El alquimista en su estudio. Aguafuerte de Rembrandt (1652). Fuente: Wikipedia
Dios, el indiferente, nunca me da su apoyo,
que no se duele nunca del vivo ni del muerto:
sus mártires padecen hasta que van al hoyo,
caídos, entre sombras, en un páramo incierto.
Satanás me convida con fortuna y placeres,
a cambio de entregarle mi espíritu arrasado,
mientras Dios me pregona, como los mercaderes,
las caducas ofertas de su viejo mercado.
Pero, si no tenemos alma, sino materia,
los átomos veloces que la muerte diluye,
¿qué me importa venderme, si escapo de miseria,
con volutas del humo que la brisa destruye?
Que Satanás desfile con su dulce cortejo
de putas vanidosas y tiernos pecadores:
Dios no puede brindarme su cálido festejo,
sino tenues promesas e inútiles horrores.
En fin, si lo tuviera, mi espíritu sería
como turbio destello de lámpara cansada:
¡si lo quisiera alguno, pronto me desharía
de su gran espejismo, de su trémula nada!
Y con este negocio, con salvaje descaro,
saltaré la penosa mentira del infierno,
¡riéndome del pobre Satanás, el avaro,
como del traficante de sombras, el Eterno!
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