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domingo, 1 de septiembre de 2024

La conquista de Perejil

El islote de Perejil. Fuente: Wikipedia

(Romance satírico sobre el incidente militar del islote Perejil, que se produjo entre España y Marruecos en 2002)

Al alba y con viento duro
de levante, según dijo,
con facundo y ampuloso
verbo, Federico Trillo,

nostálgico de batallas
en su cargo de ministro,
ya que las armas no prestan
lo que un asiento mullido,

salieron de sus cuarteles
helicópteros de brillo
marcial, surcando los aires
en buena tropa de cinco,

y aterrizaron, valientes,
en un islote maldito,
yermo que moros aviesos
reclaman para su avío,

como si, lejos de cacos,
en él hubiese escondido
sus riquezas y tesoros
Alí Babá con ahínco.

Las matas de perejiles
nacen de su feo risco;
nada posee su gruta
sino ratones y bichos.

Los pajarracos de lata
vomitaron, de improviso,
toda su fútil jauría
de españoles efectivos,

cuyas lenguas alertaban:
“¡Oíd, ocupas indignos!
¡Venimos a desahuciaros
del hispánico dominio!”

Viéndolos, entre bostezos,
les dijo un guarda morisco:
“No importan las amenazas,
pues no me iré de este sitio,

“donde no paso trabajos
y, de lunes a domingo,
se come sardina fresca
y a veces algún cabrito.

“Deponiendo los fusiles,
probad mis yerbas, amigos,
y hagamos todos las paces
con cigarros divertidos”.

Estudiaron tal oferta
los hispanos, indecisos,
pero un soldado chulesco
respondió, mal avenido:

“Yerba tenemos de sobra.
¿No sabes, tonto morillo,
que en ciertas operaciones,
pasados los decomisos,

“catan algunos agentes,
maestros en el oficio,
la gran hierba de Ketama
y otros manjares prohibidos?”

“En legales contrabandos,
la pasan de tapadillo,
para que gocen sus cuerpos
de todo lo intervenido”.

Tras arenga semejante,
los españoles, a gritos,
apuntaron sus fusiles
con ademán aguerrido,

y así los moros gendarmes,
dispersos y mal provistos
de municiones, quedaron
cercados en aquel sitio.

Los hispanos detuvieron
a sus pares enemigos,
que subieron, esposados,
a la proa de un barquillo;

navegaron hasta Ceuta,
llevándose los cautivos,
para darlos a la guardia
civil en un cuartelillo.

Su parte de guerra tiene
frases de cabo interino,
deslizando su nostalgia
de pretéritos indignos:

“Hoy, que los moros felones
de Perejil han caído,
las tropas han alcanzado
sus últimos objetivos”.

Poco después liquidaron
el sainete, sin castigo,
y a sus jefes marroquíes
los entregaron, cumplidos.

¡Tiemblen Cortés y Pizarro
con las proezas de Trillo!
¡Qué circo de valentía!
¡Qué derroche de heroísmo!

Las cabras de ese peñasco,
miedosas de tanto ruido,
se enloquecieron al punto
sobre el islote maldito:

las más hábiles de todas
hallaron algún cobijo,
retirándose en el borde
tenue de los precipicios;

otras al agua cayeron,
tirándose con ahínco,
y acabaron sus jornadas
en acuático suicidio;

pero las más infelices,
aplastadas ante el brío
de helicópteros audaces,
reventaron sobre el piso.

Las cabras que no murieron,
después del grave litigio,
se temían el retorno
de los primates malditos.

Haciendo su parlamento
sobre la cima del risco,
pensaron cómo zafarse
de ese caos imprevisto.

Y acordaron que debían,
con bélicos ejercicios,
copiarse de los humanos
en sus impulsos malignos.

Pero disentían, luego,
sobre el método más fino
para hacerse imitadores
de tales desaprensivos.

Y así pasaban las horas,
intercambiándose dichos,
hasta que en graves acentos
hablara un canoso chivo:

–“Si buscamos que nos vean
como primates indignos,
más pícaros y ladrones
que los monos berberiscos,

“hagamos con dos armadas
el contencioso caprino,
separándonos en greyes
de cristianos y moriscos,

“y veremos cómo luchan,
en pugilatos divinos,
el fantasma de Mahoma
con la quimera de Cristo,

“ya que los necios primates
inventan dioses y mitos
y así conceden, a gusto,
rienda suelta a sus cuchillos.

“Empecemos hoy la guerra
con dos clanes enemigos:
Perejil será teatro
de este baile de peligros;

“y al fin seremos las cabras
–émulas tontas de simios–
españolas o marruecas
en carnaval fronterizo”.

Salieron a acometerse
dos ejércitos de chivos,
golpeando sus cabezas
con sus cuernos retorcidos;

también se daban de coces
en sus pellejos caprinos,
de tal manera que muchos
tropezaban al descuido.

“¡Que Santiago Matamoros
confunda a los enemigos!”,
clamó un chivo que salía
con ardiente fanatismo.

“¡Que el gran Mahoma fulmine,
sin piedad, a los impíos!”,
vociferó, dando coces,
algún islámico chivo.

Fue cargándose el islote
de cabrones malheridos,
hasta que el chivo canoso
los abroncó, dando gritos:

“¡Frenemos esta locura!
¡Si de este modo seguimos,
no quedará ni una cabra
con aliento sobre el risco!”

Las cabras todas oyeron
sus alarmantes avisos
y, con gesto de vergüenza,
volvieron a sus caminos.

Y, mientras daban emplastos
de yerbas a sus heridos,
con lapidarios aplomos
alzó la voz un cabrito:

“Seamos bien de Marruecos
o bien de España, nacimos
en esta roca pelada
que forma nuestro dominio;

dejémonos de banderas,
de Mahomas y de Cristos
y, comiendo perejiles,
vivamos todos ahítos”.

Así terminó la guerra
de Perejil, con suspiros,
en trifulca de soldados
y matanza de caprinos.

Quedó la roca pelada,
yacente en sordo litigio,
propiedad indiscutible
de las cabras y los chivos.