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viernes, 29 de agosto de 2025

Los trajes de la canariedad

Campesino y campesina de Tenerife.
Ilustración de Alfred Diston.

Cuando iba al colegio, en los años razonablemente felices de la primera infancia, recuerdo que los maestros nos pedían vestirnos de magos –es decir, llevar el traje campesino canario– por el Día de Canarias. Como un traje de mago –al menos en su versión más elaborada– no resulta asequible para todo el mundo, el asunto se arreglaba en mi caso con una camisa blanca, un pantalón negro y un fajín rojo. De este modo se cubría el expediente. Había algunos niños, los de familias más ricas, que presumían ante el resto de lucir el traje de mago en su versión más fastuosa, con chaleco bordado, polainas, calzones y demás accesorios. Debo confesar que me sentía disfrazado con aquella indumentaria, quizás por la coincidencia de que algunos portadores de los atavíos más caros descendían, como yo, de un padre peninsular y aquella competición infantil por verse como “el más canario” me parecía una farsa. Pero en mi caso particular –mi padre era gallego– había que sumar ciertas preguntas incómodas que yo me formulaba en secreto para no incomodar a nadie con ellas, pues ya desde entonces mi inquieta imaginación tendía siempre a cuestionarlo todo con ahínco. ¿Debía yo renunciar a la identidad canaria por ser hijo de padre gallego, a pesar de haber nacido en el archipiélago? ¿Era yo un “canario de segunda clase” frente a los hijos de padre y madre canarios? ¿A cuántas generaciones nacidas en el archipiélago deberían remontarse mis antepasados para considerarme “genuinamente canario”?

Por fortuna, la sociedad canaria nunca se ha mostrado beligerante en estas cuestiones. Hoy en día, tras muchas lecturas históricas y literarias, he llegado a la conclusión de que la canariedad es irremediablemente mestiza, por lo cual aquellas inquietudes mías de la infancia carecían de todo sentido. Ahora bien, si la canariedad es irremediablemente mestiza, ¿cómo podemos imponernos un modelo único de identidad? Pienso en Eric Hobsbawm y su ensayo La invención de la tradición, que relata desde una perspectiva marxista cómo los modernos Estados-nación fabricaron todo tipo de tradiciones, adaptando viejas manifestaciones culturales (con independencia de su origen vernáculo o forastero) o haciendo pasar invenciones por antiguas costumbres, para fortalecer el desarrollo de su identidad nacional. Un ejemplo extremo de este fenómeno se encuentra en el himno de Israel, “Hatikva” (en hebreo, “La esperanza”), cuya música, escrita por el compositor judío ruso Samuel Cohen, se inspira en la melodía inicial del poema sinfónico “El Moldava”, obra del compositor nacionalista checo Bedrich Smetana (y este último, a su vez, se inspiró en una canción del siglo XVII titulada “La Mantovana”, atribuida al tenor italiano Giuseppe Cenci). Retocando un poco la famosa máxima de Marcelino Menéndez Pelayo (“lo que no es tradición es plagio”), podría afirmarse que la tradición es un plagio monumental.

De vuelta a Canarias, podemos observar que en las fiestas populares de hoy en día llevamos trajes campesinos que, en algunos casos, fueron creados en la primera mitad del siglo XX por ciertos artistas o diseñadores (confróntense, verbigracia, los modelos de traje típico canario diseñados por Néstor Martín-Fernández de la Torre, que en sus orígenes recibieron duras críticas y que en la actualidad se han convertido en una indumentaria aceptada en las fiestas tradicionales de todo el archipiélago). Acudimos a más de una romería fundada en la década de 1940, como una estrategia del nacionalcatolicismo para exaltar unos supuestos valores tradicionales, en sintonía con iniciativas como los coros y danzas de la Sección Femenina de Falange Española. De hecho, en la actualidad las tradiciones se han convertido en materia de políticas públicas e incluso en Tenerife existe el Consejo Sectorial de la Indumentaria Tradicional, un órgano administrativo dependiente del Cabildo tinerfeño, que elabora recomendaciones sobre cómo deben confeccionarse los atavíos tradicionales y sobre cómo los canarios y canarias de pro deberían vestirse correctamente en las fiestas. La invención de la tradición, por lo tanto, resulta inseparable de nuestro folclore.

Al llegar a este punto –la conversión de la cultura popular en materia de políticas públicas–, se me plantean diversos interrogantes. ¿Cómo se sienten los hombres y mujeres nacidos o residentes en el archipiélago, pero que no pertenecen a ese grupo étnico y cultural habitualmente llamado “canario” –resultado, por cierto, de un fabuloso mestizaje de cinco siglos–, frente a lo que se considera como “tradiciones canarias”? ¿Cómo se sienten los mestizos hijos de canarios y de otros grupos étnicos y culturales? ¿Debe considerarse menos canario –o canaria– quien no puede permitirse un costoso traje de mago –o de maga– hecho a mano, según las recomendaciones del Consejo Sectorial de la Indumentaria Tradicional? ¿El traje típico de Canarias debería quedarse “fosilizado”, siguiendo versiones históricas elaboradas a partir del cotejo de fuentes documentales, o debería evolucionar de algún modo con los tiempos, en consonancia con la naturaleza viva del patrimonio cultural inmaterial? Me encantaría ver, por ejemplo, a una china vestida con traje de maga, a un hindú que fusionara la música indostánica o carnática con los ritmos isleños o a una parranda canaria que incluyera entre sus miembros a migrantes africanos, pues todo ello demostraría el carácter plenamente inclusivo de esas “tradiciones”.

No faltarán quienes arguyan, desde lógicas basadas en la exclusividad o en el purismo, que semejantes iniciativas de fusión o de mestizaje podrían activar mecanismos de asimilación forzosa o de apropiación cultural, en la medida en que personas o comunidades ajenas a quienes se consideran como “canarios auténticos” –sea lo que sea tal cosa– harían suya una serie de prácticas y símbolos con los que no poseen vínculos emocionales. Frente al peligro de la asimilación forzosa, cualquier país democrático y avanzado  –o al menos los que aspiren aún a serlo, en esta época sombría de neofascismo rampante– debe comprender que la identidad, en última instancia, debe reservarse al ámbito de la autopercepción y la autodefinición, de manera que el sujeto decida libremente quién es y de qué grupo o grupos humanos forma parte. Y, en cuanto a la apropiación cultural, me parece que ese concepto debería someterse a discusión salvo cuando resulta inequívoco su carácter denigrante o vejatorio, como en el “blackface” (es decir, pintarse la cara y la piel de negro para imitar a una persona negra) efectuado en el ámbito del cine o de la televisión. ¿Qué sucedería, por ejemplo, si los occidentales acusaran a los chinos o a los japoneses de apropiación cultural de la música clásica, por haber conformado una amplia nómina de grandes intérpretes y un público aficionado a este género? ¿Y qué sucedería si los chinos o los japoneses acusaran a los occidentales de lo mismo por atreverse a cocinar platos originarios de sus países, decorar sus casas con jarrones de porcelana y biombos pintados o cultivar con esmero bonsáis en sus jardines? Si toda la historia de la humanidad puede leerse como un flujo continuo de préstamos e intercambios, el concepto de apropiación cultural, llevado a sus últimas consecuencias, provocaría el aislamiento y el repliegue de cada persona o comunidad en sus códigos de prácticas y símbolos particulares para no “ofender” o “incomodar” al resto.

De cualquier forma, quede claro que no me opongo en absoluto a que la gente lleve trajes típicos ni vaya a romerías –estos pertenecen al patrimonio inmaterial de una comunidad humana y cada generación puede resignificarlos según sus necesidades, actualizándolos en el curso de la historia–. Me defino como canario, pero nunca afirmaría que mi percepción de la identidad canaria constituye la única legítima y deseable. Me considero canario y, por ende, valoro profundamente la cultura y el patrimonio depositados en el archipiélago desde el siglo V antes de Cristo –presumible fecha en que arribaron sus primeros pobladores desde la costa norteafricana– hasta la actualidad, pero me niego a la construcción de relatos dogmáticos sobre la pertenencia a la comunidad a través de un folclore en ocasiones adulterado. Solo pido que ciertas expresiones culturales, tan respetables como las demás, no se consagren como las únicas válidas para el desarrollo de una identidad compleja y diversa. Existen muchas formas legítimas de vivir la canariedad  –por ejemplo, acercarse a la literatura y a las artes creadas en el archipiélago, estudiar su pasado aborigen o defender su naturaleza de la destrucción organizada por las fuerzas políticas y económicas– más allá de unos trajes de confusa historicidad que no todos los canarios y canarias pueden permitirse. Y en cualquier caso me parece que en las cuestiones identitarias, sometidas a innúmeros debates y mutaciones, siempre debería guardarse un sano relativismo.

lunes, 4 de agosto de 2025

Haagenti o el oro secreto

El demonio Haagenti, representado
en el “Tarot oculto” de Travis McHenry.

Haagenti,
alado toro
que dirige la metamorfosis,
copa de lúcidos metales,
agua que muta a vino,
sé que bulles
como un eco de fuentes
en el hondo túnel de mi pecho,
como un rayo de magma
que busca salida.

Sombras de plomo rugen,
alborotan,
aúllan a través de mi lengua.
No cargas oro,
sino un corazón desnudo
que late en hojarasca,
lingotes de un metal imposible
que nadie conoce,
que nadie nombra.

Haagenti,
suavísimo cauterio,
convierte mis heridas en letras
y mis temores en lámparas
que iluminen el arrojo.
Si cuerpo y alma se disuelven
para coagularse,
todo gira
según las arcanas leyes del canto.

Veo cómo se rompen los muros,
cómo un sol se convierte en olas,
cómo un océano pare espigas.
Y en el centro de todo
tú muges,
no con el mandato
ni con el trueno,
sino con un susurro:
“Nada permanece.
Todo canta.
La transmutación de la sangre
mana ríos de luces infinitas”.

Nota del autor: en “La clavícula de Salomón”, Haagenti es un poderoso presidente del infierno, que aparece en forma de toro alado y puede convertirse en una figura humana a petición del mago. Enseña los misterios de la alquimia, como la conversión de los metales en oro y del agua en vino, pero, más allá de la metáfora alquímica, se lo considera como un espíritu que guía al mago a través de procesos de cambio profundo, ayudándolo a romper con antiguos hábitos y esquemas de pensamiento para renovarse a sí mismo.

jueves, 31 de julio de 2025

El niño harto de la crónica negra

“Niño con paloma” (1901), óleo sobre lienzo de Pablo Picasso.

El niño refulgía
con estrellas en el pecho,
con luciérnagas en la cabeza,
pero sin pausa, a todas horas,
la radio se calaba de sangre,
la televisión escupía alarmas
y el periódico olía a ceniza y escombro.

Miraba lápidas y mutilados,
en vez de lunas y cometas;
reconocía calibres y cartuchos,
en vez de constelaciones.
El mundo parecía
sótano de policiales archivos;
él, ángel en espera de unicornios
en el bosque de números ensangrentados.

Los adultos,
en su bostezo maquinal e indecente,
le dijeron:
“La calle rebosa de locuras.
El mundo se va a pique.
No te fíes de nadie”.
Pero ese niño
tenía una reserva de mariposas,
ocultas en el sobretodo,
y escuchaba un susurro de geranios:
“La vida aún florece en el borde”.

No quería asustarse con los hijos
que se comían a sus padres enfermos,
o las gentes apaleadas
en algún cruce de farolas muertas,
o las ancianas caídas al horno
tras la bandeja de pollo con limones.
De noche perseguía casas volantes,
en carrera de semáforos verdes,
y balas que mutan a caramelos anisados
antes de clavarse en el destino.

Soñaba con ataúdes para misiles,
con ejércitos de golondrinas.
Pensaba como niño curioso,
pero le entregaron el miedo
como fila de tanques.
Un día apagó los televisores,
abrió todas las ventanas
y en voz alta recitó su informativo
para los tejados llenos de palomas:

“Hoy detona flores un almendro.
Nadie se muere en mis ojos.
Alumbro ciudades inocentes.
Declaro la infancia mía,
sin cámaras ni reportajes”.

jueves, 24 de julio de 2025

La Santa Muerte

“Calavera catrina” (1912), grabado en metal
del artista mexicano José Guadalupe Posada.

No viene con hoz afilada,
sino con rosas marchitas en su manto
y una vela negra al pie de su esqueleto.

La llaman reina,
señora,
madre
los huérfanos del mundo,
los hijos de la sorda intemperie.

Le consagran altares en los barrios
que nunca ha pisado la justicia,
con lirios carmesíes
y copas de licores infernales.

Ella no juzga.
No inquiere motivos
cuando le piden algo.
No reclama pureza
cuando la visitan los impuros.

Abraza a criminales e inocentes,
a putas y niños,
a los hombres que surcan el desierto,
cerca de los agentes migratorios,
y a las abuelas que suspiran
sujetando los rosarios mudos.

Ella no olvida nunca a los pobres.
No se ríe de los amantes a deshora.
No le inquietan el matiz de la sangre
ni el género que lucen
quienes ya no soportan el asignado.

La Santa Muerte,
niña clarísima de sombras,
escucha lo que Dios no sabe.
Se conmisera de los impíos.
Hace milagros con sobras del cielo.

Camina descalza,
con aureola de fuego oscuro,
con alhajas de bisutería,
con fósiles crisantemos de seda.
Su beso marca un hálito de bruma
y una paz que ningún ángel conoce.

No se llama fin,
sino umbral.
Es promesa rota,
llaga insondable,
pero también descanso y origen.

A quien la llama le responde,
con su idioma de sueños arcanos,
y a quien la busca
le regala un plácido nicho,
lejos del miedo.

domingo, 20 de julio de 2025

El galope de Orobas

El demonio Orobas, grabado por M. Jarrault
a partir de un dibujo de Louis Le Breton,
para el “Diccionario infernal” (1863), de Jacques Colin de Plancy.

(Salmo para quienes cantan sin ser escuchados)

No viene con relámpagos o clarines,
con altos himnos o pesadas oriflamas:
el galope de Orobas
produce un eco diferente.

Suena como timbal en el pecho
de los niños inventores de mundos,
cosmonautas de ninfeas,
o como genial asteroide
para los adultos negados
a hacerse máquinas ambulantes.

Orobas cruza páramos infinitos,
en que los ángeles temen
y los demonios lloran su desaliento.
Su crin fue tejida con sombra,
sus cascos hechos de niebla
y a su lomo no va ningún jinete,
sino un alma llena de preguntas.

No conoce leyes o policías
que limiten su marcha
ni cielo que le dé permiso,
pues Orobas no carga bendiciones:
trae la verdad sin penitencia,
la ternura sin precio,
como una alianza que no pide sangre,
sino miradas limpias.

Y así, cuando galopa,
despiertan los mudos,
los ausentes abren sus manos
y los ojos de muchos malditos
relucen como brasas
ante milenios de helada hipocresía.

Orobas galopa,
remitiendo las ancianas culpas.
Galopa,
mientras el ancho miedo
se resquebraja
como carnaval sin antifaces.

Quien oye su galope
nunca reza de nuevo como solía.
Tras el paso de Orobas,
el rezo no implica sumisión,
sino fuego,
carne,
discurso libre
para una lengua sin amo.

Y ahora tú, doncel o dama
que lloras a las puertas de la noche
con el estigma de los diferentes,
aguza tus oídos:
ese cajón de estrellas que silban
es el paso de Orobas.
Él está llegando,
para deshacerte de las cadenas
con la furia de su galope.

Nota del autor: en “La clavícula de Salomón”, Orobas es un poderoso príncipe del infierno que comanda 20 legiones de demonios. Se manifiesta como un caballo, pero puede tomar la forma de un hombre a petición del mago que lo invoca. Habla con veracidad, ofreciendo respuestas claras sobre el pasado, el presente y el futuro. También ayuda a conseguir favores de amigos y enemigos, concede honores y dignidades y protege de calumnias y espíritus engañosos.

viernes, 4 de julio de 2025

La cerillerita incendiaria

Imagen creada con inteligencia artificial.

(Fábula sobre los poderes del fuego)

La ciudad es un tanatorio
lleno de verticales ataúdes.
Cuelgan sus luces navideñas
como vísceras de neón colorido.
Todos circulan,
sonríen,
devoran
desechos envueltos en papel de regalo.

Mientras, la niña solitaria,
la que nadie mira ni escucha,
la que merodea los rincones del miedo,
pregona cerillas
como quien vende un último poema.
Cada fósforo guarda su latido;
cada chispa, la tumba de su infancia.

Pero, cuando cae la noche,
su pregón se diluye en el viento.
No suplica monedas.
No ve ninguna abuela celeste
ni mesas rebosantes de pan blando.
Esta noche afila sus uñas.
Esta noche sabe que el frío no la mata.
La mata más bien este mundo,
que finge no verla.

Así que enciende la primera cerilla,
lanzándola a una sucursal bancaria
llena de cajeros automáticos.
Y los cajeros, tenebrosos,
arden como los úteros insolentes.
Los escaparates aúllan.
El aire se perfuma de queroseno.
Las cámaras la graban,
pero nunca dirán su nombre.

¿Terrorista?
¿Loca?
¿Santa?
¿Fuego de pies alados?
Ella se ríe.
Le falta un diente.
Le sobra futuro.

Saca la segunda cerilla.
La prende en la cartelería del banco:
“Disfruta de las nuevas hipotecas”.
Danza ahora sin orden
tras la sonrisa del incendio,
con su abrigo ondulante en lo oscuro
como oriflama de piratas.

Las cerillas no caldean.
Son evangelios invertidos,
mínimas profecías
que desatan detonaciones.
Cada cerilla, sin lamentos,
arde en colegios de servidumbres,
en iglesias de culpas,
en casas de las que fue desahuciada.

“¿Por qué lo haces?”,
un policía ruge entre el humo,
con el índice en el gatillo de su pistola.
Pero la niña se defiende
con la tercera y última cerilla,
clavándosela de golpe en sus ojos.
Y le responde:
“Porque el mundo que me niega su abrazo
merece consumirse”.

Y entre el humo se da a la fuga,
dejando su advertencia
marcada con cenizas en las paredes:
“Arden así las niñas que no piden permiso
para quedarse en el mundo”.

Y a raíz de esa noche,
dentro de las urbes elegiacas,
algunas veces,
cuando la farsa navideña aturde
con luces ilusorias,
un alma díscola prende una cerilla
y al momento se ríe.

jueves, 3 de julio de 2025

Beleth o la cabalgata alucinada

El demonio Beleth, según el Tarot oculto
de Travis McHenry. Fuente: Wikipedia

Cabalgas en la demente llanura,
velado con esotérico fuego,
cuando cien altísimos clarines
anuncian tu fama bajo la pálida noche.

Tus caballos no galopan:
arden.
Tus ojos no miran:
horadan.
Tu boca no dice:
conjura.

Beleth,
huyen de ti los arcángeles muertos
y los sabios que nunca han temblado.
Tú llegas con la fiebre y el aroma
de quien desconoce el reposo.

No te bastan almas:
quieres aullidos imposibles,
un espasmo de cuerpos fluviales
como incienso bajo las tormentas.

Haces en toda piel un manuscrito.
Lanzas oráculos en alcobas insomnes,
en lenguas para amantes ocultos,
en heridas que supuran vino dulce
como libación disoluta.

Monarca del vértigo,
pon rosas en la boca del caos,
himnos en la carne estremecida,
clamores jubilosos en las frentes,
ahora que el vacío cosmos arde
pero no se consume.

Beleth,
guíame entre sombras.
Enséñame cómo se danza,
con los ojos envueltos en sedas,
entre el abismo y la apoteosis.

Nota del autor: Según "La clavícula de Salomón", Beleth es un poderoso rey del infierno que gobierna 85 legiones de demonios. Se aparece montado sobre un caballo pálido, precedido por una comitiva de músicos y trompetas. Su especialidad consiste en despertar el amor entre las personas, por lo cual se le invoca en conjuros relacionados con el deseo y la atracción.