Cuando iba al colegio, en los años razonablemente felices de la primera infancia, recuerdo que los maestros nos pedían vestirnos de magos –es decir, llevar el traje campesino canario– por el Día de Canarias. Como un traje de mago –al menos en su versión más elaborada– no resulta asequible para todo el mundo, el asunto se arreglaba en mi caso con una camisa blanca, un pantalón negro y un fajín rojo. De este modo se cubría el expediente. Había algunos niños, los de familias más ricas, que presumían ante el resto de lucir el traje de mago en su versión más fastuosa, con chaleco bordado, polainas, calzones y demás accesorios. Debo confesar que me sentía disfrazado con aquella indumentaria, quizás por la coincidencia de que algunos portadores de los atavíos más caros descendían, como yo, de un padre peninsular y aquella competición infantil por verse como “el más canario” me parecía una farsa. Pero en mi caso particular –mi padre era gallego– había que sumar ciertas preguntas incómodas que yo me formulaba en secreto para no incomodar a nadie con ellas, pues ya desde entonces mi inquieta imaginación tendía siempre a cuestionarlo todo con ahínco. ¿Debía yo renunciar a la identidad canaria por ser hijo de padre gallego, a pesar de haber nacido en el archipiélago? ¿Era yo un “canario de segunda clase” frente a los hijos de padre y madre canarios? ¿A cuántas generaciones nacidas en el archipiélago deberían remontarse mis antepasados para considerarme “genuinamente canario”?
Por fortuna, la sociedad canaria nunca se ha mostrado beligerante en estas cuestiones. Hoy en día, tras muchas lecturas históricas y literarias, he llegado a la conclusión de que la canariedad es irremediablemente mestiza, por lo cual aquellas inquietudes mías de la infancia carecían de todo sentido. Ahora bien, si la canariedad es irremediablemente mestiza, ¿cómo podemos imponernos un modelo único de identidad? Pienso en Eric Hobsbawm y su ensayo La invención de la tradición, que relata desde una perspectiva marxista cómo los modernos Estados-nación fabricaron todo tipo de tradiciones, adaptando viejas manifestaciones culturales (con independencia de su origen vernáculo o forastero) o haciendo pasar invenciones por antiguas costumbres, para fortalecer el desarrollo de su identidad nacional. Un ejemplo extremo de este fenómeno se encuentra en el himno de Israel, “Hatikva” (en hebreo, “La esperanza”), cuya música, escrita por el compositor judío ruso Samuel Cohen, se inspira en la melodía inicial del poema sinfónico “El Moldava”, obra del compositor nacionalista checo Bedrich Smetana (y este último, a su vez, se inspiró en una canción del siglo XVII titulada “La Mantovana”, atribuida al tenor italiano Giuseppe Cenci). Retocando un poco la famosa máxima de Marcelino Menéndez Pelayo (“lo que no es tradición es plagio”), podría afirmarse que la tradición es un plagio monumental.
De vuelta a Canarias, podemos observar que en las fiestas populares de hoy en día llevamos trajes campesinos que, en algunos casos, fueron creados en la primera mitad del siglo XX por ciertos artistas o diseñadores (confróntense, verbigracia, los modelos de traje típico canario diseñados por Néstor Martín-Fernández de la Torre, que en sus orígenes recibieron duras críticas y que en la actualidad se han convertido en una indumentaria aceptada en las fiestas tradicionales de todo el archipiélago). Acudimos a más de una romería fundada en la década de 1940, como una estrategia del nacionalcatolicismo para exaltar unos supuestos valores tradicionales, en sintonía con iniciativas como los coros y danzas de la Sección Femenina de Falange Española. De hecho, en la actualidad las tradiciones se han convertido en materia de políticas públicas e incluso en Tenerife existe el Consejo Sectorial de la Indumentaria Tradicional, un órgano administrativo dependiente del Cabildo tinerfeño, que elabora recomendaciones sobre cómo deben confeccionarse los atavíos tradicionales y sobre cómo los canarios y canarias de pro deberían vestirse correctamente en las fiestas. La invención de la tradición, por lo tanto, resulta inseparable de nuestro folclore.
Al llegar a este punto –la conversión de la cultura popular en materia de políticas públicas–, se me plantean diversos interrogantes. ¿Cómo se sienten los hombres y mujeres nacidos o residentes en el archipiélago, pero que no pertenecen a ese grupo étnico y cultural habitualmente llamado “canario” –resultado, por cierto, de un fabuloso mestizaje de cinco siglos–, frente a lo que se considera como “tradiciones canarias”? ¿Cómo se sienten los mestizos hijos de canarios y de otros grupos étnicos y culturales? ¿Debe considerarse menos canario –o canaria– quien no puede permitirse un costoso traje de mago –o de maga– hecho a mano, según las recomendaciones del Consejo Sectorial de la Indumentaria Tradicional? ¿El traje típico de Canarias debería quedarse “fosilizado”, siguiendo versiones históricas elaboradas a partir del cotejo de fuentes documentales, o debería evolucionar de algún modo con los tiempos, en consonancia con la naturaleza viva del patrimonio cultural inmaterial? Me encantaría ver, por ejemplo, a una china vestida con traje de maga, a un hindú que fusionara la música indostánica o carnática con los ritmos isleños o a una parranda canaria que incluyera entre sus miembros a migrantes africanos, pues todo ello demostraría el carácter plenamente inclusivo de esas “tradiciones”.
No faltarán quienes arguyan, desde lógicas basadas en la exclusividad o en el purismo, que semejantes iniciativas de fusión o de mestizaje podrían activar mecanismos de asimilación forzosa o de apropiación cultural, en la medida en que personas o comunidades ajenas a quienes se consideran como “canarios auténticos” –sea lo que sea tal cosa– harían suya una serie de prácticas y símbolos con los que no poseen vínculos emocionales. Frente al peligro de la asimilación forzosa, cualquier país democrático y avanzado –o al menos los que aspiren aún a serlo, en esta época sombría de neofascismo rampante– debe comprender que la identidad, en última instancia, debe reservarse al ámbito de la autopercepción y la autodefinición, de manera que el sujeto decida libremente quién es y de qué grupo o grupos humanos forma parte. Y, en cuanto a la apropiación cultural, me parece que ese concepto debería someterse a discusión salvo cuando resulta inequívoco su carácter denigrante o vejatorio, como en el “blackface” (es decir, pintarse la cara y la piel de negro para imitar a una persona negra) efectuado en el ámbito del cine o de la televisión. ¿Qué sucedería, por ejemplo, si los occidentales acusaran a los chinos o a los japoneses de apropiación cultural de la música clásica, por haber conformado una amplia nómina de grandes intérpretes y un público aficionado a este género? ¿Y qué sucedería si los chinos o los japoneses acusaran a los occidentales de lo mismo por atreverse a cocinar platos originarios de sus países, decorar sus casas con jarrones de porcelana y biombos pintados o cultivar con esmero bonsáis en sus jardines? Si toda la historia de la humanidad puede leerse como un flujo continuo de préstamos e intercambios, el concepto de apropiación cultural, llevado a sus últimas consecuencias, provocaría el aislamiento y el repliegue de cada persona o comunidad en sus códigos de prácticas y símbolos particulares para no “ofender” o “incomodar” al resto.
De cualquier forma, quede claro que no me opongo en absoluto a que la gente lleve trajes típicos ni vaya a romerías –estos pertenecen al patrimonio inmaterial de una comunidad humana y cada generación puede resignificarlos según sus necesidades, actualizándolos en el curso de la historia–. Me defino como canario, pero nunca afirmaría que mi percepción de la identidad canaria constituye la única legítima y deseable. Me considero canario y, por ende, valoro profundamente la cultura y el patrimonio depositados en el archipiélago desde el siglo V antes de Cristo –presumible fecha en que arribaron sus primeros pobladores desde la costa norteafricana– hasta la actualidad, pero me niego a la construcción de relatos dogmáticos sobre la pertenencia a la comunidad a través de un folclore en ocasiones adulterado. Solo pido que ciertas expresiones culturales, tan respetables como las demás, no se consagren como las únicas válidas para el desarrollo de una identidad compleja y diversa. Existen muchas formas legítimas de vivir la canariedad –por ejemplo, acercarse a la literatura y a las artes creadas en el archipiélago, estudiar su pasado aborigen o defender su naturaleza de la destrucción organizada por las fuerzas políticas y económicas– más allá de unos trajes de confusa historicidad que no todos los canarios y canarias pueden permitirse. Y en cualquier caso me parece que en las cuestiones identitarias, sometidas a innúmeros debates y mutaciones, siempre debería guardarse un sano relativismo.