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En la mañana de Nochebuena, salgo a dar un paseo, como de costumbre. En los últimos meses, caminar por toda la avenida marítima, escuchando música a través de mis auriculares y meditando sobre pensamientos más o menos agradables (por ejemplo, la idea de una futura estancia en Inglaterra), se ha convertido en una de mis distracciones favoritas. Cuando recorro un largo trecho a solas, bajo los grandes laureles de Indias centenarios que sombrean la avenida, inhalando su aroma balsámico, todas mis inquietudes se calman y siento un profundo sosiego. Allí, en la avenida marítima, me encuentro con un artista callejero, un dibujante que muestra sus obras tendidas en el suelo de la calle. Parece extranjero; por su cabello rubio y su tono de piel, entre rosado y pálido, sospecho que tal vez proceda de algún país eslavo. Sus dibujos me recuerdan mucho al art brut o arte marginal: un arte elaborado fuera de los ámbitos oficiales de la cultura por individuos absolutamente ajenos a ellos, como los enfermos mentales (aunque no todos los artistas encuadrados en esta corriente padecieron enfermedades mentales). Así, algunos de ellos me traen a la memoria los de Adolf Wölfli, dibujante suizo internado en un hospital psiquiátrico de Berna, quien plasmaba sus visiones fantásticas con lápices de colores sobre papel, o los cuadros de Jean Dubuffet, quien imitaba en sus obras el estilo ingenuo y tosco de los dibujos infantiles. Pensando en las difíciles circunstancias en las que viven muchos artistas, le compro un dibujo que representa la isla de Tenerife, por los tres euros que pide a cambio de él. Poco le ayudaré con tres euros, pero sí algo más que limitándome a dirigirle una mirada indiferente. En el dibujo puede verse una isla formada por dos volcanes de altura diferente, uno más alto a la izquierda y otro más bajo a la derecha; sobre las faldas del segundo, se apiña un enjambre de casas que recuerda a la capital insular.
Probablemente, los críticos de arte de las revistas culturales al uso fruncirían el ceño, considerando mediocres las obras de este dibujante, y pasarían de largo después de echarles un raudo vistazo, sin sentir siquiera un atisbo de piedad hacia su autor. Pero, ¿qué importan ahora los juicios de quienes se creen investidos de autoridad, con razonables motivos o sin ellos, para fijar los criterios que distinguen una obra de arte mediocre de una notable o genial? Ahora solo importan las emociones que ha despertado en mí la visión de este artista callejero; las órdenes imperiosas del corazón, que, como decía Pascal, tiene razones que la razón desconoce. Al fin y al cabo, ¿qué significan tres euros, tres vulgares monedas de níquel, comparadas con todo el esfuerzo de una vida de artista, sea éste o no mediocre, con todas las horas de trabajo paciente y minucioso que este dibujante habrá invertido en sus obras, y que tal vez nadie se detenga jamás a valorar con justicia? Acto seguido, intento iniciar una conversación con él, para saber algo de su vida. Con el tiempo, he llegado a la convicción de que ciertas personas situadas en los márgenes de la sociedad, como los artistas de las calles o los viajeros nómadas, son algunas de las más interesantes que pueden conocerse, pues han rehusado los prejuicios de la mayoría y atesoran un denso caudal de vivencias. Por lo tanto, ofrecen a quienes hablan con ellas una visión del mundo muy diferente a la convencional. Sin embargo, el dibujante no domina demasiado bien el español y no entiendo del todo sus palabras. Apenas logro intercambiar con él algunas impresiones, así que me apresuro a terminar la conversación y me despido cordialmente de él. No es ésta la ocasión más favorable para el diálogo. Después, al llegar a casa, deposito el dibujo, discretamente, en un cajón de la mesa de mi dormitorio, a falta de un lugar más adecuado para guardarlo, pues en casa me encuentro cada vez con más problemas de espacio, sobre todo a la hora de colocar libros en las estanterías y cuadros en las paredes.