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martes, 20 de agosto de 2019

Los cantores malditos

Jim Morrison. 

Los cantores malditos visten siempre de cuero,
sensuales y temibles como la mamba negra,
derramando en escena sus lúbricos sudores,
mientras arden sus ingles como hierros candentes.

Buscan parajes calmos, océanos, desiertos,
en cálidos aromas de marihuana fresca.
Se tienden sobre lechos de moteles perdidos,
absortos en las vastas auroras boreales
que sus mentes alumbran con sutiles influjos
del ácido que guarda la llave del misterio.
Y aspiran cocaína sobre los senos tibios
de las admiradoras que les brindan su carne.
La ciudad no descansa: tentación luminosa,
como una pecadora que levanta sus faldas,
incita al caminante con miles de neones,
con sus bares y casas de perdición abiertas.

Los cantores malditos visten siempre de cuero:
habitan el espacio salvaje de la noche,
donde cesa el imperio de los tabúes diurnos.
Callejean a solas como siluetas negras,
bajo los halos blancos de las altas farolas.
Y bailan dando vueltas, como locos de furia,
sobre las viejas tumbas de los inquisidores,
hasta caerse muertos en los brazos del alba,
como sátiros ebrios de músicas y drogas.

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