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domingo, 2 de febrero de 2020

Fortuna

La película “Fortuna”, que recibe el nombre de su protagonista, narra la historia de una chica etíope de 14 años que cruza el Mediterráneo en una embarcación clandestina y llega hasta los Alpes suizos para refugiarse en una comunidad de monjes que se dedican a acoger inmigrantes africanos. Entre grandiosos planos fijos, con espectaculares visiones de montañas nevadas, siempre en blanco y negro, transcurre el drama íntimo de Fortuna: una experiencia de soledad e indefensión que, de forma paradójica, la dota de una gran fuerza interior y de una intensa afinidad con los animales domésticos del monasterio, gracias al miedo que siente hacia sus congéneres humanos y a las dificultades que le supone el aprendizaje de una lengua tan diferente a la suya como el francés. Podría decirse que los animales hablan el lenguaje universal del tacto, de la calidez y la caricia, frente a la incomunicación que surge de las barreras lingüísticas humanas. De este modo, el burro del monasterio se convierte en su confidente, con el que pasa largas horas en su establo, y cuando entra en el gallinero y descubre el cadáver de un polluelo, que tal vez ha muerto debido a los rigores del invierno alpino, lo envuelve en un paño y lo entierra en la nieve, en una de las escenas más conmovedoras de la película, pues en esos gestos de compasión radical, anónimos y humildes, tal vez se encuentra la salvación del mundo.

En este refugio alpino, Fortuna conoce a Kabir, otro inmigrante africano, algo mayor que ella, y mantiene con él una relación a escondidas. Aprovechándose de la menor edad de Fortuna, Kabir la deja embarazada y pretende obligarla a deshacerse de la criatura cuando nazca, pero ella se niega de forma rotunda. Más tarde, Kabir abandona el monasterio, sin que nadie sepa de su destino, y Blanchet, un habitante de un pueblo cercano que guarda cierta amistad con los monjes, también pretende convencer a Fortuna para someterse a un aborto, con el argumento de que, si da a luz un hijo, las autoridades le quitarán su custodia y la obligarán a salir del monasterio. Sin embargo, el hermano Jean (un papel que realiza magistralmente el actor Bruno Ganz, en la que ha sido su última película antes de fallecer en 2019), uno de los religiosos más ancianos del monasterio, se opone a los planes de Blanchet y considera que la voluntad de Fortuna debe respetarse por encima de todo. La protagonista sabe que va a convertirse en madre a los catorce años, pero asume la maternidad como una suerte de esperanza en la desesperación, como la única realidad que podría darle un nuevo sentido a su existencia, herida por la soledad y el desarraigo. En última instancia, Fortuna considera su maternidad como un trasunto de la historia de la virgen María, pues sus monólogos interiores terminan estableciendo un paralelismo entre la virgen a la que reza en su dormitorio y su propia condición de madre. Sin embargo, la película no toma partido ni se inmiscuye en juicios morales sobre el aborto, sino que se limita a describir la experiencia del embarazo desde la visión de su protagonista.

La presencia de los inmigrantes en el monasterio plantea una reflexión sobre el cristianismo como experiencia de entrega absoluta al otro, a través de las discusiones que se producen entre los monjes de la comunidad, que se debaten entre seguir acogiéndolos o entregarlos a las autoridades civiles, debido a los problemas con la policía suiza que sufren por esta causa. Por lo tanto, aparece el viejo conflicto de Antígona (la disyuntiva entre obedecer la ley de los dioses o la ley humana), en el que se acaba eligiendo la misma opción que la protagonista de la tragedia de Sófocles, aunque el final abierto de la película permita diversas interpretaciones. En este sentido, la escena de la redada, en la que la policía suiza entra en el monasterio y detiene a varios inmigrantes irregulares, esconde una dura advertencia a los espectadores: el cumplimiento de la legalidad puede conducir a la barbarie, como sucedió en el Holocausto y en otros momentos abismales de la humanidad. Cuando lo legal se aparta de lo justo, la desobediencia a la ley (por ejemplo, ofrecer ayuda a un inmigrante para evitar su deportación) constituye la única forma posible de conservar la humanidad en un mundo que camina con los ojos cerrados hacia un futuro incierto, en el que podrían repetirse las atrocidades que Europa conoció en el siglo XX.

Por otro lado, ante la visión de un largometraje como este, uno termina dándose cuenta de que la religiosidad que le enseñaron en la infancia (ese catolicismo tradicionalista y difuso que todavía profesa una buena parte de la población española) es una pantomima repugnante que nada tiene que ver con la radicalidad del mensaje cristiano: un sacrificio por el otro que desafía las normas establecidas y genera rechazo y estupor en los biempensantes, algo que supone “escándalo para los judíos" y "necedad para los gentiles”, como escribía san Pablo en la Carta a los Corintios; y escándalo y necedad, también, para un mundo neoliberal que ha decretado el culto al individualismo salvaje y la adoración perpetua del consumo. En estos tiempos de racismo y de odio al diferente, películas como “Fortuna” se vuelven imprescindibles para comprender la tragedia humana que se esconde más allá de las mentiras de la propaganda mediática sobre los refugiados. A través de los personajes de una historia basada en hechos reales, que encarna las estadísticas de la inmigración en hombres y mujeres sufrientes, el cine puede restituirnos la conciencia de la fraternidad, ese valor cristiano y revolucionario que no sabe de fronteras ni de pasaportes, como un refugio contra el invierno de la humanidad en Europa y en el resto del mundo.

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