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jueves, 16 de abril de 2020

Dos lumbreras nacionales

Afiche de la película La cruz y la espada (1934).

Aprovechando un rato de hastío domiciliario, entro en la página web del magacín XL Semanal, por la curiosidad malsana de saber qué dicen las dos grandes lumbreras del periodismo español, Arturo Pérez-Reverte y Juan Manuel de Prada, en esta difícil época de pandemia (por favor, entiéndase el apelativo de “lumbreras” en tono de ironía). Supongo que voy a encontrarme con algún florilegio de ideas ridículas o insensatas, pero la gracia de leer a estos dos personajes consiste en asombrarse con los desbarros que entregan al mundo como grandes cosechas del espíritu humano.

Me voy primero a la columna de Juan Manuel de Prada, a quien solía leer con cierto interés hace mucho tiempo. Como si lanzara su homilía desde el púlpito de una iglesia vieja, de maderas ennegrecidas por el humo de los cirios, De Prada sostiene que la declaración del estado de alarma en España, con su recorte de derechos, supone la última consecuencia de nuestro abandono de la fe católica y que la anunciada renta mínima será una limosna del Estado a cambio de la renuncia a nuestras libertades. Pero el san Agustín del periodismo español no se detiene en esta fraseología apocalíptica, sino que busca la manipulación de la historia y de la actualidad como remate para su columna.

De este modo, el periodista y escritor afirma que la Iglesia católica, en otros tiempos, dirigía la lucha contra la peste y otras pandemias. En cambio, una lectura atenta de la historia demuestra que a menudo la Iglesia se ha dejado llevar en situaciones similares por el miedo y la impotencia: cuando la peste negra azotaba a toda Europa, en el siglo XIV, muchos sacerdotes y monjes huían de los apestados y les negaban toda ayuda para no contagiarse. Esta actitud favoreció que, después de la peste, grandes sectores de la población europea perdieran la confianza en la Iglesia y sus instituciones, impulsando el avance del humanismo secular en la era del Renacimiento.

Por último, De Prada se lamenta de que la sociedad española, sierva de Satanás, obligue a los enfermos de coronavirus a morir sin sacramentos. Nada se encuentra más lejos de la realidad que sus lamentaciones, pues en ningún momento se han cerrado las puertas de los hospitales a la Iglesia. Basta dar un ejemplo: en la comunidad de Madrid, la región española más afectada por la pandemia, hay más de 100 sacerdotes que prestan sus servicios en los hospitales y 80 en los mortuorios: se trata de la Iglesia más humilde, la que se enfrenta de manera directa al sufrimiento humano, mientras las jerarquías eclesiásticas y sus acólitos pontifican desde cómodos sillones.

A continuación, hago clic en la columna de Arturo Pérez-Reverte: después del monje de pega viene el soldadito de plomo. Al menos sé que voy a reírme algo con sus malos consejos de veterano de guerra impostado y sus disfraces de viejo cínico que aparenta saberlo todo, como si por fin alguien hubiera tocado el fondo oscuro de esa caja de sorpresas llamada mundo, cosmos o universo, para revelarnos todos sus enigmas y arcanos.

En esta ocasión Pérez-Reverte confiesa que, si alguno de sus amigos atraviesa un momento dulce en la vida, ya sea en lo personal o en el trabajo, le regala una semiesfera de vidrio que guarda una miniatura del Titanic a medio hundirse, para recordarle que su buena suerte y su dicha, como el famoso barco, pueden irse al carajo en cualquier momento. Desde la incredulidad y el asombro, me pregunto quién necesita enemigos cuando se relaciona con seres de luz como este famoso escribiente de Cartagena, que desea atormentar a sus amigos o tratarlos como imbéciles, pues toda persona inteligente ya sabe por sí misma que la vida está llena de altibajos.

Al mismo tiempo, me pregunto las razones últimas de semejante conducta, en la medida en que dice mucho sobre la psicología del autor, incluso cuando solo consistiera en una ficción literaria creada para llenar una página en blanco. Imagino que Pérez-Reverte disfruta (o al menos podría disfrutar) aguando los triunfos de sus amigos con malos presagios o sintiéndose una inteligencia superior a los demás cuando les recuerda la fragilidad intrínseca de la condición humana. Sea como sea, hace falta alojar mucha bilis en el corazón para deleitarse con esos placeres de baja estofa. Yo tiraría su regalito en un contenedor de vidrio, pues al menos el desdichado objeto se merece una segunda vida más útil para la humanidad.

Como colofón de su discurso, Pérez-Reverte sentencia que estamos sufriendo la pandemia del coronavirus porque vivimos adormilados en una alegre frivolidad y no pensamos en los desastres como el naufragio del Titanic, a diferencia de su revertiana persona, que se ha ganado el derecho a aleccionarnos con sus testículos morenos de macho ibérico y de falso veterano de guerra. Sin duda, cualquier sociedad humana debe pensar en los desastres desde el punto de vista de la prevención, pero, si viviéramos obsesionados con la idea fija de que se avecina un desastre, como sueña el escribiente de Cartagena, los desórdenes mentales que derivan del miedo y la ansiedad nos empujarían al suicidio masivo tarde o temprano.

En suma, De Prada y Pérez-Reverte, desde las yermas cumbres del periodismo nacional, representan de forma deliberada o inconsciente los dos grandes símbolos y personajes de la España más tradicionalista: la cruz y la espada, el cura y el militar (eso sí, en ambos casos de forma vicaria, a través de la escritura, pues quizá ninguno tuvo el coraje suficiente para afrontar los riesgos de su vocación, aunque el uno se deshaga en loas a la santa madre Iglesia y el otro en panegíricos a los guerreros españoles de todos los tiempos). Después de haberme ilustrado con semejantes luminarias, creo que me conviene más cerrar los ojos y perderme, aunque solo sea con el pensamiento, en la oscuridad infinita de la noche.

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