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jueves, 23 de noviembre de 2023

El perro

El perro del autor. Foto: Ramiro Rosón

Una tarde luminosa de julio, llegó el perro a mi casa. Desde los tiempos infantiles, mi hermana y yo habíamos deseado tener un perro. Generalmente, queríamos algún perrillo faldero o de raza conocida, como un caniche, un yorkshire o un chow-chow, pues la infancia se rinde complacida al brillo de las apariencias. Sin embargo, mi padre no quería perros porque no le daba la gana y mi madre, sumisa, se plegaba a su voluntad, así que nos privó de la compañía de un animal que podría haberme ayudado mucho, sobre todo para aliviar la sombra del abandono afectivo al que me sometió mi padre y para sentirme un poco menos vulnerable y solo durante los años del instituto, cuando fui salvajemente acosado en las aulas. De este modo, el perro llegó quizás un poco tarde, cuando yo tenía unos veinticuatro años y la tiranía de mi padre menguaba en casa, gracias a los problemas económicos que la pésima gestión de sus negocios nos había causado. Y llegó de pura casualidad, cuando ya habíamos desistido por completo de aquellos deseos infantiles.

Una amiga mía encontró a dos cachorros abandonados en el arcén de una carretera de Las Palmas de Gran Canaria y los adoptó sobre la marcha. Su gran parecido sugería que se trataba de perros de la misma camada, como después confirmarían los veterinarios. Uno de los dos hermanitos no tardó casi nada en conseguir nuevo dueño, mientras ella se quedaba con el segundo. Pasaron algunos meses, mi amiga se dispuso a mudarse a Barcelona, sin que pudiera llevarse el perro consigo, y creó un evento en Facebook para buscarle familia adoptiva, al uso de los tiempos. Enseñé las fotos del perro a mi madre y a mi hermana y decidieron adoptarlo. En esta ocasión, la voz de mi padre ya no contaba para nada. Las circunstancias habían cambiado y la adopción del perro se impuso por mayoría, sin que mi padre hiciera nada para oponerse. Habíamos pasado, sin darnos cuenta, de la dictadura paterna a la democracia familiar.

Sentí una ligera extrañeza la tarde en que el perro llegó a casa. Me preguntaba si se adaptaría bien a su nueva familia –y si nosotros nos adaptaríamos bien a la responsabilidad de cuidarlo–. No coincidía en absoluto con la imagen del perro ideal que me había figurado siempre. Su cuerpo alargado, sus patas cortas, sus orejas semicaídas, llenas de recovecos interiores, y su cola enroscada como el inicio de una espiral me parecían desconcertantes. En general, posee la apariencia de un perro salchicha mediano, con un pelaje azabache en casi todo el cuerpo, salvo en las patas, el vientre y la parte inferior de la cabeza y de la cola, que oscilan entre el marrón café y el blanco. A la altura del pecho, entre las dos patas delanteras, su pelo dibuja una mancha blanca que me sugiere la forma de una estrella de cuatro puntas. En sus tiempos de cachorro, le gustaba morderme suavemente los dedos de los pies, con sus colmillos, y acostarse en el suelo para que le rascase el vientre. De cualquier forma, parecía simpático. No tardó mucho en hacerse amigo de toda mi familia, incluso de mi padre. Cuando yo tenía dos años, un border collie estuvo a punto de matarme, en la casa de unos amigos de mis abuelos, con un mordisco espantoso en la cabeza que me causó una fuerte hemorragia. Aún hoy conservo una entrada en la cabeza que recuerda aquel episodio. No obstante, mi nuevo amigo no me inspiraba ningún miedo ni rechazo. Únicamente algunas razas de perros grandes, sobre todo las creadas para el ataque y la vigilancia, me producen cierto recelo.

Solo cuando llegó el perro comencé a pisar la calle todos los días, hasta conocer cada esquina de mi ciudad como la palma de la mano, en un radio de cinco o siete kilómetros desde mi casa. De este modo, pese a haber nacido en Santa Cruz de Tenerife y pasado la mayoría de mi vida en este purgatorio situado a orillas del océano, no descubrí el rincón de la plaza Alcalá Galiano hasta los veinticinco años. Rodeado por cuatro bloques de viviendas populares y unido con el barrio de Tomé Cano por una discreta callejuela, desde fuera nadie imagina el encanto de esa plaza. Decora el centro del espacio una gran fuente de piedras ocres, desde la que un juego de surtidores brota sin descanso desde las primeras horas de la mañana hasta las nueve de la noche. En torno a la fuente, un emparrado cubierto de buganvillas y algunos arbustos crecidos en cántaros de barro ofrecen sus notas de colores deslumbrantes. Los anchos parterres de las esquinas albergan todo género de plantas: dragos, palmeras, árboles tropicales, helechos, enredaderas interminables, como los potos o la hiedra, y algunos objetos decorativos, como un bernegal o una carreta llena de tiestos de petunias. Según dice una placa de latón clavada en uno de estos parterres, un vecino de la zona se dedicó a cultivar los jardines de esta plaza durante sus últimos años de vida. La profusión vegetal se acompaña con una tranquilidad y un silencio reparadores: en esta plaza semioculta, el movimiento humano se limita a los vecinos que entran y salen de sus edificios, así que se trata de un rincón ideal para sentarse a solas en un banco y quedarse mirando los hilos acuáticos de la fuente, lejos del tráfico y la muchedumbre.

Descubrí la plaza, en buena medida, gracias a mi perro. Nada más crecer un poco, el animal comenzó a comportarse de manera agresiva con sus congéneres, sin que yo pudiera explicarme la causa de semejante cambio. Cuando lo sacaba de paseo al parque de La Granja, a menudo espantaba a los demás perros con sonoros ladridos. Siendo un perro mediano, algunas veces gruñía y ladraba de manera amenazante a los más pequeños, como los bulldogs o los carlinos, y otras veces pretendía abalanzarse y atacar a los mayores y más fuertes, como los pitbulls, los rottweiler, los bull terriers o los pastores alemanes, sin darse cuenta de que esas razas podrían matarlo en cuestión de segundos. Únicamente los grandes daneses, con su enorme tamaño, le imponían tal autoridad que los miraba con cierto miedo. Parecía como si no encontrara su lugar en el mundo variopinto de los perros, en su condición de mediano, y buscara salida a su confusión a través de la agresividad. Solo mostraba simpatía con algunas razas particulares, como los galgos o los podencos. Sin embargo, pronto comenzó también a desatar sus iras con las personas, como si el género canino no le bastara. Por alguna razón desconocida, el perro adquirió la manía de ladrar con furia a los negros, como si le resultaran sombras amenazantes, y me hizo pasar vergüenza ajena en muchas ocasiones. La gente en la calle decía a menudo, para mi bochorno, que se trataba de un animal racista. A veces incluso ladraba a los niños pequeños, lo cual agotaba del todo mi paciencia.

Así las cosas, dejé de salir con mi perro al parque de La Granja y comencé a frecuentar calles y lugares más o menos solitarios para pasearlo, pues no podía permitirme el lujo de pagarle un adiestrador canino para la reforma de sus costumbres. Durante muchos años, lo paseé por la zona de Tomé Cano, la avenida Tres de Mayo y el auditorio de Tenerife, en un camino de ida y vuelta que repetíamos casi todas las tardes. En aquellas idas y vueltas, buscando rincones vacíos de gente, descubrí la plaza Alcalá Galiano. Allí, por lo general, quedaba fuera del alcance de otros perros, gatos, niños, negros y demás objetivos potenciales de sus rabietas. La disciplina de caminar todos los días entre cinco y siete kilómetros, siguiendo el rumbo que yo le había marcado, fue templando su agresividad con el curso de los años y le permitió canalizar su energía desbordante. Ahora, cuando ya se ha convertido en un perro maduro, le he permitido acercarse de nuevo a sus congéneres, pero lo vigilo de cerca para que no se descontrole, pues aún de vez en cuando los despacha con algún ladrido intempestivo. Eso sí, jamás he vuelto a confiar tanto en él como para soltarlo de nuevo en el parque de La Granja.

Otra característica definitoria de mi perro se encuentra en su afición de perseguir animales de otras especies. Por su configuración –una mezcla de rottweiler con beagle–, parece guardar ciertos hábitos de can rastrero, como una afición desmesurada a olfatear toda clase de rincones y cavar pequeños huecos en la tierra fresca, delatando la herencia de sus antepasados: perros cazadores, hechos a sacar conejos y otros animales pequeños de sus madrigueras. No le asustan los roedores y, en algunos paseos nocturnos, cuando ve ratones o ratas en el parque de La Granja, me da tirones de su correa para que le deje perseguirlos. Naturalmente, nunca se lo permito, pues, aunque los roedores llevan las de perder en esa cacería frente a un perro mediano, no quisiera que el mío recibiera alguna mordedura infecciosa de estos animales. Siendo un cachorro, le gustaba perseguir en vano a las palomas, que levantaban sus alas de inmediato al verlo, e incluso se tragaba las plumas que dejan caer estas aves en las aceras de las calles, pero nada más crecer un poco descubrió su deporte favorito: la caza de lagartos y lagartijas.

En los días soleados, cuando los pequeños reptiles asoman de sus escondrijos, mi perro vigila sus pasos en la hojarasca de los parques y los jardines públicos de la ciudad. Levanta sus orejas puntiagudas y semicaídas –sus orejas de elfo o duende–, que empiezan a balancearse de arriba abajo mientras camina, tensa los poderosos músculos de sus patas y aguza la vista para localizarlos. De pronto, cuando se escucha algún crujido más o menos fuerte en la hojarasca, lo cual indica que el lagarto se ha puesto en fuga, alborotando las hojas caídas en el suelo, mi amigo canino quiere lanzarse a la persecución y me tira de la correa con ímpetu desmedido. Tampoco le permito esta forma de caza, aunque me ha sorprendido en dos ocasiones. Una tarde, mientras andaba en el callejón situado tras el bingo Colombófilo, junto al barranco de Santos, cortó de un zarpazo la cola de una lagartija. La cola se quedó brincando en el suelo durante varios segundos, como si poseyera vida propia al margen del animal a quien pertenecía, mientras el perro la miraba con asombro. Otra vez, por la noche, escuché ruidos en el pasillo de mi casa. Me di cuenta de que el perro le había sacado la cola a un perenquén que andaba cerca del zócalo. Mi hermana se llevó al asustado perenquén a la azotea, para que viviera lejos de mi perro. Pocos días después, subí a la azotea de noche y comprobé que el perenquén seguía vivo.

De cualquier forma, el perro compensa los ataques a sus congéneres y otras especies con unos sentimientos casi humanos hacia su familia adoptiva, como si solo se encontrara a gusto cerca de sus dueños. Más de una vez, en aquella plaza recoleta, me senté sobre un banco y me eché a llorar en silencio, mientras el perro, demostrando su humanidad increíble, ponía su cabeza y sus patas anteriores en mis rodillas para consolarme. Lloré cuando no tenía trabajo ni dinero, cuando los problemas familiares me llenaban de inquietud abrumadora, cuando me encontraba lejos de mi exnovia K., enamorado aún hasta los tuétanos, y deseaba tomar un vuelo a Quito para reencontrarme con ella. Y, si el llanto inconsolable crecía, se estiraba para llegar a mi rostro con su cabeza y darme besos con el hocico. No sé si algún vecino curioso de aquella plaza vería mi llanto desde alguna ventana, pero no me importa en absoluto. Si el llanto dejara de esconderse como una vergüenza, si el dolor ajeno saliera a la calle sin miedo, quizá tendríamos un mundo más habitable y decente. A diferencia de la insensibilidad humana, que va aumentando con los años –con justicia Lord Byron llama vano insecto al ser humano en su bellísimo Epitafio a un perro–, la compasión del mío se ha agudizado en su etapa madura, pues me basta sentirme afligido y componer un semblante melancólico para que venga a consolarme, sin necesidad de lágrimas ni sollozos.

Por último, además de la compasión, el perro posee la virtud nobilísima del silencio, si este se entiende como la ausencia de lenguaje articulado. Puede molestar a veces con sus ladridos, gruñidos o quejidos, pero los compensa de sobra con la discreción de un animal que no juzga ni ofende nunca a su dueño, que nunca le dirá ni una sola palabra insolente ni tomará parte en el tráfico de chismes, a diferencia de sus congéneres humanos, que emplean a menudo sus lenguas como puñales. ¿De qué sirven los adornos fonéticos y los meandros polisémicos del lenguaje, cuando solo se utilizan para desgracia del prójimo? Más les valdría a los humanos quedarse ladrando, gruñendo y quejándose como los perros.

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