|
Pintura al guache sobre papel de Osvaldo Guayasamín. Foto: Ramiro Rosón |
Después de haber sufrido el hurto de la mochila en plena Universidad Católica, las pocas ganas que me quedaban de continuar luchando por un futuro en Ecuador desaparecieron del todo. Harto de una universidad que contaba con buenos docentes, pero que se encontraba hundida en la burocracia y el nepotismo, sin ofrecerme salidas a mi precariedad laboral, mi paciencia se había terminado y comencé a pensar en España con una nostalgia cada vez más fuerte, como los emigrantes que viven a disgusto lejos de sus tierras natales. Incluso consideré que ni siquiera un buen trabajo me compensaría los inconvenientes de residir en Quito como un emigrante soltero, a miles de kilómetros de mi familia y de mis amigos canarios, sintiéndome como un personaje extraño en una sociedad conservadora y cerrada, invirtiendo buena parte de mi dinero en gastos como seguros privados de salud o visados de extranjería.
Por si no resultaran suficientes los disgustos que me incordiaban, en esos días mi familia me dio la noticia
de que a mi padre le habían localizado un cáncer en el recto y debía operarse en
los próximos meses, para que los cirujanos le extirparan ese tumor maligno. Su peso había disminuido mucho, hasta quedarse casi tan delgado como los prisioneros de un campo de concentración: esa delgadez extrema llamó la atención de los doctores, de modo que lo sometieron a unos exámenes del aparato digestivo y le detectaron la enfermedad. Enseguida comencé a preguntarme qué sucedería con mi
padre en el futuro inmediato. Mi imaginación desatada se figuró las peores situaciones, pensando que sufriría tal vez una metástasis o que moriría dentro de poco, y la angustia comenzó a salpicarme como una marea negra. Al
mismo tiempo, me invadía una sensación de impotencia, pues me encontraba a más
de ocho mil kilómetros de mi casa, sin poder ayudar a mi padre en ningún
sentido. Por fortuna, mi padre se operaría con buenos resultados en septiembre de
2019, algunos meses después de mi retorno a España, pero la incertidumbre de
aquellos momentos me tenía en vilo, hasta el punto de que yo, siendo un anticlerical
acérrimo, terminé visitando todos los días la capilla de la Universidad
Católica para rezar por su curación.
En aquel entonces, Ecuador estaba sufriendo una racha de cierta actividad sísmica, con temblores más o menos frecuentes, de modo que comencé a sentir miedo a que viniera un gran terremoto. Para colmo de males, mi amigo V., que había estudiado las fuerzas telúricas como arquitecto, me contó que los geólogos esperaban que en algún momento de este siglo un terremoto de 8 grados en la escala de Richter sacudiera la ciudad de Quito. Recuerdo que el 21 de marzo de 2019, sobre las diez de la noche, me encontraba leyendo en mi habitación, de espaldas a la ventana. De repente, volví mi cabeza cuando escuché cómo sonaban los cristales, con un leve golpeteo, y enseguida sentí cómo el suelo se movía de un lado al otro. La tierra había temblado. Unos diez minutos más tarde, noté un segundo temblor de intensidad semejante al primero. Me quedé intranquilo. Pero aún no había visto lo más fabuloso de aquellos temblores: media hora después, el cielo de la capital ecuatoriana, que lucía tan oscuro y despejado como una fosa abisal aquella noche, comenzó a llenarse de resplandores blancos que durante varios segundos parpadeaban, como luces de faro, y desaparecían entre las sombras de las que habían salido. Se trataba del fenómeno conocido como luces de terremoto, cuyo origen todavía no se conoce con seguridad. Ciertos investigadores afirman que, cuando las placas de suelo se rozan en las fallas geológicas, producen cargas de electricidad que suben a la atmósfera y aparecen como resplandores. En todo caso, aquellas luces me causaban una fascinación absoluta, mezcla de miedo y asombro: me asustaban con sus manchas enormes y fugaces, cayendo como gotas de leche sobre un océano de tinta china, pero quería seguirlas mirando, como se miran los volcanes en llamas o las grandes tormentas. Había descubierto lo sublime dinámico, esa categoría estética que definió Kant, en sus Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, como la admiración que despiertan las fuerzas naturales cuando se desatan de golpe. En todo caso, aquella noche me costó mucho conciliar el sueño y hasta me eché en la cama vestido con ropa de calle, por si al fin venía el temido gran terremoto y debía salir corriendo por las escaleras del edificio.
Después de aquellos temblores, cogí la costumbre de dormirme con la lámpara de mi habitación encendida, para que, si la tierra se movía con fuerza mientras yo descansaba, al menos pudiera llegar hasta las escaleras del edificio sin caerme de un tropiezo. Aquella lámpara, vieja y poco fiable, se terminó estropeando y me quedé con el cuarto a oscuras, lo cual resultaba un fastidio en un país donde el día y la noche duran lo mismo (doce horas) y oscurece a las seis y media de la tarde, más o menos, todo el año, dado que se sitúa sobre la línea ecuatorial. Debido a que me encontraba con dificultades para pagar la renta, no me sentía con derecho a pedir a la señora C. que me cambiase la lámpara del cuarto, de modo que mi teléfono móvil se convirtió en una lámpara improvisada para aquel espacio oscuro, como si encendiera una antorcha en las honduras de una caverna. La oscuridad solo tenía una ventaja: me permitía beber cerveza Pilsener con disimulo, y, si la señora C. tocaba en la puerta de mi habitación, me bastaba con esconder la botella detrás de la cama para no levantar ninguna sospecha.
Por otro lado, no había semana en que C. no dejara de importunarme con sus manías y sus salidas de tono. Me recriminaba que no hacía la cama, pues entraba por las mañanas en mi habitación, después de que yo saliera a la Universidad Católica, para revisar cómo se encontraba. Al final acabé llegando con retraso a la Universidad casi todos los días, pues salía más tarde solo para hacer la cama. Cuando usaba el baño, me reprochaba si dejaba caer alguna gota de agua al suelo, de modo que terminé escudriñando las baldosas, incluso cuando solo iba para lavarme las manos, y si encontraba una sola gota traidora cogía un trapo o un pedazo de papel higiénico para secarla. En una ocasión, incluso me echó en cara que no había traído a la casa detergente para la lavadora, pese a que nunca me había indicado que lo comprara, pues ella misma solía encargarse de las compras domésticas. Aquella situación me hacía sentirme confuso y agobiado, pues no sabía cómo podía caerle bien a la dueña de la casa, y acabé pasando casi todo el rato en mi habitación, con la puerta cerrada, para soportar sus malos humores lo menos posible.
Al mismo tiempo, la señora C. recurría al chantaje emocional para exigirme que pagara la renta de mi habitación en los cinco primeros días de cada mes, lo cual me resultaba imposible, pues la Universidad Católica, anquilosada en su burocracia jesuítica, ni siquiera había efectuado el primer pago de mis honorarios como investigador. Había caído en una situación cada vez más difícil: casi todos los días, yo preguntaba en la Universidad cómo iba el asunto del pago, pero me respondían que no se había llevado a cabo ningún trámite nuevo. Mientras, C. me chantajeaba tocando a la puerta de mi habitación por las noches, para suplicarme que le pagara, e incluso un día llegó a mostrarme su monedero vacío, para hacerme creer que se había quedado sin un solo dólar. Sin embargo, mentía, pues ella seguía conduciendo su coche, una furgoneta de marca Ford, y haciendo las compras domésticas regularmente. En todo caso, yo me sentía culpable de no pagarle a tiempo y la culpa me torturaba con frecuencia, hasta el punto de que mi estado anímico, tocado ya después de la ruptura con mi pareja, comenzó a hundirse en las aguas tenebrosas de la depresión. Y, mientras afloraba el desánimo, el carácter amargo de C. despertó en mí resentimientos inconfesables hacia ella, aunque en el fondo, al igual que yo, soportaba como podía los embates de un destino inmisericorde. Casi todos los días, al despertarme, escuchaba sus pasos en el salón o la cocina y entonces la insultaba y la maldecía con mis pensamientos, deseando que desapareciera de mi vida lo más rápido posible.
Mis lectores podrían considerarme como una mala persona, pero en realidad fui víctima de un cúmulo de mala suerte que golpeó mi vida como un temporal de invierno. De igual modo, podrían entender que juzgo a la señora C. con dureza, olvidando sus problemas personales, pero hace mucho que me cansé de que se me pidiera comprensión hacia los demás, mientras yo soportaba sin quejarme los abusos de esas personas necesitadas de comprensión. Me cansé de que los demás utilizaran su propio sufrimiento como excusa para justificar el mío. Me cansé de hacer el santo, de poner la otra mejilla, de ser demasiado bueno. Quizá mis lectores me acaben condenando como un sujeto de moral dudosa, pero no podrán negar que les muestro los hechos de mi biografía como han ocurrido, sin los decorados ilusorios que la hipocresía dibuja en su mundo paralelo. Debido a mi situación, había llegado a ese momento en que el individuo humano, mientras persigue una meta con enormes sacrificios, se da cuenta de que esa meta ni siquiera compensará los esfuerzos invertidos para alcanzarla y, por lo tanto, lo más razonable consiste en darse la vuelta y cambiar de planes. En todo caso, para planificar mi retorno a España necesitaba un pasaporte nuevo, así que debía realizar los trámites oportunos en el consulado general de España en Quito. Dos o tres días después del hurto de mi mochila, había presentado una denuncia en la página web de la Fiscalía General del Estado ecuatoriano, con una descripción de los hechos y de los objetos sustraídos. La obtención del nuevo pasaporte se convertiría en el último tramo de mi calvario quiteño.
El edificio del consulado se encuentra cerca de una zona conocida como La Mariscal, donde se ubica la mayoría de los bares y discotecas de Quito. Casi siempre, cuando se piensa en un consulado, la imaginación se representa un edificio lujoso y elegante, pero el consulado general de España en Quito refutaba sin miramientos esa idea. Se trata de un edificio de planta rectangular y dos alturas, pintado en blanco y cerrado con un grueso muro de hormigón visto. Junto a la puerta había un pequeño garito para los vigilantes, desde el que se controlaba el acceso al edificio. Más que un consulado, aquello parecía un cuartel de guerra fabricado al tuntún, con una apariencia amenazante y sombría, como casi todos los edificios militares. Un guardia civil que superaba los cincuenta años permanecía vigilando en la puerta, con un semblante de fastidio mal disimulado, como si no le agradara su destino. Quizás, como yo, deseaba retornar a España, pero de momento no podía. Aquel guardia formaba parte de los pocos españoles del edificio, atendido en su mayoría por trabajadores ecuatorianos.
Tras depositar mi teléfono móvil en las taquillas de la entrada, crucé un pequeño y deslucido jardín para entrar en las oficinas del consulado. En la sala de espera, me rodeaban muchos ecuatorianos con doble nacionalidad, algunos venezolanos y dos o tres españoles residentes en Ecuador. Un vigilante de seguridad ecuatoriano, con malos modos, controlaba los movimientos de aquel gentío. Si no quedaban asientos libres en la sala de espera, el vigilante nos obligaba a esperar de pie en el jardín, por mucho que se nos abrasara la piel con el áspero sol de montaña de Quito, una ciudad situada a 2.850 metros de altura. Después de casi una hora de cola, pude acercarme a una ventanilla y hablar con un funcionario, ecuatoriano como la mayoría de los trabajadores. Le comenté que me habían robado el pasaporte y quería solicitar uno nuevo. A continuación, el funcionario me preguntó si le podía mostrar un pasaporte, lo cual me pareció el colmo del absurdo (¿cómo podía llevarlo conmigo, si me lo habían robado?), e incluso llegó a preguntarme si tenía pasaporte venezolano.
Me di cuenta de que esa cucaracha bípeda me había tomado por venezolano, debido a mi acento de Canarias, y se burlaba de mí con sus preguntas absurdas, aprovechándose de la xenofobia creciente de la sociedad ecuatoriana. Le respondí que yo era español y me dijo, por último, que debía solicitar cita previa en la página web del consulado para tramitar el nuevo pasaporte. Había perdido la mañana con una legión de burócratas groseros e indolentes. En aquella sucursal de los infiernos, el público no podía acceder al despacho de ningún superior para quejarse, de modo que un grupo de funcionarios imponía su dictadura burocrática desde las ventanillas. De hecho, la residencia del embajador de España se encuentra a varios kilómetros de allí, en Guápulo, una histórica villa que ha terminado uniéndose con la ciudad de Quito debido al crecimiento urbano; de este modo, el insigne diplomático de turno puede mantenerse lejos de la plebe que inunda las oficinas consulares con sus demandas y problemas.
Una semana después, regresé al consulado con mi cita previa. Me saqué una foto de tamaño carnet en un estudio fotográfico cercano, pagué una tasa de treinta y cinco dólares y dejé presentada la solicitud para obtener mi nuevo pasaporte. El documento se demoró cinco semanas en llegar al consulado, pues se remitió mediante valija diplomática desde la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre, situada en Madrid. Confieso no entender cómo en el siglo veintiuno, mientras florecen las nuevas tecnologías, los ciudadanos deben realizar trámites más propios del diecinueve para obtener documentos esenciales como un pasaporte, lo cual se justifica solo por una causa: pagar a los miles de funcionarios que mueven, a ritmo de tortuga, la maquinaria del Estado. Cuando recibí en mi correo electrónico el aviso de que había llegado mi pasaporte, acudí al consulado para recogerlo, creyendo que me lo darían sin problemas. Sin embargo, me esperaba un obstáculo más: debía presentar la denuncia del hurto apostillada, un trámite del que nadie me había informado al principio. Según me indicaron los torpes burócratas, debía dirigirme a las oficinas del Ministerio de Relaciones Exteriores, situadas en Quitumbe, uno de los barrios populares del sur de Quito, para solicitar que me apostillaran la denuncia.
A la mañana siguiente, me subí en el trolebús con dirección a Quitumbe. Desde el centro de una plaza ajardinada, el Ministerio de Relaciones Exteriores surgía como un edificio imponente y luminoso, de grandes cristaleras y líneas minimalistas, encuadrándose en el conjunto de obras públicas que el presidente Rafael Correa había impulsado para la modernización del país. Sin embargo, aquel edificio moderno solo disimulaba la podredumbre de la burocracia ecuatoriana con un envoltorio de lujo. Pedí mi turno en la recepción y esperé más de una hora en las oficinas, hasta que me llegó el momento de ser atendido. Cuando me acerqué a un escritorio, la funcionaria de turno me informó de que debía dirigirme a la Fiscalía General del Estado para que me sellaran la denuncia, como requisito necesario para tramitar la apostilla. De inmediato, regresé al norte de Quito y acudí a una fiscalía situada en la avenida Amazonas, donde me sellaron la denuncia. Un día más tarde volví a Quitumbe, pero en esta ocasión la funcionaria me dijo que la denuncia no estaba sellada por la persona competente y que debía preguntar por una tal doctora M., la única habilitada para esas cuestiones, en la Fiscalía General del Estado.
Gracias al ratero que había sustraído mi pasaporte, yo me estaba perdiendo en un laberinto de burocracia, como si el único objetivo de aquel procedimiento consistiera en dilatarse lo más posible. Me sentía como el anónimo K., el protagonista de la novela de Franz Kafka El castillo, cuando se enfrenta al cuerpo de funcionarios que, desde un conjunto de varios edificios públicos, emite las normas y los decretos que rigen la vida cotidiana de un pueblo imaginario. Cada vez más harto de la administración ecuatoriana, tomé el trolebús de regreso al norte de Quito. En casi todas las estaciones del recorrido se subían vendedores y músicos callejeros, entre los cuales podían verse mujeres, inmigrantes venezolanos e incluso niños. Al bajarme del trolebús, abrumado por mi situación y por la miseria que inundaba mis ojos, terminé llorando en plena calle, derramando lágrimas silenciosas mientras caminaba con aire desalentado. Pensé en enviar una queja al Ministerio de Asuntos Exteriores de España, denunciando el pésimo funcionamiento de su consulado, pero la desgana y el cansancio terminaron por disuadirme. La depresión en que había caído solo se tornó más profunda, pues aquella ciudad me parecía una ratonera de la que no lograba escaparme. Recuerdo que una noche, entre las manías de la señora C. y mi calvario personal, terminé gritando “¡Maldito país!”, desde mi habitación oscura. Ya ni siquiera me importaba lo que pensara de mí la dueña de la casa. Me sentía tan indefenso que solo me quedaba el último recurso de lanzar un grito desesperado en el corazón de las tinieblas.
Esperé otro día más para visitar las oficinas de la Fiscalía General del Estado. No pretendía quemarme la sangre más de lo necesario. Pregunté en tres fiscalías del norte de Quito, pero me remitían de unas oficinas a otras y nadie encontraba a la doctora M., la única persona que podía sellarme la denuncia. En aquel tiempo de gestiones inútiles, incluso me brotaron dolorosos callos en los pies, dado que andaba sin tregua, como el judío errante, sobre aceras que a menudo consistían en pegostes de cemento llenos de grietas y socavones. Solo me quedaba por visitar una cuarta fiscalía, situada en las inmediaciones del parque El Ejido. Mientras caminaba por la avenida Amazonas, harto de la desidia y la desgana con la que me atendían en todas las oficinas públicas, se me ocurrió una idea afortunada: si aquellas gentes confundían el acento de Canarias con el de Venezuela, debía fingir un buen acento castellano para que me identificasen como español y me tratasen con un mínimo de respeto, pues en la sociedad ecuatoriana todavía lo hispánico se asocia con una presunta supremacía cultural, como si los españolitos posmodernos tuviésemos algo de los soldados que despertaban la admiración de los indios con sus caballos, sus armaduras y sus barbas. Ensayé mi nuevo acento por el camino, evitando el seseo canario y pronunciando la ce y la zeta como en Castilla, hasta que me pareció más o menos convincente. Cuando llegué a la cuarta fiscalía, comencé a hablar en acento castellano con serenidad y aplomo. La idea resultó de lo más efectiva: por vez primera, observé cómo los burócratas se tomaban en serio su trabajo y buscaban a la doctora M., que debía sellarme la denuncia. Incluso uno de los empleados me acompañó hasta el despacho de esta funcionaria, situado en la fiscalía de la avenida Amazonas, y acabó pidiéndome disculpas por el caos que dominaba toda la Fiscalía General del Estado. Yo le di las gracias como si me hubiera salvado la vida, pues en aquel momento vislumbré que se iniciaba el fin de mi calvario quiteño. Finalmente, conseguí apostillar la denuncia en Quitumbe y recoger mi nuevo pasaporte en el consulado español, a donde juré que no volvería nunca. Por la noche, cuando llegué a la casa de la señora C., me quité las botas en mi habitación. Descubrí que habían salido algunas manchas rojizas en mis calcetines, sobre todo en la región de las plantas de los pies. Los callos que se me habían formado manaban sangre.
Durante mis últimas semanas en Ecuador, yo permanecía lo menos posible en aquella casa, para olvidarme de las impertinencias y las manías de su dueña. Me pasaba las tardes leyendo en la biblioteca de la Universidad Católica hasta las nueve de la noche, cuando cerraba sus puertas, e incluso a veces acompañaba a mi amigo V. mientras él hacía cualquiera de sus gestiones, solo para escaparme un rato de aquel ambiente depresivo. Una de aquellas tardes me fui con V. y con un amigo suyo, R., hasta Cumbayá, un gran suburbio residencial ubicado al oeste de Quito. Querían negociar el presupuesto de unas obras de reforma con el dueño de una casa, pues R. dirigía una pequeña empresa de construcciones y V. colaboraba con ella, de forma ocasional, como arquitecto. Ambos entraron en la casa y yo me quedé esperándolos en la puerta. La reunión se prolongó durante más de una hora. Mientras esperaba allí, apostado como un guardia, vi cómo un avión surcaba el cielo oscuro de la tarde-noche, pues el aeropuerto Mariscal Sucre se encuentra a algunos kilómetros de aquella zona. Pensé, una vez más, en el retorno a España. En uno de mis arrebatos habituales de melancolía, comencé a llorar y se acercó hasta mí un perro abandonado, uno de los muchos que merodean por las calles de Quito. Se trataba de un perro mediano, de orejas algo caídas, cubierto de fino pelo negro. En cierto modo me recordaba a Dobby, el perro que vive con mi familia en Tenerife. Aquel perro abandonado comenzó a lamer mis manos. Yo no tenía nada que darle, pero él vino a darme su afecto sin condiciones y se quedó conmigo como veinte minutos, hasta que decidió seguir su camino. Contra el egoísmo brutal de la sociedad humana, la naturaleza me ofrecía un gesto de compasión a través de un animal no humano.
Pero la naturaleza también manifestaba su lado más pavoroso, con la racha de seísmos que azotaba el país en aquellos meses. El 28 de mayo de 2019, unos días después de que yo recibiera mi nuevo pasaporte, la tierra tembló de nuevo en Quito. Se registraron hasta dieciocho temblores en diferentes barrios de la ciudad. Sobre las doce de la mañana, me encontraba leyendo en la biblioteca de la Universidad Católica, como de costumbre, cuando el suelo del edificio se movió de abajo arriba (y viceversa) durante unos segundos, mientras las estanterías se balanceaban ligeramente. Yo solía sentarme en la planta baja de la biblioteca, a ser posible cerca de la entrada, por si en algún momento se producía un terremoto y se ordenaba la evacuación del edificio. Agarré el maletín donde guardaba mis pertenencias, me levanté de mi silla con calma y salí a los jardines del campus universitario. Desde fuera, vi cómo la fuerza telúrica seguía sacudiendo las cristaleras de la biblioteca. Pensé en el viaje de Alexander von Humboldt a Sudamérica y en sus apuntes sobre movimientos sísmicos en la sierra ecuatoriana. Por las escaleras de emergencia, muchos profesores y alumnos de la Universidad bajaron de las torres donde se estudiaba economía y derecho, mientras sonaba una alarma desde la megafonía del campus. Los alumnos consultaban sus teléfonos móviles con ansiedad, buscando en Internet si el seísmo había aparecido en las últimas noticias, y comentaban el suceso con risillas nerviosas.
Aquel día comí encebollado con chifles cerca de la Universidad, en una casa de comidas llamada La Resaca, a donde solía acudir con mi amigo V. casi todas las semanas. El encebollado, esa sopa de albacora típica de la cocina ecuatoriana, suponía uno de los escasos gustos que yo podía concederme entonces, compensando las desazones cotidianas con un plato económico y sabroso. Me tomé un par de cervezas Pilsener con la comida para entonarme un poco, por si la tierra volvía a sacudirse las pulgas. A la noche, cuando me retiré a la casa donde vivía, la señora C. se encontraba asustada, casi al filo de una crisis de ansiedad. Me dijo que había sentido hasta cuatro temblores en aquel día. Yo, que había pasado casi todo el día en la calle, solo había notado unos dos. Ella se figuraba que los temblores repetidos eran los prolegómenos de un terremoto de gran intensidad. Juntaba las manos y rezaba con angustia, suplicando al padre celestial de los mormones que nos bendijera a todos. Yo no le había otorgado mucha importancia al asunto de los temblores, pues había perdido el miedo a este fenómeno, pero, dada la angustia de C., me pregunté si no me lo estaba tomando en serio y comencé a preocuparme. Ella le pidió a su hermana que preparase una mochila de emergencia por si había que salir de la casa. Temía por su hijo, pues su parálisis cerebral le impedía caminar por sí solo y no podía bajar las escaleras deprisa. En cambio, yo no disponía de ninguna mochila de ese tipo, así que en caso de terremoto debería apañármelas como pudiera, como venía haciendo en aquellos meses de amargura. Cené de pie en la cocina, pues la incertidumbre me tenía en vilo, y me resigné a lo que sucediera aquella noche. A la mañana siguiente, por fortuna, la tierra dejó de temblar y la vida siguió su curso en Quito.
Si en mi primera estancia en Ecuador, a finales de 2017, había llegado al país con la idea de que debía adaptarme a sus costumbres y respetar sus creencias, todo lo que entonces había tolerado con elegante serenidad empezó a resultarme intolerable en mi segunda estancia. No desconocía los choques culturales entre Europa y América Latina, pero mis diálogos y mis observaciones cotidianas de la gente no tardaron en descubrirme el fuerte nivel de racismo, que me parecía absurdo en un país multiétnico, y las retrógradas creencias que mantiene buena parte de la sociedad ecuatoriana. Quizá las humillaciones y las penurias me habían obligado a comprender que el insulto a la razón y el menosprecio de los derechos humanos jamás deberían aceptarse en el nombre de una diversidad cultural mal entendida. En la actualidad, el racismo de Ecuador no suele manifestarse en agresiones físicas, pero sí en palabras, gestos y otras formas de discriminación que moldean la vida cotidiana. Los blancos de origen criollo, europeo o norteamericano suelen ubicarse en la cumbre de la jerarquía social, mientras que los mestizos ocupan las posiciones intermedias, y en los escalafones más bajos aparecen los indígenas, los afroecuatorianos y los migrantes de Venezuela –estos últimos con independencia de su tono de piel–. Si los blancos, generalmente, menosprecian a todos los que no pertenecen a su grupo, los mestizos varían entre la admiración hacia los blancos y el rechazo hacia los grupos más desfavorecidos (indígenas, afroecuatorianos y migrantes). A su vez, estos últimos se mueven entre el afán de emulación y el resentimiento hacia los grupos superiores. Lógicamente, esta sociedad enferma de clasismo y racismo carece de toda cohesión interna y solo puede alumbrar un Estado frágil y precario.
Mención aparte merecen algunas actitudes seculares, como el machismo o la homofobia. Por ejemplo, recuerdo la tarde del 12 de junio de 2019, cuando se difundió la noticia de que la corte constitucional del Ecuador había aprobado el matrimonio entre personas del mismo sexo, apoyándose en una serie de tratados internacionales de los que forma parte el Estado ecuatoriano. Aquella noche me sentí feliz a pesar de mis problemas, pensando que se había logrado un avance histórico para los derechos humanos en aquel país. Sin embargo, al día siguiente la sociedad ecuatoriana empañó mis ilusiones. Mientras yo tomaba el desayuno, la hermana de mi casera se quejó de lo ocurrido: en su opinión, se trataba de un ataque a la ley de Dios y los homosexuales deberían ocultarse en sus casas, para no escandalizar a los niños con besos o manos cogidas en la calle. Un rato después, cuando acudí a la universidad católica, escuché cómo un profesor afirmaba con sus colegas, en tono jocoserio, que el mundo se llenaría pronto de maricones y que la humanidad se extinguiría por falta de hijos. Yo disimulaba mi asombro con esfuerzo, pero dentro de mí no sabía si indignarme o reírme de la estupidez ajena.
Después de revisar algunas ofertas de vuelos en Internet, me decidí a comprar un billete de avión con destino a Madrid, para volver a España. Deseaba marcharme de inmediato, pero me impuse un margen de quince días entre la compra del billete y la fecha del vuelo, pues aún debía completar los trámites necesarios para que la Universidad Católica me pagara los honorarios del proyecto de investigación en que había trabajado. Con tesón e insistencia, logré finalizar los trámites en esos quince días, aunque el dinero me llegaría una semana después de mi retorno a España. Contaba con dos maletas para el viaje, pero solo pude llevarme una, pues todas las aerolíneas, que forman parte de una gran industria especializada en el saqueo al pasajero, me imponían un sobrecoste de más de seiscientos dólares por volar con una segunda maleta en temporada de verano. De esta forma, dejé una maleta en casa de V. y guardé casi toda mi ropa en la otra. Solo me deshice de un par de pijamas gastados y de unas botas que se habían agujereado por los talones, donde las costuras se sueldan al cuero. La necesidad me empujó a doblar mi ropa con tal maña que incluso me sobró un poco de espacio en aquella única maleta. Ya no tendría que aguantar más las impertinencias de la señora C., ni las rígidas normas de su casa, ni la angustia por no conseguir el dinero para la renta de mi habitación. En los días previos al retorno, me sentía como si hubiera finalizado un castigo, como un prisionero que se encuentra a punto de finalizar su condena, contando con ansiedad los días que le faltan para salir de la cárcel.
El día de la partida, me despedí de C. y cargué mi equipaje desde el quinto piso hasta el portal de aquel edificio. Para quedar bien, le pedí disculpas por cualquier diferencia que hubiéramos podido tener en aquellos tres meses. Me respondió que no había de qué disculparse. Disimulé mi alegría con un semblante normal, pero en aquel momento, de haberme encontrado a solas, habría lanzado gritos de júbilo mientras salía de aquella casa. Mi amigo V. me llevó en coche hasta la Universidad Católica. Desde allí, tomé un Uber para dirigirme hasta el aeropuerto Mariscal Sucre. En Quito, el Uber no solo resulta más barato que los taxis, sino también, sobre todo, mucho más seguro, pues las historias de pasajeros secuestrados a manos de taxistas forman parte de las crónicas negras de la capital ecuatoriana. El coche me llevó por la zona de Guápulo, donde las casas emergen entre frondosos bosques de eucaliptos. A continuación, cruzó el puente que atraviesa el río Machángara, cuyas aguas turbias corren con ímpetu salvaje, y entró en los valles que rodean la ciudad de Quito. Miré la fabulosa perspectiva del valle de Los Chillos, con sus prados húmedos y sus montañas azuladas en el horizonte. Había un cielo azul, deslumbrante, como si la naturaleza se hubiera puesto de gala para despedirme. Ojalá no hubiera sufrido tanto en aquella tierra sobrecogedora; la abandoné con la pena de no haber podido disfrutar más de sus paisajes. Mientras nos acercábamos a Tababela, la zona donde se encuentra el aeropuerto, el verde luminoso de los prados me saludaba a los dos costados de la autopista.
Cuando llegué a la terminal de vuelos internacionales, sentí un ligero nudo en el estómago. En América Latina, cuando uno se encuentra con los agentes del Estado, se enfrenta muchas veces a lo impredecible. Nada más entrar en la zona de pasajeros, un vigilante de seguridad me abordó. Comenzó a preguntarme diversas cuestiones: cuánto tiempo había estado en el país, qué había hecho durante mi estancia… De manera sucinta, le relaté la historia de mi noviazgo, la ruptura con mi pareja, el hurto de mi pasaporte y las demoras que había sufrido para conseguir un pasaporte nuevo. Incluso le mostré la denuncia del hurto, de la que había llevado una copia conmigo, por si algún funcionario me interrogaba más de la cuenta. Cuando llegué al control de pasajeros, el funcionario de la ventanilla me advirtió de que el Estado ecuatoriano me impondría una multa migratoria, cuyo importe alcanzaba los ochocientos dólares, por haber permanecido más de tres meses en el país sin tramitar un visado. No me cogía de sorpresa, pues ya me había informado sobre esta cuestión en las oficinas del Ministerio de Relaciones Exteriores. “He aquí el regalo de boda que me ha dejado mi exnovia”, pensé mientras el funcionario tramitaba la multa. La ventaja de aquel trámite fastidioso consistía en que solo debería pagar la multa si volviera a Ecuador en los dos años siguientes a mi salida del país; una vez transcurrido ese plazo, la multa prescribe, de modo que podría entrar de nuevo sin ningún problema. Supongo que no debo quejarme; de hecho, me parece una regulación migratoria menos dura que las de ciertos países del mal llamado primer mundo, donde la policía y el ejército someten a los inmigrantes irregulares a torturas, detenciones y otros crímenes que helarían la sangre de media humanidad si fueran descubiertos.
Entré en la sala de embarque y llamé por WhatsApp a mi familia, aprovechando la wifi del aeropuerto, para informarles de que todo había marchado bien. Aquel día se terminaba una etapa de mi vida. Solo mi familia y C., una de mis mejores amigas, sabían la noticia de mi retorno a España. No publiqué ningún comentario sobre el tema en las redes sociales. Ni siquiera se lo dije al resto de mis amigos y conocidos. Después de aquella época tenebrosa, quería comenzar una vida nueva cuando regresara a Tenerife, lo cual implicaría distanciarme de ciertos grupos o personas que no me aportaban casi nada. No quería preguntas incómodas sobre la ruptura con mi pareja, ni sobre los planes de matrimonio fallidos, ni sobre mi situación laboral, ni sobre ninguna cuestión relacionada con mi vida ecuatoriana. Una vez pasado el control antidroga, solo debía esperar a que se abriera la puerta de embarque de mi vuelo. Después de más de una hora de espera, cuando me senté en mi butaca del avión, sentí un extraño alivio. La pesadilla, por fin, había terminado.