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jueves, 9 de abril de 2020

El peregrino cósmico

Grabado Flammarion. Ilustración aparecida en el libro de Camille Flammarion La atmósfera: meteorología popular (París, 1888).

Yo viajo sin descanso, dentro o fuera
de mí, surcando un infinito cielo,
desde mi nave, cáscara ligera
donde sueño mi cósmico desvelo.
Cuando miro de cerca la frontera
de los mundos, el ascua de mi vuelo
sacude los desiertos insonoros
e imita sus veloces meteoros.

No sigo las audaces cantinelas
de quienes van camino de su gloria;
no deseo medallas ni cartelas
grabadas en el eco de la historia;
no dejo nada más que mis estelas
de bruma, con su pálida memoria
de tiempos luminosos, que florecen
y luego, tras de mí, desaparecen.

Como lejanos cantos de ballenas
estremecen las aguas oceánicas,
y las espumas baten las arenas
en islas misteriosas y volcánicas,
y Satán, agitando sus cadenas
en la sombra, maldice las tiránicas
leyes del mundo, mi canción se pierde
sin que ningún fantasma la recuerde.

Yo busco la inmortal sabiduría,
los umbrales del nítido misterio,
cuando sigo mi arcana travesía,
pero la noche, con su grave imperio,
se burla de mi frágil osadía,
mostrándome su largo cementerio,
donde miles de estrellas, enterradas,
encubren sus antorchas apagadas.

El espacio persigue lo infinito,
con secuencias de números armónicos;
yo persigo sus formas y medito,
surcando con mi vuelo sus agónicos
mares, y al fin, desesperado, grito
sobre sus monumentos faraónicos:
millones de planetas vagan mudos
como los muertos, fríos y desnudos.

Necrópolis enorme, sepultura
de los mundos: tal es el universo.
La vida solo muestra su hermosura,
como su polen mínimo y disperso,
donde germina cálida y segura,
y en la muerte descubre su reverso,
para que nuevas formas aparezcan
y, quebrando sus límites, florezcan.

De nada servirá que yo camine
las estancias del ancho mausoleo,
buscando la verdad, y peregrine,
sin que jamás alcance mi deseo,
y entonces mi cordura desatine,
persiguiendo la magia de Proteo,
si la grama cubierta de rocío
vale más que el diamante, duro y frío.

¿De qué me servirá la inteligencia?
Solo un amor consigue sostenerme,
si un beso justifica mi conciencia
mientras el mundo, con la noche, duerme.
Solo conoceré su gran potencia,
con sus luces y sombras, al caerme,
desatando sus cálidos ropajes,
en su cuerpo, la meta de mis viajes.

Detrás de las ingentes nebulosas,
en la penumbra, mi Astarté me llama,
con su boca de mieles tenebrosas,
donde mi lengua indómita se inflama,
y espera, con la fiebre de las rosas,
en el gran laberinto de su cama,
sabiendo que su lúcida locura
rematará mi ardiente singladura.

Voy a su casa, voy a su aposento,
rogando la ternura de su asilo,
como flotan las hojas en el viento;
mi nave, dura concha de nautilo,
se desliza a través de su elemento,
de las cósmicas aguas, con sigilo,
mientras mi corazón, sobresaltado,
ya imagina su encuentro deseado.

Su imagen corporal se me figura,
como reina de luz fantasmagórica,
sobre la muerta soledad oscura,
si pronuncio su nombre, con eufórica
melodía, gritando mi locura.
Mientras voy en mi senda meteórica,
volando como pálida centella,
solo miro la forma de su estrella.

¡Quién fuera un asteroide! ¡Quién volara
como vuelan, ardientes, los fotones,
quemando su energía! ¡Quién hallara
la fórmula que mueve los taquiones,
más rápidos que luz, y terminara
surcando las vacías extensiones,
y como un dios, en cosa de segundos,
pisara los confines de los mundos!

Somos gloria y desecho –ya lo dijo
Pascal– en ese indómito universo,
como sol de tinieblas, amasijo
que funde lo inocente y lo perverso,
como signos de un códice prolijo
que forman letras en sentido inverso.
Parecemos angélico demonio
que nace de imposible matrimonio.

Pero somos capaces de mejora:
matemos a Plutón, el millonario,
que su anhelo de muerte nos devora.
Conjurados en coro solidario,
cantaremos los himnos a la aurora
sobre la Tierra, fúlgido santuario,
y en la noche de páramos astrales
retumbarán sus notas musicales.

Forjamos, entre un cielo y un abismo,
nuestro sino común: infierno o gloria,
natural redención o cataclismo.
Si cruzamos el valle de la historia,
si la sombra del gran capitalismo
nos amenaza, pálida y mortuoria,
descubramos la imagen del futuro,
prendiendo las antorchas en lo oscuro.

Y, mientras voy surcando las estancias
del universo, mundos incontables
desfilan tras de soles, en distancias
eternas, en desiertos inmutables.
Mi corazón esconde las fragancias
de mi Astarté, memorias perdurables,
y, si el camino me parece eterno,
prosigo, como Dante en el infierno.

Son muchos los peligros de mi viaje:
mi nautilo capea radiaciones
oscuras, con su tenue fuselaje,
mientras bordeo rápidos tifones
en la coraza de mi blanco traje;
raciono mis escasas provisiones
y temo, zozobrando, que la suerte
le confíe mis ojos a la muerte.

Un asteroide pasa, como flecha
de roca ardiente, cerca de mi nave,
cuyo sistema de control acecha
su camino de fuego, pues ya sabe
que si lo roza quedará deshecha,
con el empuje de su peso grave,
pero la roca sale en brusco giro,
se marcha y, tras el miedo, yo suspiro.

Sube un cometa los oscuros cielos,
en su blancura de lejano punto:
desde cerca, me sigue con sus vuelos
y, mirando su cola, me pregunto
si moriré con fuegos o con hielos
o deberá matarme todo junto,
y el cometa, de súbito, se marcha
con su corona sideral de escarcha.

Un agujero negro, desatado
con forma de Caribdis, me desvía
y amenaza tragarme, desolado,
como su ingente boca, negra y fría,
devora las estrellas a mi lado:
su antimateria cruel me desafía,
con remolinos, para que mis huesos
crucen ya su horizonte de sucesos.

Mi nave solitaria forcejea
con su enorme espiral, con los horrores
del tenebroso hueco; lo bordea,
quemando como fragua sus motores,
y enérgica remonta y aletea,
salvándose de cósmicos furores,
mientras el sordo Leviatán devora
festines de materia voladora.

Ya diviso, después de mi fatiga,
mi salvación, el húmedo planeta
donde reside mi Astarté, mi amiga,
dentro de su morada recoleta,
desde cuyo silencio me prodiga
su anhelo puro, su ansiedad secreta,
guiándome, detrás del firmamento,
solo con su lejano pensamiento.

Cubre sus formas en volante lino,
que insinúa su cuerpo sin malicia;
me recibe, sellando mi camino
con el fuego mortal de su caricia,
y en su morada, cumbre de mi sino,
me revela su mística delicia,
pues la gracia del cuerpo liberado
no conoce la mancha del pecado.

Como los hierros al imán acuden,
mi amante solicita conocerme,
que mis ardientes manos la desnuden,
que la deje rendida, más que inerme;
y espirales de vértigo sacuden
mi corazón abierto: lo que duerme
dentro de mí, susurros inaudibles,
ya se traduce en músculos tangibles.

Ella me da su grito de silencio,
profunda cima, claridad oscura;
yo franqueo sus labios y presencio
cómo se mueve su carnal hondura,
temblando, y en su gruta reverencio
mi atea fe, mi santidad impura,
pues al amarnos juntos, en la sombra,
conjuramos un dios que no se nombra.

Como una barca sola se recrea,
surta sobre el océano calmado,
y apenas en su plácida marea
mueve la quilla, péndulo cansado,
y una brisa indolente la rodea
con olas de perfume soleado,
me dejo reclinarme sobre el pecho
de mi diosa, cayéndome en su lecho.

Y termino fundido con mi amante,
mi Astarté, mi galaxia liberada,
y en su cuerpo de lirio jadeante
descubro la materia desbocada,
más hermosa que el reino fulgurante
de la noche desértica y helada,
conociendo su diáfano misterio
debajo de su enorme planisferio.

1 comentario:

Francisco Fortuny De Los Rios dijo...

excelente. te invito a darte un paseo por mi Fábula del Nuevo Trvador