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domingo, 4 de diciembre de 2022

José Carlos Cataño y la mística del mundo

José Carlos Cataño. Foto: Iván Pagant

La poesía de José Carlos Cataño (La Laguna, 1954 – Barcelona, 2019) podría inscribirse en una larga línea de autores que beben en la fuente de las tradiciones místicas y que se ha manifestado con especial fuerza en la modernidad literaria, como una reacción contra el desencantamiento del mundo y la tiranía de la razón instrumental. Este recurso a la mística no implica que el autor canario se ponga al servicio de ninguna ortodoxia religiosa, sino que aprovecha las metáforas de la cultura judeocristiana para trasladar al lenguaje poético su pensamiento y sus experiencias vitales.

A partir de esta singularidad, su obra se encuadra en la historia literaria de las islas y reúne las cuatro notas definitorias de la poesía canaria según Ángel Valbuena Prat (el aislamiento, el cosmopolitismo, la intimidad y el sentimiento del mar), situándose de pleno derecho en una tradición que parte del modernismo, atraviesa las vanguardias y sus secuelas y alcanza nuestros días. La pasión viajera de Cataño, que lo llevó por diversos lugares del mundo, y sus largos años de residencia en Barcelona (desde 1977 hasta el final de su vida) no modificaron estas características de su poesía, sino que le permitieron acentuarlas. Desde su exilio personal, el poeta dialogó de forma ininterrumpida con su archipiélago originario.

Tras la impresión de la plaquette Jules Rock en 1973, la poesía de Cataño se compone de los siguientes títulos aparecidos hasta la fecha, tal y como se recogen en la Obra poética publicada por la editorial Pre-Textos: Disparos en el paraíso (1975-1979), Muerte sin ahí (1980-1985), El cónsul del mar del norte (1983-1988), A las islas vacías (1989-1994), Para enterrar a los muertos en las palabras (1994-1999) y Lugares que fueron tu rostro (2000-2007). A pesar de su desafección general hacia escuelas y corrientes, esta obra repite ciertos temas, imágenes y patrones que permiten interpretarla con base en cuatro motivos esenciales (la tierra, el agua, el cielo y la experiencia del amor), atravesados por los diversos referentes culturales que jalonan su obra.

Sin embargo, antes de abordar estos cuatro motivos, debe tenerse en cuenta un hecho que marca un antes y un después en la vida y la obra de Cataño: su conversión al judaísmo. El poeta adopta esta religión en 1977, hacia los veintidós años, y cabe suponer que su conversión debió de percibirse como un hecho insólito en un momento en que la huella del nacionalcatolicismo permanecía fresca en la memoria colectiva. Esta filiación cultural puede rastrearse en los poemas de libros como Disparos en el paraíso, Muerte sin ahí o Para enterrar a los muertos en las palabras, en los que las ideas de la diáspora y del sacrificio y las alusiones a ciertos mitos del Viejo Testamento (Abraham y Moisés) desempeñan un papel fundamental. En todo caso, la influencia judía no le impide a Cataño manejar metáforas y símbolos procedentes de la mística cristiana, desde la conciencia del origen común de ambas tradiciones religiosas.

La tierra se presenta como signo y memoria de los orígenes perdidos, pero también sugiere la dualidad impenetrable de la vida y la muerte. La casa originaria del poeta desaparece para no volver nunca, salvo en los espejismos del recuerdo, como se expresa en Disparos en el paraíso: La casa ardía sobre el oscuro pelaje del océano. / El último olor se desataba en transparente humareda. / Hálito, olor a nada, memoria quieta. / Sus ojos son ahora rescoldos del vacío / Por donde escapa el negro, último ruido de la vida / Sin despedirse del cuerpo / Que repite la monótona compasión de las paredes. La conciencia de la finitud se muestra en poemas como Elegía marina, incluido en el mismo libro y dedicado a la madre del poeta, a quien este recuerda con especial emoción: El mar que penetraba por el borde más alto / Del sol será el último mar / Para dorar tu frente. Como / Si el mar que terminara de un golpe / Cumpliera tu figura. En contraposición al fuerte vínculo materno, la relación con el padre se configura como una lejanía dolorosa, como si Cataño se hubiera rebelado contra su autoridad y más tarde buscara reconciliarse con él a través de la memoria, lo cual se refleja en algunos textos de su obra A las islas vacías. La dimensión personal de la tierra se transforma en una dimensión colectiva gracias a los poemas de Para enterrar a los muertos en las palabras, en los cuales se alude al trauma colectivo de la conquista de Canarias: ¿Hay patria que cantar? Trazamos / el color de la sombra / de los cuerpos ausentes y nombramos / lo que la aviva / Con los restos de los borrados / en la lengua de sus verdugos.

El agua aparece como un motivo destacado en esta obra poética, sobre todo bajo la forma de las aguas marinas. De este modo, Cataño se integra en una estela de cantores del océano que nace del modernismo de Tomás Morales, con Las rosas de Hércules, transita las vanguardias de la mano de autores como José María Millares Sall, con su poemario Liverpool, y desemboca en la contemplación luminosa de Manuel Padorno, con su libro A la sombra del mar, o en la sobriedad meditativa de Luis Feria, con su obra Más que el mar. Para Cataño, el mar constituye una posibilidad infinita de renovación y redención frente a todo lo oscuro que contiene la tierra, como un agua sobrenatural que puede salvarnos. Esta visión se reproduce en su poemario A las islas vacías: Vendrá otro azul, el deseado, / Silenciando la marea de los muertos / Dorada hasta los faros / Distantes, / Alzada sobre el fragor de la tierra, / Rendida en los márgenes. [...] Vendrá otro azul y no habrá sombra. / No habrá nombre. La presencia del mar y de sus matices simbólicos va aumentando a medida que Cataño madura su obra poética, hasta llegar a los poemas de Lugares que fueron tu rostro, en los que se ahonda en la conciencia de la mortalidad a través de imágenes acuáticas: Incansable mar de batallas / Por las fronteras líquidas, / Cuántas tumbas abres y dejas / Lejos del horizonte.

Como poeta del cielo, Cataño refleja lo vívido y cambiante de la esfera celeste con más asiduidad que muchos otros autores canarios. Desde esta esfera, la aceptación de la muerte se expresa a través de símbolos como el ocaso o las nubes, que se repiten a menudo a través de los años, si bien su presencia se acentúa en la producción final del autor. De hecho, en Lugares que fueron tu rostro, el poeta prefigura su fin en el volátil destino de las nubes, que vagan condenadas a no poder adoptar una forma fija y que no verán la estrella de la mañana al día siguiente: Lágrimas blancas las que pasan / Sin encontrar ribera, sin figura / En donde hacerse carne. / Y la estrella alta, sola y en sí misma, / Solo se mostrará a otros ojos / En la mañana que será otro día. / Miro pasar las nubes / Y se me llevan. En algunas ocasiones las imágenes del cielo sugieren un panteísmo spinozista, en el que el individuo se funde con el cosmos, pero en otras evocan las alturas como un espejo simbólico de la tierra y del ser humano, de acuerdo con las enseñanzas herméticas y cabalísticas, según las cuales lo que está arriba es como lo que está abajo.

El amor se representa como una forma de destrucción, en consonancia con las ideas plasmadas por Vicente Aleixandre en La destrucción o el amor: se trata de la aniquilación de dos conciencias individuales para crear una nueva realidad, un nuevo yo que surge de la fusión de los anteriores. Esta concepción se afirma claramente en Disparos en el paraíso: Si fuésemos algo / Seríamos dos abismos, / Nada más que dos abismos– / En el tuyo arrojaría / La sombra vertiginosa de mi ser. Y en los últimos años de su vida, cuando contempla las tardes con sabor a duelo, el poeta sigue refiriéndose a la persona amada con idéntica devoción que en otras épocas de su vida. Sabe que es humano y, como tal, imperfecto, que no puede colmar del todo las expectativas de quien lo ama, pero ofrece la sinceridad absoluta de su sentimiento a cambio de la correspondencia en el amor, como se plasma en algunos versos de Lugares que fueron tu rostro: No puedo darte nada más / que este ahora de todo en abandono, / como si cumpliera una respuesta o un deseo / que ya no importa.

En conclusión, podría decirse que la obra de José Carlos Cataño se erige como un barco solitario en las aguas de la poesía canaria contemporánea. Introduce el judaísmo y sus referencias culturales como un elemento nuevo en esta tradición, que dota de un sentido metafísico a su nostalgia de los orígenes y a su exilio personal. A través de sus motivos e imágenes, Cataño describe un itinerario simbólico en el que encuentra el círculo irrompible que une la vida con la muerte. No busca un puerto seguro, sino que sigue su propio sendero invisible entre las olas para descubrir la inesperada belleza de los horizontes abiertos. Después de su lectura, solo cabe desear que el poeta siga escuchando el rumor del mundo por nuestra frágil memoria.

(Resumen de la intervención leída en la mesa redonda “José Carlos Cataño, escritor plural”, organizada por la Sección de Literatura del Ateneo de La Laguna el 11 de noviembre de 2022, en la Biblioteca Municipal de La Laguna)

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