amor), atravesados por los diversos referentes culturales que jalonan su obra.

Sin embargo, antes de abordar estos cuatro motivos, debe tenerse en cuenta un hecho que marca un antes y un después en la vida y la obra de Cataño: su conversión al judaísmo. El poeta adopta esta religión en 1977, hacia los veintidós años, y cabe suponer que su conversión debió de percibirse como un hecho insólito en un momento en que la huella del nacionalcatolicismo permanecía fresca en la memoria colectiva. Esta filiación cultural puede rastrearse en los poemas de libros como Disparos en el paraíso, Muerte sin ahí o Para enterrar a los muertos en las palabras, en los que las ideas de la diáspora y del sacrificio y las alusiones a ciertos mitos del Viejo Testamento (Abraham y Moisés) desempeñan un papel fundamental. En todo caso, la influencia judía no le impide a Cataño manejar metáforas y símbolos procedentes de la mística cristiana, desde la conciencia del origen común de ambas tradiciones religiosas.

La tierra se presenta como signo y memoria de los orígenes perdidos, pero también sugiere la dualidad impenetrable de la vida y la muerte. La casa originaria del poeta desaparece para no volver nunca, salvo en los espejismos del recuerdo, como se expresa en Disparos en el paraíso: La casa ardía sobre el oscuro pelaje del océano. / El último olor se desataba en transparente humareda. / Hálito, olor a nada, memoria quieta. / Sus ojos son ahora rescoldos del vacío / Por donde escapa el negro, último ruido de la vida / Sin despedirse del cuerpo / Que repite la monótona compasión de las paredes. La conciencia de la finitud se muestra en poemas como Elegía marina, incluido en el mismo libro y dedicado a la madre del poeta, a quien este recuerda con especial emoción: El mar que penetraba por el borde más alto / Del sol será el último mar / Para dorar tu frente. Como / Si el mar que terminara de un golpe / Cumpliera tu figura. En contraposición al fuerte vínculo materno, la relación con el padre se configura como una lejanía dolorosa, como si Cataño se hubiera rebelado contra su autoridad y más tarde buscara reconciliarse con él a través de la memoria, lo cual se refleja en algunos textos de su obra A las islas vacías. La dimensión personal de la tierra se transforma en una dimensión colectiva gracias a los poemas de Para enterrar a los muertos en las palabras, en los cuales se alude al trauma colectivo de la conquista de Canarias: ¿Hay patria que cantar? Trazamos / el color de la sombra / de los cuerpos ausentes y nombramos / lo que la aviva / Con los restos de los borrados / en la lengua de sus verdugos.

El agua aparece como un motivo destacado en esta obra poética, sobre todo bajo la forma de las aguas marinas. De este modo, Cataño se integra en una estela de cantores del océano que nace del modernismo de Tomás Morales, con Las rosas de Hércules, transita las vanguardias de la mano de autores como José María Millares Sall, con su poemario Liverpool, y desemboca en la contemplación luminosa de Manuel Padorno, con su libro A la sombra del mar, o en la sobriedad meditativa de Luis Feria, con su obra Más que el mar. Para Cataño, el mar constituye una posibilidad infinita de renovación y redención frente a todo lo oscuro que contiene la tierra, como un agua sobrenatural que puede salvarnos. Esta visión se reproduce en su poemario A las islas vacías: Vendrá otro azul, el deseado, / Silenciando la marea de los muertos / Dorada hasta los faros / Distantes, / Alzada sobre el fragor de la tierra, / Rendida en los márgenes. [...] Vendrá otro azul y no habrá sombra. / No habrá nombre. La presencia del mar y de sus matices simbólicos va aumentando a medida que Cataño madura su obra poética, hasta llegar a los poemas de Lugares que fueron tu rostro, en los que se ahonda en la conciencia de la mortalidad a través de imágenes acuáticas: Incansable mar de batallas / Por las fronteras líquidas, / Cuántas tumbas abres y dejas / Lejos del horizonte.

Como poeta del cielo, Cataño refleja lo vívido y cambiante de la esfera celeste con más asiduidad que muchos otros autores canarios. Desde esta esfera, la aceptación de la muerte se expresa a través de símbolos como el ocaso o las nubes, que se repiten a menudo a través de los años, si bien su presencia se acentúa en la producción final del autor. De hecho, en Lugares que fueron tu rostro, el poeta prefigura su fin en el volátil destino de las nubes, que vagan condenadas a no poder adoptar una forma fija y que no verán la estrella de la mañana al día siguiente: Lágrimas blancas las que pasan / Sin encontrar ribera, sin figura / En donde hacerse carne. / Y la estrella alta, sola y en sí misma, / Solo se mostrará a otros ojos / En la mañana que será otro día. / Miro pasar las nubes / Y se me llevan. En algunas ocasiones las imágenes del cielo sugieren un panteísmo spinozista, en el que el individuo se funde con el cosmos, pero en otras evocan las alturas como un espejo simbólico de la tierra y del ser humano, de acuerdo con las enseñanzas herméticas y cabalísticas, según las cuales lo que está arriba es como lo que está abajo.

El amor se representa como una forma de destrucción, en consonancia con las ideas plasmadas por Vicente Aleixandre en La destrucción o el amor: se trata de la aniquilación de dos conciencias individuales para crear una nueva realidad, un nuevo yo que surge de la fusión de los anteriores. Esta concepción se afirma claramente en Disparos en el paraíso: Si fuésemos algo / Seríamos dos abismos, / Nada más que dos abismos– / En el tuyo arrojaría / La sombra vertiginosa de mi ser. Y en los últimos años de su vida, cuando contempla las tardes con sabor a duelo, el poeta sigue refiriéndose a la persona amada con idéntica devoción que en otras épocas de su vida. Sabe que es humano y, como tal, imperfecto, que no puede colmar del todo las expectativas de quien lo ama, pero ofrece la sinceridad absoluta de su sentimiento a cambio de la correspondencia en el amor, como se plasma en algunos versos de Lugares que fueron tu rostro: No puedo darte nada más / que este ahora de todo en abandono, / como si cumpliera una respuesta o un deseo / que ya no importa.

En conclusión, podría decirse que la obra de José Carlos Cataño se erige como un barco solitario en las aguas de la poesía canaria contemporánea. Introduce el judaísmo y sus referencias culturales como un elemento nuevo en esta tradición, que dota de un sentido metafísico a su nostalgia de los orígenes y a su exilio personal. A través de sus motivos e imágenes, Cataño describe un itinerario simbólico en el que encuentra el círculo irrompible que une la vida con la muerte. No busca un puerto seguro, sino que sigue su propio sendero invisible entre las olas para descubrir la inesperada belleza de los horizontes abiertos. Después de su lectura, solo cabe desear que el poeta siga escuchando el rumor del mundo por nuestra frágil memoria.

(Resumen de la intervención leída en la mesa redonda “José Carlos Cataño, escritor plural”, organizada por la Sección de Literatura del Ateneo de La Laguna el 11 de noviembre de 2022, en la Biblioteca Municipal de La Laguna)