(Fábula burlesca sobre el Cid campeador)
Divino Momo, rey de los bufones,
que te burlas, usando tu elocuencia,
de los dioses olímpicos, ladrones
que usurparon las diáfanas alturas,
dame tu irreverencia
para que ya mi silva, desatada,
resuene con metáforas impuras,
y mi sola guitarra destemplada,
con aire volteriano,
se mofe del guerrero castellano
más nombrado y famoso de la historia,
Rodrigo Díaz, animal humano,
cuya digna y cabal ejecutoria
de soldado cristiano
se tejió de rumores fabulosos
que inventaron los monjes mentirosos.
En el onceno siglo de la historia,
negro tiempo de fúnebre memoria,
Rodrigo, un mercenario,
vigilaba los campos de Castilla
desde Vivar, su afortunada villa,
sirviendo al rey Alfonso de sicario
con ínfulas de noble,
cada vez que su rápido mandoble
degollaba cabezas de los moros
que hacían incursiones, desatados,
buscando prisioneros y ganados,
e incluso los tesoros
que guardaban los monjes avispados,
hambrientos de riqueza,
bajo un hábito falso de pobreza.
Rodrigo detentaba
la buena posición y los honores
que el rey Alfonso, pródigo, le daba,
y, cuando los rumores
pregonaron que el rey, a sangre fría,
tramó la muerte de su hermano Sancho
con sorda alevosía,
pronto Rodrigo se quedó tan ancho
como figura inerte:
no reclamó de Alfonso juramentos
de que no fue culpable de la muerte
de su inocente hermano,
como dicen relatos fraudulentos.
En cambio, su egoísmo,
como buen cortesano,
defendió su interés con el mutismo,
pues el crimen apenas le importaba
si Alfonso le pagaba,
con dinero sonante,
sus obras de piadoso maleante.
Rodrigo no salió de su poblado
porque un rey desalmado
le impusiera fatídico destierro,
como dicen, mintiendo, los cantares
que festejan sus crímenes vulgares.
Más bien lo desahuciaron, como perro,
tras unos desacuerdos militares:
el iracundo Alfonso
terminó dedicándole un responso,
por haber saqueado sin permiso
la taifa de Toledo, reino moro
que él mismo protegía,
causando sangre y muerte, de improviso,
con el ansia del oro
que Rodrigo, insaciable, perseguía.
De súbito, le dijo: “¡Vete, vete,
miserable zoquete!
Si no le pongo fin a tu insolencia
de ignorante soldado,
provocarás el fin de mi reinado”.
Y así le dio sentencia,
nombrándolo vasallo desterrado
y escupiéndole insultos en la cara,
pero tuvo un detalle de clemencia:
dejó que se llevara
casi todos los bienes conseguidos
en luchas de bandidos
y matanzas de cacos musulmanes.
De este modo, Rodrigo se marchaba,
con su hueste de nobles edecanes,
como ya suponemos,
gritando que su rey lo condenaba,
pero no descartemos
que sus quejas y lágrimas dolientes,
más allá de los hechos evidentes,
ocultaran segundas intenciones:
Alfonso le cobraba demasiado,
pues en cada masacre, descarado,
pedía comisiones
(díganme si los reyes han cambiado,
pues ahora las piden los Borbones).
Y como ya Rodrigo, importunado,
no quería que un golfo coronado
le sacara millones
a cambio de permisos militares,
prefería quedarse desterrado,
viajando por indómitos lugares
con sus alforjas llenas;
y así, con lagrimoso fingimiento,
se marchó de sus lares,
como un siervo que rompe sus cadenas,
como las hojas que difunde el viento.
Miren, miren qué noble fue el sicario:
con mentirosas lágrimas y penas,
desertó de sus pagos habituales,
y en traje de guerrero solitario
buscaba, con astucia de empresario,
paraísos fiscales
donde no tributaran sus caudales.
Cruzaba las indómitas llanuras,
parándose de noche solamente,
y urdía nuevos planes en su mente
deseosa de locas aventuras.
Aunque dejara Burgos, fulminado,
no quiso darse por amortizado
y en su vagabundeo,
buscando quien le diera algún empleo,
solicitó, sin más, entrevistarse
con Al-Muqtádir, musulmán tirano
que ejercía de rey zaragozano,
para ver si podía granjearse
la confianza del moro
y algún botín de su real tesoro.
De esta manera, un día,
se vieron ambas partes
en la bien decorada Aljafería,
sitio del trono, casa de las artes,
y el rey mahometano
se tapó la nariz con una mano
para no desplomarse del mareo,
pues olía tan fétido Rodrigo,
dado su mal aseo,
que sabía matar a su enemigo
sin espada ni hueste,
venciendo con el arma de su peste.
Sonrojado y confuso,
con hambre de tesoro,
Rodrigo se propuso
de esta manera: “Yo te sirvo, moro,
si me pagas en oro
la merced que deseo con holgura.
Tu fortaleza quedará segura,
con mi hueste de fieros delincuentes,
y no verás cristiano
que invada tu dominio soberano,
con armas o legiones insolentes”.
Al-Muqtádir, con aire caviloso,
consideró su trato mercenario
y asintió, sigiloso,
para darle un empleo de sicario.
De noche, en el sombrío campamento,
Rodrigo conversaba con secuaces,
en términos audaces,
para infundirles ánimo y aliento:
“Yo comeré de lo que el moro caga,
si es moro quien me paga
monedas relucientes,
y, si la musulmana tiranía
me solicita hacer apostasía,
siguiendo la costumbre de sus gentes,
me pondré vestidura sarracena
y afirmaré su credo sin espanto.
Más vale impío de barriga llena
que famélico santo”.
Y algún soldado –no sé quién– le dijo:
“Tenéis razón de sobra,
pues aquí nadie come si no cobra.
Si mi estómago siente el retortijo
del hambre, yo prefiero
que mis penas acaben con dinero
y Al-Muqtádir me tome de soldado,
con su real tesoro,
que morirme sin pan, desesperado,
para salvar mi póstumo decoro”.
Los demás asintieron
y, desde aquella noche, defendieron
las murallas del rey zaragozano
como si fuera noble castellano.
Mantuvieron sus armas y corceles
con dinero de infieles,
hasta que de regiones africanas
vinieron almorávides, trayendo
sus piadosas costumbres musulmanas.
El nuevo rey, Al-Mutamán, temiendo
las iras de su ejército piadoso,
canceló sus acuerdos con Rodrigo
y en gesto malicioso
lo despidió, sin más, al desabrigo
del infinito yermo solitario.
Pero luego surgió la triste fama
del Cid, el poderoso mercenario,
con el soberbio drama
que inventaron los monjes haraganes,
cuya historia no cuenta
sus trabajos en reinos musulmanes,
y lo demás, de golpe, se lo inventa,
deformando las cosas
entre fabulaciones prodigiosas.
Aunque no solamente fabularon
sus méritos en hechos militares:
también se imaginaron
algunos de sus datos familiares,
para vestirlo con hermoso manto
de general y santo,
de gran cabeza de familia buena.
De este modo, Rodrigo parecía,
con su esposa Jimena,
modelo de virtudes fulgurantes,
aunque de vez en cuando se perdía
con algunas amantes,
dándose gusto un rato,
mientras ella, piadosa, no dormía
cuidándole su fama de beato,
pensando que el marido
luchaba a solas contra algún bandido.
Muchos historiadores
hispánicos omiten sus amores,
pero, si el Cid andaba siempre fuera
de su casa, con bélicas labores,
pronto se buscaría su ramera,
pagando sus favores,
para su lecho frío y solitario,
que un rico mercenario,
si no toma las órdenes mayores,
al fin acabará de libertino,
tomando la costumbre del gorrino.
Como fiero soldado,
Rodrigo soportaba de mal grado
que los reyes pusieran condiciones
para sus fechorías e incursiones,
y en destierro segundo
se marchó de Castilla, vagabundo,
perdiendo su fortuna y sus honores.
Harto de vasallajes,
no quiso más reales cobradores
y, después de matanzas y pillajes,
en Valencia mostró su poderío,
conformando su propio señorío
con vasallos leales,
dotándolo de corte y de gobierno,
y al fin murió de causas naturales
en su almenado fuerte
–¿quién sabe si las penas del infierno
queman aún su carne pecadora?–.
Poco después de su llorada muerte,
bajo los carmesíes de la aurora,
según dicen leyendas
hiladas en piadosas componendas,
los moros atacaron
Valencia, con airada tropelía,
y en cosa de minutos la sitiaron,
pues la cristiana gente no sabía
defenderse en el campo sin Rodrigo.
Pero los valencianos pasearon
con gran desenvoltura,
para asombro del árabe enemigo,
a su difunto Cid en armadura,
tieso como su espada,
como carne de momia desecada.
Solo cuando lo vieron,
esos moros huyeron,
batiéndose en cobarde retirada,
pues la momia sentada
sobre el caballo que sufrió su peso,
de magra carne y abundante hueso,
ganó, después de muerta,
la fama de su póstuma reyerta.
Sin duda alguna, todo fue mentira
tramada para un pueblo que delira
con milagros e historias de espadones:
de tales invenciones
los monjes de Cardeña, consumados
agentes de negocios impostados,
recaudaron enormes donaciones
para su monasterio,
cuyo frío y oscuro presbiterio
custodiaba la momia de Rodrigo,
sordomudo testigo
que ejercía de guardia, colocado
sobre un asiento de marfil tallado,
cubriendo, con ropaje y armadura,
su podrida figura.
No le dejaron calma ni reposo,
pues aquel mercenario
que no tenía ni siquiera foso,
con los ojos abiertos,
aparecía tan estrafalario
que incitaba la risa de los muertos.
Válganos esta fábula jocunda
para reírnos de la hipocresía
con una carcajada furibunda,
pues las naciones, cuanto más devotas
adoran su fatal superchería,
se vuelven más idiotas
y enfilan más alegres al carajo,
rodando cuesta abajo,
mientras engrasan las pesadas botas
de reyes amorales,
de curas y soldados criminales.
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