Vistas de página en total

viernes, 3 de noviembre de 2023

El coloso de piedra

El autor, cerca del refugio de montaña del Cotopaxi,
a 4.800 metros de altitud. Foto: Ramiro Rosón

«El martes de carnaval, A., su amigo y yo nos encontramos a las puertas de la estación de trolebús de El Ejido, junto al edificio del Instituto Ecuatoriano de la Seguridad Social, donde trabajaba mi novia de entonces. Alegando compromisos familiares, ella no había querido venir conmigo. Los tres fuimos a desayunar algo en unos puestos de comida cercanos, tomamos el trolebús y llegamos a una estación de buses situada al sur de Quito. Desde allí tomamos un bus que nos llevó hasta las cercanías del Cotopaxi. Recuerdo que ese bus nos dejó en el arcén derecho de una autopista y, como no había ningún paso de peatones, cruzamos la autopista con sumo cuidado para llegar al arcén izquierdo, en el cual un camino de tierra conducía hasta una especie de aparcamiento donde se encontraban algunos taxistas. Allí A. y su amigo hablaron con un taxista indígena y le preguntaron cuánto nos cobraría por hacernos un viaje de ida y vuelta al Cotopaxi, con la condición de que nos esperara mientras subíamos y bajábamos del volcán, pues ningún transporte público llegaba hasta la zona y los pocos taxis disponibles se rifaban entre los turistas. Dejé que hablaran ellos para negociar el precio, pues a los extranjeros se les cobra más en estos casos, y el taxista nos pidió un total de treinta dólares. Conformes con el precio, nos subimos al coche y empezamos el viaje. Seguimos una carretera entre páramos andinos hasta el control de acceso al parque. Un guardia pedía las cédulas de identidad o los pasaportes a los visitantes, pero, como conocía al taxista, lo dejó pasar sin identificarnos.

Atravesamos una larga plantación de pinos en el fondo de un valle, que, según decía una cartela sostenida con un palo cerca de la carretera, pertenecía a la empresa Maderas del Cotopaxi, y alcanzamos una llanura desde la que podía verse nítidamente el coloso de piedra. Entramos en un puesto de información para turistas, en el que se vendían suvenires y otros artículos, y compré varios caramelos hechos con extracto de hoja de coca. A. y su amigo me los recomendaron para combatir el soroche (así llaman los ecuatorianos al mal de altura). Abrí el papelito que envolvía uno de estos caramelos, observé con curiosidad su tono verde esmeralda y me lo comí de unos cuantos bocados, mientras guardaba los demás para el camino. No percibí nada fuera de lo común, pero sí notaba que aquellos caramelos reducían un poco la fatiga que generan los Andes. Llegamos a la base del Cotopaxi y nos encontramos dos caminos de subida: una vía recta sobre una dura pendiente, más corta y más agotadora, y un sendero dibujado en zigzag sobre las faldas del monte, más prolongado pero menos dificultoso. El sentido común y mi falta de experiencia con las montañas andinas motivaron que nos decidiéramos por el segundo. Recordaré siempre aquel ascenso como una de las experiencias más impresionantes de mi vida. No tardé en padecer el soroche, con sensaciones de fatiga y de cierto mareo, e incluso la vista se me nubló por segundos en varias ocasiones. Mis amigos ecuatorianos, más acostumbrados a las alturas que yo, seguían el camino con mucho menos esfuerzo. Me detuve en un tramo del camino, temiendo que no pudiera alcanzar el refugio de montaña, y un hombre que subía por allí, de acento cubano, me recomendó que mirase el horizonte de espaldas al coloso de piedra, pues según parece la visión de la montaña aumenta la sensación de mareo. Seguí su consejo y, pasados cinco minutos, me sentí mucho menos fatigado. Subí el resto del camino despacio para no fatigarme de nuevo, mientras A. y su amigo me esperaban cerca del refugio.

Cuando llegué a donde me esperaban, un cartel de madera informaba sobre la altitud del sitio: “4.800 metros”. Miré de cerca la cumbre, con su forma de cono cubierto de hielo y nieve, y me quedé arrobado ante la imagen de aquel santuario blanco de los Andes, como quien visita las catedrales góticas o los palacios del renacimiento. Había llegado a la zona de nieves perpetuas. En esa mañana de clima inestable, ráfagas de bruma y sol danzaban en torno a la cumbre, matizándola con sombras plateadas o fulgores blancos en cuestión de minutos. Pedí que me sacaran una fotografía en que se me viera ante la cumbre y el cartel, como testimonio de aquella jornada increíble. En aquella zona me percaté de que, una vez hecho el gran esfuerzo de la subida, me había aclimatado a la alta montaña. Por fuera del refugio, un grupo de norteamericanos rubios y blancos, vestidos con equipación de montañeros, realizaban una parada en su camino hacia la cumbre. Allí terminaba también el otro sendero, la vía recta sobre la pendiente que habíamos descartado. En ese momento vi una mujer ecuatoriana, una mestiza casi indígena, que había subido por esa cuesta infernal y se detuvo a pocos metros del refugio de montaña, pues el soroche le impedía seguir subiendo. Jadeante, decía con angustia: “No puedo más; no puedo más”, y tuvo que desandar el camino hacia abajo. A., su amigo y yo continuamos un poco más la subida hasta los muros de hielo de los glaciares, más o menos a los cinco mil metros de altura. Allí nos vimos obligados a pararnos, pues en los glaciares el camino solo puede llevarse a cabo con equipación de montañero. Pensamos en quedarnos allí a jugar con la nieve, en una suerte de retorno a la infancia, pero una densa ráfaga de bruma descendió sobre el paraje y decidimos emprender la bajada para no perdernos en aquella cumbre.

A medida que dejábamos atrás la bruma, contemplamos una grandiosa perspectiva del Sincholagua, un volcán algo más bajo que el Cotopaxi, y de los páramos andinos. Jamás he sentido la amplitud del horizonte como en aquella jornada. Los colores de la tierra –ocres y pardos macilentos o rojizos– se extendían sin límite bajo un azul celeste de pureza sobrecogedora. He visitado muchas veces el Teide en Tenerife y he visto el océano Atlántico desde sus estribaciones, pero el volcán tinerfeño parecería una diminuta colina frente a aquellos titanes de roca. Más tarde, cuando regresamos a la base del volcán, el taxista nos estaba esperando con suma paciencia. Nos dijo que habíamos tardado más que la mayoría de la gente, lo cual podría deberse al gran esfuerzo que me costó la subida. De cualquier forma, nos condujo desde aquella zona hasta la laguna de Limpiopungo, una masa de agua desde la cual, en días calmos y despejados, puede verse la imagen invertida del Cotopaxi como si de un espejo se tratara.

Cruzamos un enorme llano situado a los pies del volcán, donde retozaban pequeños grupos de caballos y yeguas salvajes, así como vacas y toros de lidia asilvestrados. Aquellos equinos de colores terrosos, miembros fuertes y cruces no muy altas, cubiertos de una ligera lana que se espesaba en sus cuellos y sus grupas, vivían en absoluta libertad a la sombra del coloso de piedra. Sus trotes audaces y sus miradas elocuentes me impresionaban con su orgullo de forajidos, inasequibles a las riendas, los bocados, las sillas de monta y la demás parafernalia que los homínidos han inventado para someterlos. Mucho menores en número, los toros de lidia pacían mansos entre sus rebaños de vacas, negros y majestuosos como sultanes en serrallos bovinos. Lejos del espectáculo sangriento de las plazas de toros, allí disfrutaban de una paz vitalicia, que solo podía alterarse de vez en cuando con los rugidos o los espasmos del volcán. A., su amigo y yo nos dirigimos a ver aquella laguna de cerca. El agua permanecía como una lámina casi del todo inmóvil, apenas ondulada por algunas ráfagas de viento pasajeras. Entre los carrizos de las orillas, observé numerosos pájaros de cuerpos blancos y cabezas negras que me llamaron la atención. Se trataba de las gaviotas andinas, una de las pocas especies del género de las gaviotas que se han adaptado a las zonas de alta montaña. Acostumbrado a las gaviotas oceánicas de mis islas natales, aquella estampa me resultaba increíble.

Terminada la visita a la laguna, el taxista nos dejó en el mismo aparcamiento donde lo habíamos encontrado y esperamos un bus en una marquesina a pie de carretera. A. sugirió que fuéramos a comer a Latacunga, una ciudad situada a pocos kilómetros de aquellos parajes, y los demás aceptamos la idea. Cuando llegamos a la estación de buses de Latacunga y salimos a la calle, algunos grupos de jóvenes estaban haciendo lo que llaman los ecuatorianos “jugar carnaval” (es decir, lanzar cubos de agua a los desprevenidos transeúntes desde carrozas festivas), aunque en los últimos años las autoridades municipales han comenzado a sancionar esta mala costumbre con multas. Fuimos esquivando con suma destreza a los guasones carnavaleros, hasta que vimos un asador de pollos en las cercanías de la estación y decidimos comer en aquel sitio. Sobre las seis y media de la tarde, no mucho antes del ocaso, tomamos un bus de vuelta a Quito para finalizar aquella jornada memorable. Aún podía verse el Cotopaxi desde la carretera».

(Fragmento de diarios inéditos, correspondientes al mes de marzo de 2019)

No hay comentarios: