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domingo, 26 de noviembre de 2023

Quédate

Barcos en el puerto de Santa Cruz de Tenerife por la noche. Foto: Ramiro Rosón

(Variaciones sobre un verso del cantante Quevedo)

Quédate, que la noche sin ti duele
y en el barullo de la discoteca
solo percibo, con helada mueca,
la turba fantasmal que me repele.

Quédate, sí: que el mundo no cancele
tus ojos, flores en la duna seca,
ya que mi sed amarga solo peca
deseando que el vodka me consuele.

Quédate, mi espejismo fulgurante,
y así, cuando la música nos una,
cabalgaremos en arcana rueda.

Quédate y ven a mí, fugaz amante,
ya que nos trae la pesada luna,
sobre el asfalto, su intangible seda.

jueves, 23 de noviembre de 2023

El perro

El perro del autor. Foto: Ramiro Rosón

Una tarde luminosa de julio, llegó el perro a mi casa. Desde los tiempos infantiles, mi hermana y yo habíamos deseado tener un perro. Generalmente, queríamos algún perrillo faldero o de raza conocida, como un caniche, un yorkshire o un chow-chow, pues la infancia se rinde complacida al brillo de las apariencias. Sin embargo, mi padre no quería perros porque no le daba la gana y mi madre, sumisa, se plegaba a su voluntad, así que nos privó de la compañía de un animal que podría haberme ayudado mucho, sobre todo para aliviar la sombra del abandono afectivo al que me sometió mi padre y para sentirme un poco menos vulnerable y solo durante los años del instituto, cuando fui salvajemente acosado en las aulas. De este modo, el perro llegó quizás un poco tarde, cuando yo tenía unos veinticuatro años y la tiranía de mi padre menguaba en casa, gracias a los problemas económicos que la pésima gestión de sus negocios nos había causado. Y llegó de pura casualidad, cuando ya habíamos desistido por completo de aquellos deseos infantiles.

Una amiga mía encontró a dos cachorros abandonados en el arcén de una carretera de Las Palmas de Gran Canaria y los adoptó sobre la marcha. Su gran parecido sugería que se trataba de perros de la misma camada, como después confirmarían los veterinarios. Uno de los dos hermanitos no tardó casi nada en conseguir nuevo dueño, mientras ella se quedaba con el segundo. Pasaron algunos meses, mi amiga se dispuso a mudarse a Barcelona, sin que pudiera llevarse el perro consigo, y creó un evento en Facebook para buscarle familia adoptiva, al uso de los tiempos. Enseñé las fotos del perro a mi madre y a mi hermana y decidieron adoptarlo. En esta ocasión, la voz de mi padre ya no contaba para nada. Las circunstancias habían cambiado y la adopción del perro se impuso por mayoría, sin que mi padre hiciera nada para oponerse. Habíamos pasado, sin darnos cuenta, de la dictadura paterna a la democracia familiar.

Sentí una ligera extrañeza la tarde en que el perro llegó a casa. Me preguntaba si se adaptaría bien a su nueva familia –y si nosotros nos adaptaríamos bien a la responsabilidad de cuidarlo–. No coincidía en absoluto con la imagen del perro ideal que me había figurado siempre. Su cuerpo alargado, sus patas cortas, sus orejas semicaídas, llenas de recovecos interiores, y su cola enroscada como el inicio de una espiral me parecían desconcertantes. En general, posee la apariencia de un perro salchicha mediano, con un pelaje azabache en casi todo el cuerpo, salvo en las patas, el vientre y la parte inferior de la cabeza y de la cola, que oscilan entre el marrón café y el blanco. A la altura del pecho, entre las dos patas delanteras, su pelo dibuja una mancha blanca que me sugiere la forma de una estrella de cuatro puntas. En sus tiempos de cachorro, le gustaba morderme suavemente los dedos de los pies, con sus colmillos, y acostarse en el suelo para que le rascase el vientre. De cualquier forma, parecía simpático. No tardó mucho en hacerse amigo de toda mi familia, incluso de mi padre. Cuando yo tenía dos años, un border collie estuvo a punto de matarme, en la casa de unos amigos de mis abuelos, con un mordisco espantoso en la cabeza que me causó una fuerte hemorragia. Aún hoy conservo una entrada en la cabeza que recuerda aquel episodio. No obstante, mi nuevo amigo no me inspiraba ningún miedo ni rechazo. Únicamente algunas razas de perros grandes, sobre todo las creadas para el ataque y la vigilancia, me producen cierto recelo.

Solo cuando llegó el perro comencé a pisar la calle todos los días, hasta conocer cada esquina de mi ciudad como la palma de la mano, en un radio de cinco o siete kilómetros desde mi casa. De este modo, pese a haber nacido en Santa Cruz de Tenerife y pasado la mayoría de mi vida en este purgatorio situado a orillas del océano, no descubrí el rincón de la plaza Alcalá Galiano hasta los veinticinco años. Rodeado por cuatro bloques de viviendas populares y unido con el barrio de Tomé Cano por una discreta callejuela, desde fuera nadie imagina el encanto de esa plaza. Decora el centro del espacio una gran fuente de piedras ocres, desde la que un juego de surtidores brota sin descanso desde las primeras horas de la mañana hasta las nueve de la noche. En torno a la fuente, un emparrado cubierto de buganvillas y algunos arbustos crecidos en cántaros de barro ofrecen sus notas de colores deslumbrantes. Los anchos parterres de las esquinas albergan todo género de plantas: dragos, palmeras, árboles tropicales, helechos, enredaderas interminables, como los potos o la hiedra, y algunos objetos decorativos, como un bernegal o una carreta llena de tiestos de petunias. Según dice una placa de latón clavada en uno de estos parterres, un vecino de la zona se dedicó a cultivar los jardines de esta plaza durante sus últimos años de vida. La profusión vegetal se acompaña con una tranquilidad y un silencio reparadores: en esta plaza semioculta, el movimiento humano se limita a los vecinos que entran y salen de sus edificios, así que se trata de un rincón ideal para sentarse a solas en un banco y quedarse mirando los hilos acuáticos de la fuente, lejos del tráfico y la muchedumbre.

Descubrí la plaza, en buena medida, gracias a mi perro. Nada más crecer un poco, el animal comenzó a comportarse de manera agresiva con sus congéneres, sin que yo pudiera explicarme la causa de semejante cambio. Cuando lo sacaba de paseo al parque de La Granja, a menudo espantaba a los demás perros con sonoros ladridos. Siendo un perro mediano, algunas veces gruñía y ladraba de manera amenazante a los más pequeños, como los bulldogs o los carlinos, y otras veces pretendía abalanzarse y atacar a los mayores y más fuertes, como los pitbulls, los rottweiler, los bull terriers o los pastores alemanes, sin darse cuenta de que esas razas podrían matarlo en cuestión de segundos. Únicamente los grandes daneses, con su enorme tamaño, le imponían tal autoridad que los miraba con cierto miedo. Parecía como si no encontrara su lugar en el mundo variopinto de los perros, en su condición de mediano, y buscara salida a su confusión a través de la agresividad. Solo mostraba simpatía con algunas razas particulares, como los galgos o los podencos. Sin embargo, pronto comenzó también a desatar sus iras con las personas, como si el género canino no le bastara. Por alguna razón desconocida, el perro adquirió la manía de ladrar con furia a los negros, como si le resultaran sombras amenazantes, y me hizo pasar vergüenza ajena en muchas ocasiones. La gente en la calle decía a menudo, para mi bochorno, que se trataba de un animal racista. A veces incluso ladraba a los niños pequeños, lo cual agotaba del todo mi paciencia.

Así las cosas, dejé de salir con mi perro al parque de La Granja y comencé a frecuentar calles y lugares más o menos solitarios para pasearlo, pues no podía permitirme el lujo de pagarle un adiestrador canino para la reforma de sus costumbres. Durante muchos años, lo paseé por la zona de Tomé Cano, la avenida Tres de Mayo y el auditorio de Tenerife, en un camino de ida y vuelta que repetíamos casi todas las tardes. En aquellas idas y vueltas, buscando rincones vacíos de gente, descubrí la plaza Alcalá Galiano. Allí, por lo general, quedaba fuera del alcance de otros perros, gatos, niños, negros y demás objetivos potenciales de sus rabietas. La disciplina de caminar todos los días entre cinco y siete kilómetros, siguiendo el rumbo que yo le había marcado, fue templando su agresividad con el curso de los años y le permitió canalizar su energía desbordante. Ahora, cuando ya se ha convertido en un perro maduro, le he permitido acercarse de nuevo a sus congéneres, pero lo vigilo de cerca para que no se descontrole, pues aún de vez en cuando los despacha con algún ladrido intempestivo. Eso sí, jamás he vuelto a confiar tanto en él como para soltarlo de nuevo en el parque de La Granja.

Otra característica definitoria de mi perro se encuentra en su afición de perseguir animales de otras especies. Por su configuración –una mezcla de rottweiler con beagle–, parece guardar ciertos hábitos de can rastrero, como una afición desmesurada a olfatear toda clase de rincones y cavar pequeños huecos en la tierra fresca, delatando la herencia de sus antepasados: perros cazadores, hechos a sacar conejos y otros animales pequeños de sus madrigueras. No le asustan los roedores y, en algunos paseos nocturnos, cuando ve ratones o ratas en el parque de La Granja, me da tirones de su correa para que le deje perseguirlos. Naturalmente, nunca se lo permito, pues, aunque los roedores llevan las de perder en esa cacería frente a un perro mediano, no quisiera que el mío recibiera alguna mordedura infecciosa de estos animales. Siendo un cachorro, le gustaba perseguir en vano a las palomas, que levantaban sus alas de inmediato al verlo, e incluso se tragaba las plumas que dejan caer estas aves en las aceras de las calles, pero nada más crecer un poco descubrió su deporte favorito: la caza de lagartos y lagartijas.

En los días soleados, cuando los pequeños reptiles asoman de sus escondrijos, mi perro vigila sus pasos en la hojarasca de los parques y los jardines públicos de la ciudad. Levanta sus orejas puntiagudas y semicaídas –sus orejas de elfo o duende–, que empiezan a balancearse de arriba abajo mientras camina, tensa los poderosos músculos de sus patas y aguza la vista para localizarlos. De pronto, cuando se escucha algún crujido más o menos fuerte en la hojarasca, lo cual indica que el lagarto se ha puesto en fuga, alborotando las hojas caídas en el suelo, mi amigo canino quiere lanzarse a la persecución y me tira de la correa con ímpetu desmedido. Tampoco le permito esta forma de caza, aunque me ha sorprendido en dos ocasiones. Una tarde, mientras andaba en el callejón situado tras el bingo Colombófilo, junto al barranco de Santos, cortó de un zarpazo la cola de una lagartija. La cola se quedó brincando en el suelo durante varios segundos, como si poseyera vida propia al margen del animal a quien pertenecía, mientras el perro la miraba con asombro. Otra vez, por la noche, escuché ruidos en el pasillo de mi casa. Me di cuenta de que el perro le había sacado la cola a un perenquén que andaba cerca del zócalo. Mi hermana se llevó al asustado perenquén a la azotea, para que viviera lejos de mi perro. Pocos días después, subí a la azotea de noche y comprobé que el perenquén seguía vivo.

De cualquier forma, el perro compensa los ataques a sus congéneres y otras especies con unos sentimientos casi humanos hacia su familia adoptiva, como si solo se encontrara a gusto cerca de sus dueños. Más de una vez, en aquella plaza recoleta, me senté sobre un banco y me eché a llorar en silencio, mientras el perro, demostrando su humanidad increíble, ponía su cabeza y sus patas anteriores en mis rodillas para consolarme. Lloré cuando no tenía trabajo ni dinero, cuando los problemas familiares me llenaban de inquietud abrumadora, cuando me encontraba lejos de mi exnovia K., enamorado aún hasta los tuétanos, y deseaba tomar un vuelo a Quito para reencontrarme con ella. Y, si el llanto inconsolable crecía, se estiraba para llegar a mi rostro con su cabeza y darme besos con el hocico. No sé si algún vecino curioso de aquella plaza vería mi llanto desde alguna ventana, pero no me importa en absoluto. Si el llanto dejara de esconderse como una vergüenza, si el dolor ajeno saliera a la calle sin miedo, quizá tendríamos un mundo más habitable y decente. A diferencia de la insensibilidad humana, que va aumentando con los años –con justicia Lord Byron llama vano insecto al ser humano en su bellísimo Epitafio a un perro–, la compasión del mío se ha agudizado en su etapa madura, pues me basta sentirme afligido y componer un semblante melancólico para que venga a consolarme, sin necesidad de lágrimas ni sollozos.

Por último, además de la compasión, el perro posee la virtud nobilísima del silencio, si este se entiende como la ausencia de lenguaje articulado. Puede molestar a veces con sus ladridos, gruñidos o quejidos, pero los compensa de sobra con la discreción de un animal que no juzga ni ofende nunca a su dueño, que nunca le dirá ni una sola palabra insolente ni tomará parte en el tráfico de chismes, a diferencia de sus congéneres humanos, que emplean a menudo sus lenguas como puñales. ¿De qué sirven los adornos fonéticos y los meandros polisémicos del lenguaje, cuando solo se utilizan para desgracia del prójimo? Más les valdría a los humanos quedarse ladrando, gruñendo y quejándose como los perros.

jueves, 16 de noviembre de 2023

Dique seco

Barco en dique seco. Foto: Wikipedia

El dique seco muestra las falúas hurtadas
al océano blanco, rezumando su inquina:
cerca baten espumas y la brisa marina
mece un coro fulgente de velas desplegadas.

Hay últimos despojos de naves encalladas,
que se pudren, amargos, con la humedad salina
de este sol impasible que devora y calcina
toda la inútil isla de lavas arrojadas.

Hay linajes marchitos en larga decadencia,
marineros caídos y vástagos enfermos,
que miran los despojos con fatal indolencia.

Y así la inútil isla resulta, sin futuro,
toda una barca seca de malpaíses yermos,
varada ante la imagen del océano puro.

viernes, 3 de noviembre de 2023

El coloso de piedra

El autor, cerca del refugio de montaña del Cotopaxi,
a 4.800 metros de altitud. Foto: Ramiro Rosón

«El martes de carnaval, A., su amigo y yo nos encontramos a las puertas de la estación de trolebús de El Ejido, junto al edificio del Instituto Ecuatoriano de la Seguridad Social, donde trabajaba mi novia de entonces. Alegando compromisos familiares, ella no había querido venir conmigo. Los tres fuimos a desayunar algo en unos puestos de comida cercanos, tomamos el trolebús y llegamos a una estación de buses situada al sur de Quito. Desde allí tomamos un bus que nos llevó hasta las cercanías del Cotopaxi. Recuerdo que ese bus nos dejó en el arcén derecho de una autopista y, como no había ningún paso de peatones, cruzamos la autopista con sumo cuidado para llegar al arcén izquierdo, en el cual un camino de tierra conducía hasta una especie de aparcamiento donde se encontraban algunos taxistas. Allí A. y su amigo hablaron con un taxista indígena y le preguntaron cuánto nos cobraría por hacernos un viaje de ida y vuelta al Cotopaxi, con la condición de que nos esperara mientras subíamos y bajábamos del volcán, pues ningún transporte público llegaba hasta la zona y los pocos taxis disponibles se rifaban entre los turistas. Dejé que hablaran ellos para negociar el precio, pues a los extranjeros se les cobra más en estos casos, y el taxista nos pidió un total de treinta dólares. Conformes con el precio, nos subimos al coche y empezamos el viaje. Seguimos una carretera entre páramos andinos hasta el control de acceso al parque. Un guardia pedía las cédulas de identidad o los pasaportes a los visitantes, pero, como conocía al taxista, lo dejó pasar sin identificarnos.

Atravesamos una larga plantación de pinos en el fondo de un valle, que, según decía una cartela sostenida con un palo cerca de la carretera, pertenecía a la empresa Maderas del Cotopaxi, y alcanzamos una llanura desde la que podía verse nítidamente el coloso de piedra. Entramos en un puesto de información para turistas, en el que se vendían suvenires y otros artículos, y compré varios caramelos hechos con extracto de hoja de coca. A. y su amigo me los recomendaron para combatir el soroche (así llaman los ecuatorianos al mal de altura). Abrí el papelito que envolvía uno de estos caramelos, observé con curiosidad su tono verde esmeralda y me lo comí de unos cuantos bocados, mientras guardaba los demás para el camino. No percibí nada fuera de lo común, pero sí notaba que aquellos caramelos reducían un poco la fatiga que generan los Andes. Llegamos a la base del Cotopaxi y nos encontramos dos caminos de subida: una vía recta sobre una dura pendiente, más corta y más agotadora, y un sendero dibujado en zigzag sobre las faldas del monte, más prolongado pero menos dificultoso. El sentido común y mi falta de experiencia con las montañas andinas motivaron que nos decidiéramos por el segundo. Recordaré siempre aquel ascenso como una de las experiencias más impresionantes de mi vida. No tardé en padecer el soroche, con sensaciones de fatiga y de cierto mareo, e incluso la vista se me nubló por segundos en varias ocasiones. Mis amigos ecuatorianos, más acostumbrados a las alturas que yo, seguían el camino con mucho menos esfuerzo. Me detuve en un tramo del camino, temiendo que no pudiera alcanzar el refugio de montaña, y un hombre que subía por allí, de acento cubano, me recomendó que mirase el horizonte de espaldas al coloso de piedra, pues según parece la visión de la montaña aumenta la sensación de mareo. Seguí su consejo y, pasados cinco minutos, me sentí mucho menos fatigado. Subí el resto del camino despacio para no fatigarme de nuevo, mientras A. y su amigo me esperaban cerca del refugio.

Cuando llegué a donde me esperaban, un cartel de madera informaba sobre la altitud del sitio: “4.800 metros”. Miré de cerca la cumbre, con su forma de cono cubierto de hielo y nieve, y me quedé arrobado ante la imagen de aquel santuario blanco de los Andes, como quien visita las catedrales góticas o los palacios del renacimiento. Había llegado a la zona de nieves perpetuas. En esa mañana de clima inestable, ráfagas de bruma y sol danzaban en torno a la cumbre, matizándola con sombras plateadas o fulgores blancos en cuestión de minutos. Pedí que me sacaran una fotografía en que se me viera ante la cumbre y el cartel, como testimonio de aquella jornada increíble. En aquella zona me percaté de que, una vez hecho el gran esfuerzo de la subida, me había aclimatado a la alta montaña. Por fuera del refugio, un grupo de norteamericanos rubios y blancos, vestidos con equipación de montañeros, realizaban una parada en su camino hacia la cumbre. Allí terminaba también el otro sendero, la vía recta sobre la pendiente que habíamos descartado. En ese momento vi una mujer ecuatoriana, una mestiza casi indígena, que había subido por esa cuesta infernal y se detuvo a pocos metros del refugio de montaña, pues el soroche le impedía seguir subiendo. Jadeante, decía con angustia: “No puedo más; no puedo más”, y tuvo que desandar el camino hacia abajo. A., su amigo y yo continuamos un poco más la subida hasta los muros de hielo de los glaciares, más o menos a los cinco mil metros de altura. Allí nos vimos obligados a pararnos, pues en los glaciares el camino solo puede llevarse a cabo con equipación de montañero. Pensamos en quedarnos allí a jugar con la nieve, en una suerte de retorno a la infancia, pero una densa ráfaga de bruma descendió sobre el paraje y decidimos emprender la bajada para no perdernos en aquella cumbre.

A medida que dejábamos atrás la bruma, contemplamos una grandiosa perspectiva del Sincholagua, un volcán algo más bajo que el Cotopaxi, y de los páramos andinos. Jamás he sentido la amplitud del horizonte como en aquella jornada. Los colores de la tierra –ocres y pardos macilentos o rojizos– se extendían sin límite bajo un azul celeste de pureza sobrecogedora. He visitado muchas veces el Teide en Tenerife y he visto el océano Atlántico desde sus estribaciones, pero el volcán tinerfeño parecería una diminuta colina frente a aquellos titanes de roca. Más tarde, cuando regresamos a la base del volcán, el taxista nos estaba esperando con suma paciencia. Nos dijo que habíamos tardado más que la mayoría de la gente, lo cual podría deberse al gran esfuerzo que me costó la subida. De cualquier forma, nos condujo desde aquella zona hasta la laguna de Limpiopungo, una masa de agua desde la cual, en días calmos y despejados, puede verse la imagen invertida del Cotopaxi como si de un espejo se tratara.

Cruzamos un enorme llano situado a los pies del volcán, donde retozaban pequeños grupos de caballos y yeguas salvajes, así como vacas y toros de lidia asilvestrados. Aquellos equinos de colores terrosos, miembros fuertes y cruces no muy altas, cubiertos de una ligera lana que se espesaba en sus cuellos y sus grupas, vivían en absoluta libertad a la sombra del coloso de piedra. Sus trotes audaces y sus miradas elocuentes me impresionaban con su orgullo de forajidos, inasequibles a las riendas, los bocados, las sillas de monta y la demás parafernalia que los homínidos han inventado para someterlos. Mucho menores en número, los toros de lidia pacían mansos entre sus rebaños de vacas, negros y majestuosos como sultanes en serrallos bovinos. Lejos del espectáculo sangriento de las plazas de toros, allí disfrutaban de una paz vitalicia, que solo podía alterarse de vez en cuando con los rugidos o los espasmos del volcán. A., su amigo y yo nos dirigimos a ver aquella laguna de cerca. El agua permanecía como una lámina casi del todo inmóvil, apenas ondulada por algunas ráfagas de viento pasajeras. Entre los carrizos de las orillas, observé numerosos pájaros de cuerpos blancos y cabezas negras que me llamaron la atención. Se trataba de las gaviotas andinas, una de las pocas especies del género de las gaviotas que se han adaptado a las zonas de alta montaña. Acostumbrado a las gaviotas oceánicas de mis islas natales, aquella estampa me resultaba increíble.

Terminada la visita a la laguna, el taxista nos dejó en el mismo aparcamiento donde lo habíamos encontrado y esperamos un bus en una marquesina a pie de carretera. A. sugirió que fuéramos a comer a Latacunga, una ciudad situada a pocos kilómetros de aquellos parajes, y los demás aceptamos la idea. Cuando llegamos a la estación de buses de Latacunga y salimos a la calle, algunos grupos de jóvenes estaban haciendo lo que llaman los ecuatorianos “jugar carnaval” (es decir, lanzar cubos de agua a los desprevenidos transeúntes desde carrozas festivas), aunque en los últimos años las autoridades municipales han comenzado a sancionar esta mala costumbre con multas. Fuimos esquivando con suma destreza a los guasones carnavaleros, hasta que vimos un asador de pollos en las cercanías de la estación y decidimos comer en aquel sitio. Sobre las seis y media de la tarde, no mucho antes del ocaso, tomamos un bus de vuelta a Quito para finalizar aquella jornada memorable. Aún podía verse el Cotopaxi desde la carretera».

(Fragmento de diarios inéditos, correspondientes al mes de marzo de 2019)

miércoles, 1 de noviembre de 2023

Bentor

El mencey Bentor. Estatua en bronce de Carmen León.
Icod el Alto (Tenerife). Foto: Flickr

La virgen isla, como reino blanco,
duerme sobre el océano calmoso.
Palacio de cristal, en sus pinares,
que se vuelven azules a distancia,
toca los altos límites del cielo
con la diáfana torre del Echeyde.
No soñarán con vista más grandiosa
los ojos que la miren y distingan
apenas dos azules diferentes
en océano y cielo, resplandores
de gemas, como párpados abiertos
al espacio sin límite del cosmos.

Después de que el impávido Fernández
de Lugo me venciese en Acentejo,
no me queda futuro ni esperanza.
Desde la fría roca de Tigaiga,
nada quiero. Rechazo las promesas
de la amarga corona de Castilla.
Nunca seré un hidalgo castellano
con el peso mortal de la vergüenza
de vender a mi pueblo, de venderme
sin dignidad, a cambio de refugio.
Apóstata y hereje, yo rechazo
su dios incomprensible, sus iglesias
como sepulcros lóbregos. Mis dioses
no tienen más altares que las rocas
donde se vierte leche de las cabras
en ofrenda a Magec, un sol invicto,
y Achamán, el supremo de los dioses,
oye las rogativas de su pueblo.

Pero los castellanos, en su furia,
no borrarán del todo nuestras huellas.
Incluso muerto, no me iré del todo.
Aunque espadas y cruces lo sometan,
discurrirá mi sangre, dulcemente,
bajo las mudas venas de mi pueblo
y hasta los gritos de mi voz, lejanos,
emergerán de sus dormidas bocas,
recordando los ecos de mi lengua.
Tal vez alguna aurora lo despierte,
vengándome pacífica, sin armas,
y al mundo cante su fatal historia
para que nadie más usurpe nunca
su tierra, su derecho, su palabra.

Mi edad se terminó. Me voy a solas.
Adiós, mi virgen isla. Adiós, volcanes
y espumas del océano. ¿Quién sabe
si en otra vida pisaré de nuevo
tus arenas y cumbres? Al caerme,
fecundaré con sangre tus barrancos,
enamorado fiel de tus abismos,
y, si aprovechan los impíos guirres
mi carne, mi esqueleto, blanco y mudo,
seguirá confesando sus amores
bajo la tibia luz de tus mañanas.

martes, 31 de octubre de 2023

Contra Jerusalén

Vista de Jerusalén con el monte del Templo y la cúpula de la Roca. Foto: Wikipedia

Los antiguos, con lúcida ironía,
pacífica ciudad te bautizaron,
presagiando las armas que sonaron
sobre tus mudas calles a porfía.

Tres lunáticos dioses, en orgía
de mística y de sangre, te incendiaron,
pues la santa discordia que sembraron
se fortalece en la piedad impía.

Jerusalén, amante del abismo,
tú rebosas un cáliz de egoísmo
del que beben su tumba los humanos.

Cuando seas cadáveres y escombros,
no bajarán los dioses, en tus hombros,
a tu fiesta de cuervos y gusanos.

Jura

Las meninas. Grupo escultórico en bronce de Manolo Valdés.

Si quieres tu sinecura,
jura, princesita, jura.

Que, mirando tu figura,
no suben los mercaderes
hipotecas y alquileres
a los pobres con soltura:
jura, princesita, jura.

Que la intemperie más dura
no toca a los marginados,
que son todos cobijados
en casa buena y segura:
jura, princesita, jura.

Que, sin llanto ni amargura,
se calma la tremolina
de Israel y Palestina,
buscando paz y cordura:
jura, princesita, jura.

Que deviene, con holgura,
plurinacional España,
pisando la negra saña
de la infame dictadura:
jura, princesita, jura.

Que el emérito se cura
de escándalos humillantes
y, sin lúbricas amantes,
en el desierto madura:
jura, princesita, jura.

Que, republicana y pura,
la constitución gobierna,
con felicidad eterna,
con apacible mesura:
jura, princesita, jura.