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viernes, 29 de diciembre de 2023

El vigilante

La ronda de noche. Óleo sobre lienzo de Rembrandt (1642).

Hace un par de días, murió un vigilante del bingo situado frente a mi casa, con el que yo mantenía una cierta amistad. Le agradaban mucho los perros, hasta el punto de que solía repartir golosinas para mascotas entre algunos animales que pasean por la zona con sus dueños. Habituado a semejantes dádivas, mi perro solía tirarme de la correa para llevarme hasta la puerta del garaje del bingo, donde el vigilante pasaba tardes y noches haciendo guardia, y esperar a que le diera la golosina de aquel día. La costumbre de la golosina favoreció que los dos conversáramos a menudo sobre las cosas de la vida cotidiana, con una familiaridad propia de buenos amigos. Debido a su profesión, conocía bien el submundo marginal que forma parte del barrio de Salamanca y sus contornos. Muchas veces me enteré de los sucesos del barrio gracias a nuestras conversaciones. Un mes antes de su muerte, comenzó a sentirse mal. Visitó a su médico y le diagnosticaron diabetes. Después de recibir ese primer diagnóstico, su salud cayó en picado. Lo ingresaron en el hospital, a la espera de un diagnóstico definitivo, y en apenas tres semanas falleció de un cáncer galopante, cuya metástasis había asaltado varios órganos de su cuerpo. La enfermedad se había desarrollado sigilosamente, sin causarle síntomas hasta su etapa final. Ante la falta de noticias, pregunté la semana pasada por el vigilante en la puerta del bingo y uno de sus compañeros me dijo que lo habían sometido a sedación, bajo pronóstico reservado. “Mala señal”, pensé en aquel momento. El pasado martes por la noche, un taxista que suele moverse por la zona, llevando y recogiendo clientes del bingo, me confirmó su fallecimiento. Muerto a los setenta años, no pudo ni siquiera disfrutar de su jubilación. Pretendía jubilarse en 2024, pero los relojes ocultos de la biología desbarataron sus planes.

Ayer por la tarde, acudí a su funeral en el moderno tanatorio de Santa Lastenia. El tanatorio linda con el cementerio del mismo nombre, una necrópolis municipal cavada sobre una yerma ladera con vistas al océano, junto al polígono industrial de El Mayorazgo. Había un sol deslumbrante y un cielo despejado, que se han vuelto frecuentes en este anómalo otoño-invierno que se vive en Tenerife, pero que resultaban ilógicos e impíos en aquella tarde. A través de los años, he acudido más de lo que me gustaría a velatorios y sepelios. Querría que en mi vida hubiera más celebraciones felices, como bodas y similares, en vez de ritos fúnebres, pero de cualquier forma la gratitud al vigilante me obligaba a presentarme. Entré en la sobria capilla del tanatorio, justo cuando se iniciaba la ceremonia. El féretro descansaba a la derecha del altar, alistado para el último viaje. Se me hacía casi imposible pensar que el vigilante, el mismo que me saludaba con alegría hace un mes, ahora estaba dentro de esa caja de pino. Sentados en los bancos de la capilla, se encontraban su viuda, su hermana, su hija y algunos otros parientes. Ninguno de sus compañeros de trabajo había acudido a la ceremonia. Aparte de su familia, solo habíamos aparecido un taxista jubilado, vecino del barrio de Salamanca, y yo. Cuando el cura dijo el nombre del vigilante en la ceremonia, lloré sin remedio. ¡Cuántas veces habíamos ido mi perro y yo, con júbilo, a buscar las golosinas en la puerta del bingo! Me cuesta ya demasiado pensar en cielos, purgatorios o infiernos, pero sigo imaginando la ultratumba, de alguna forma, como un apacible descanso de las fatigas mundanas.

Una vez terminado el responso, el cura asperjó el féretro con agua bendita y enseguida se abrió una trampilla mecánica, por la que el ataúd bajó de forma automática al sótano del tanatorio. Desde el sótano lo enviarían al horno crematorio para su incineración. Aquel mecanismo, que ya había observado en otros funerales celebrados en el mismo tanatorio, me resultó macabro. Parecía que al difunto se lo tragase la tierra, como le acontece al don Giovanni de Mozart en la penúltima escena de esa gran ópera, cuando el fantasma del comendador llega a su casa para buscarlo. Considero mucho más digno y honroso que el féretro salga del templo a la vieja usanza, cargado en comitiva fúnebre, hasta la tumba o hasta la puerta del crematorio. La trampilla se cerró en cuestión de segundos. Eso fue todo. Cada vez que me veo obligado a acudir a un funeral, mi cabeza se llena de preguntas y reflexiones. Pienso en la fragilidad absoluta de la memoria, en lo rápido que olvidamos y nos olvidan los otros. Un hombre pasa casi cuarenta años trabajando como vigilante de seguridad en un bingo, desde las cinco o seis de la tarde hasta las dos o tres de la madrugada, cumpliendo sus tareas a cabalidad, entregando buena parte de sus energías físicas y mentales a una empresa que no le pertenecía; y al fin, cuando muere con las botas puestas, sus jefes y sus compañeros de trabajo ni siquiera acuden a darle un último adiós en la capilla del tanatorio. La empresa entendió que había cumplido pagando tres coronas de flores. Sin embargo, en aquel momento parecía como si la humanidad de aquel vigilante careciera de toda importancia. Salí del tanatorio con la mirada pesarosa y el gesto sombrío, pensando que debería hacer algo relevante en la vida y que no debería perderme ninguna ocasión para disfrutarla.