No volveré jamás. Aquí me quedo,
pues Ítaca ya no me necesita.
Dejo mi lucha, mi fatal denuedo:
calma y goce mi cuerpo solicita.
Rujan los dioses: no les tengo miedo.
Su divina crueldad es infinita.
Descansaré en la sombra del viñedo
que da las uvas y al reposo invita.
Solo quiero la brisa acariciante
de un oleaje que mi piel acuna
y el roce de Calipso, fulgurante.
Reina sin mí, Penélope. Si alguna
vez me piensas, olvida mi fortuna.
Mi eternidad es un alegre instante.
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