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miércoles, 24 de enero de 2018

El papa no duerme solo

El ángel caído. Escultura en bronce de Ricardo Bellver. Parque del Retiro (Madrid). 

(Tragicomedia en un acto) 

(Cuando se abre el telón, aparece una región de montañas desérticas cuyas cimas se cubren de espesas nubes grises y negras: esta imagen se puede proyectar sobre el fondo del escenario. Toda la escena deberá quedar semioscura, salvo un foco que ilumine el centro cerca del público, donde se encuentra Lucifer. Viste un traje de pantalón, chaqueta y camisa negra, a la usanza de un mafioso siciliano. A su lado hay una silla de madera, que empleará para sentarse de vez en cuando a lo largo del espectáculo.) 


LUCIFER.–Hace muchos, muchos años que vivo en este mundo tenebroso. Hace siglos, milenios, eones. Ya no recuerdo ni cuándo ni cómo vine a este reino de lagos de azufre y cavernas interminables. Dicen… dicen que me arrojaron del paraíso, donde vivía con los ángeles, pero yo no recuerdo nada. (Camina por el escenario.) No conozco nada salvo estos despeñaderos cuyo fondo se pierde en las tinieblas, estas lagunas de brea que alimentan llamaradas infinitas, estas minas donde yacen todas las riquezas imaginables, pero que nadie podrá llevarse jamás. (Sarcástico.) ¡Todo un hotel de cinco estrellas! El amo, siempre generoso, me ha concedido un retiro de lujo envidiable. (Con orgullo.) Soy el único dueño, el único habitante de todo este reino. Según dicen los teólogos, en este mundo viven, además de mí, los otros demonios y los réprobos (es decir, las almas de los condenados), pero jamás he tenido el gusto de conocer a ninguna de todas esas criaturas. (Irónico.) ¡Servicio de habitaciones! Por favor, traigan un réprobo a la habitación número seiscientos sesenta y seis. Necesito compañía. (Al público.) No seáis malpensados. Solo quiero un rato de conversación. 

(Silencio.) ¿Nadie responde? ¿El servicio de habitaciones no funciona? (Serio.) Desde que tengo memoria vivo en la más aterradora de las soledades. Parece como si me hubieran vendado los ojos y sellado los oídos para no ver ni oír a nadie. A veces me adentro en las galerías subterráneas, hasta donde llegan mis fuerzas, y grito preguntando si hay alguien ahí, pero mis gritos siempre se desvanecen en el silencio. No entiendo por qué. (Desesperado.) ¿Por qué? ¿Por qué? (Recupera la calma.) No entiendo nada. Dicen que yo me rebelé contra el amo, contra el rey del universo. Dicen… Dicen… Pero… ¿cómo tengo noticia de semejantes hechos, si no he conversado jamás con nadie, salvo conmigo mismo, en este mundo tenebroso? Tal vez he perdido la memoria y ya solo me quedan algunos recuerdos. Intentaré ordenarlos, para no caer en el espanto de la amnesia. Yo era el más hermoso y sabio de los ángeles, el que mejor conocía los arcanos de las esferas celestes, el favorito del amo.

(Con admiración.) ¡Ah, el amo! Todos los ángeles, reunidos en coros, le adorábamos sin descanso, cantando sus alabanzas. Querubines, serafines, tronos… Dominaciones, virtudes, potestades… Principados, arcángeles, ángeles… ¡Ah! Cuando lo rememoro siento nostalgia del paraíso. ¿Cómo pude alejarme de allí? (Con entusiasmo.) El amo fulguraba con una luz blanca, más fuerte que la de todas las estrellas, más cegadora que el sol en un día de verano. Yo vivía anegado en aquella luz, borracho de su claridad maravillosa, como las moscas ahogadas en el vino. (Silencio.) Nunca vi el rostro del amo. El resplandor me impedía distinguirlo. En realidad nunca supe quién era el amo. Solo veía su irradiación, así como se divisa, en el oscuro silencio de la noche, el parpadeo de una estrella situada a miles de años luz, acaso muerta ya cuando los ojos la reconocen.

Ahora no dejo de preguntarme si el amo existe de verdad o sólo se trataba de una ilusión de mis sentidos. Desde mi caída en este mundo, jamás he visto ninguna señal de su presencia. Jamás he visto su luz cegadora ni oído su voz de trueno. A veces pienso que él no me ha creado a mí, sino que yo lo he creado a él, porque en el fondo yo necesitaba un amo y un enemigo. Sin el amo no sabría quién soy, así como la sombra necesita la luz para definirse. Pero no debo perderme en divagaciones. Debo recomponer la historia, la historia de mi caída, para entender por qué vivo aquí, en este mundo tenebroso. (Con voz sugerente, evocadora.) Yo estaba allí, en el paraíso, adorando al amo de rodillas, con absoluta devoción y entrega, como si toda mi existencia dependiera de aquella adoración… Ahora, sin embargo, no entiendo por qué el amo necesita que lo adoren. ¿No se basta a sí mismo con sus divinos atributos? (Acusatorio.) ¿Su vanidad no se colma de otra manera? Quizá por eso manda a los hombres que realicen toda clase de sacrificios: que degüellen palomas, gallinas o cabras; que se den latigazos hasta hacerse ríos de sangre; que le dediquen imágenes y santuarios fabulosos, labrados con los materiales más caros; que paguen con los frutos de su trabajo la holgazanería de los sacerdotes. ¿No bastaría una plegaria sencilla, unas palabras de agradecimiento? ¡No! Su vanidad no se conforma con lo sencillo: necesita ofrendas enormes y aparatosas.

Además, ¿por qué los hombres deberían agradecerle nada? Nosotros, los demonios que fuimos ángeles, disfrutábamos en el paraíso de la paz infinita, de la ausencia de todo sufrimiento. Pero los hombres, en la tierra, sufren todas las calamidades posibles desde la cuna hasta la sepultura. Hambre, miseria, enfermedades, sequías, inundaciones, terremotos… Quedan aparte las desgracias que los hombres se causan entre sí, debido a su naturaleza criminal y egoísta. Hurtos, robos, engaños, mutilaciones, asesinatos, guerras, genocidios… (Sarcástico.) Y todo lo quiere su voluntad, la voluntad sapientísima del amo. ¿Por qué habrían de estarle agradecidos? Tiene suerte el amo de que los hombres, todas las mañanas, no blasfemen a coro maldiciéndolo por las desgracias de la tierra. (Parodiando a un creyente.) ¡Gracias, amo! ¡Gracias por la lluvia de mierda que has derramado sobre nosotros! (Recuperando la seriedad.) De todas formas, tampoco le molestaría demasiado. ¿Cómo una blasfemia, un grito perdido en lo vasto del universo, en los años luz del espacio sideral, ofendería a un ser como el amo, todopoderoso, sin comienzo ni fin, más grande que todos los océanos de estrellas imaginables? Más bien debería recibirla con tranquila indiferencia, como la gota de rocío que cae sobre el lomo de un elefante.

(Reflexivo.) Pero… ¿de qué sirven las quejas? Cuando se manifiesta un mal, solo se puede buscarle remedio o sufrirlo con paciencia: nada más. De nada sirve que los hombres recen o blasfemen bajo la vista del amo, pues hace mucho que guarda silencio sobre sus males. Si quisieran aliviar sus fatigas, deberían olvidarse del amo para socorrerse los unos a los otros. (Pausa.) Y a mí… ¿quién me socorre a mí? Debo ser mi propio socorro, para no sufrir más allá de lo necesario en este mundo tenebroso, llamado… ¿Cómo se llama? (Duda un segundo.) ¡Infierno! Se llama infierno. Había olvidado hasta su nombre, pero ya voy recordándolo todo. He de seguir poniendo mis recuerdos en orden… ¿Por qué, por qué caí en el infierno? Si el nombre de las cosas indica su esencia, sabré por qué he caído en el infierno cuando recuerde el origen de mi nombre. Lucifer... ¡Lucifer! ¿De dónde viene ese nombre melodioso, que ahora nadie pronuncia sin espanto?

(Asombrado, como si hubiera realizado un gran descubrimiento.) ¡Lucifer, el portador de la luz! Yo era el portador de la luz, el hijo de la aurora, antes de que el amo enviara a sus sacerdotes para cambiar la religión de los hombres. Yo volaba sereno a través del espacio infinito, acompañando la salida de la aurora, y los hombres me reconocían en el lucero de la mañana. Mi hermano era Véspero, el lucero de la tarde. Pero los sacerdotes del amo, alterando las costumbres humanas en su beneficio, degradaron mi nombre. Dijeron a los hombres que soy el maligno, una criatura abominable que los incita al pecado noche y día. (Con amargura.) ¿A quién podría tentar yo desde aquí, desde mi agujero de miserias? Tengo un destino incluso mejor que el de los enfermos incurables o los condenados a muerte. ¡No puedo quejarme! Ellos descansan tarde o temprano, cuando lanzan el último suspiro; en cambio, yo soy inmortal, como todos los ángeles, así que no veré jamás el fin de mis penas. (Pausa.) Los sacerdotes hablan de mí sin descanso, pero... ¿hablaron alguna vez conmigo? ¿Alguna vez me invitaron a tomar café en la sacristía? ¿Acaso me conocen? (Iracundo.) ¡No! Todo lo inventaron para difamarme según sus intereses. Los sacerdotes querían acabar con el paganismo romano para conseguir el triunfo de su nueva religión. Saquearon los templos de bellas columnas; redujeron a polvo las estatuas de mármol; echaron las fábulas de los dioses antiguos a las llamas... y los convirtieron en personajes odiosos.

(Melancólico.) En el fondo soy un viejo mito distorsionado, una imagen borrosa en el espejo deformante de la historia. Nada más. Me han llegado noticias de que, allá en la tierra, algunos locos celebran rituales descabellados en mi nombre. Se habla de estrellas de cinco puntas, cruces invertidas, reuniones en lugares apartados a la noche, sacrificios de gallos... ¡Ingenuos! No saben lo que hacen. Pretenden rebelarse contra el amo y los sacerdotes, pero han caído víctimas de su mismo engaño. El culto que se rinde al amo quieren rendírmelo a mí, con sacerdotes, ofrendas, alabanzas... pero no se dan cuenta de que solo rinden culto a sus propias ilusiones, a los delirios de sus mentes enfermas. ¡Satánicos del mundo, uníos! Así los hombres no podrán distinguiros de los sacerdotes. (Al público, sarcástico.) ¡Adoradme! ¡Adoradme! ¡Rendíos a los encantos de Lucifer, Satanás, Moloc, Belcebú! Pedidme toda clase de favores. (Parodiando a un creyente, como si orara de rodillas.) ¡San Lucifer maldito, hazme poderoso y millonario! Dame licores, cocaína, putas en abundancia: ¡regálame todos los vicios imaginables! Sacrificaré en tu honor al cura de mi barrio. (Al público de nuevo.) Vosotros, ingenuos mortales, creéis que yo puedo concedéroslo todo, que reúno poderes infinitos, pero soy todavía más pobre y desgraciado que vosotros. ¿Qué puedo hacer desde este agujero, salvo desesperarme?

Debo seguir recordando mi historia... Un día yo conversaba con el amo en el paraíso. Como os había adelantado, yo era su ángel favorito. Él y yo manteníamos largas conversaciones... ¿Qué digo? Se trataba de monólogos interminables, en los que el amo se prodigaba, como si diera un discurso, y yo me limitaba a asentir a lo que me decía. Algunas veces, cuando se aburría en su trono celeste, me contaba la historia de su pueblo elegido, Israel, con todo lujo de detalles. Los ángeles, a diferencia del amo, no tenemos el don de saberlo todo, y las noticias de la tierra nos pasan inadvertidas a menos que el amo nos haga conocerlas. En aquel tiempo yo creía sinceramente en las palabras del amo. Creía que la burra de Balaam había hablado a su dueño o que Ezequiel había cocido su pan con mierda humana por mandato divino. Sin embargo, cuando caí del cielo, anduve una temporada sobre la tierra, caminando sin rumbo hasta que di con la boca del infierno. Como el judío errante, vagué de una ciudad a la otra, de un país al otro, de un hemisferio al otro, caminando como un peregrino o colándome en autobuses, en trenes, en barcos, en aviones... donde mi astucia me llevara.

Entré en las bibliotecas nacionales de medio mundo y leí sus volúmenes hasta cansarme la vista. Descubrí entonces que la mayoría de las historias del amo no eran más que fábulas ingeniosas. El mundo se desarrolló con asombrosa lentitud, a través de millones de años, como una montaña formada con un grano de arena cada mañana. Nada se creó en seis días, como aseguraba el amo delante de mí. Los hombres vinieron de los monos que juegan sobre las ramas de los árboles, desde el día que bajaron al suelo para comenzar una vida nueva. Adán no surgió de una masa de barro ni Eva de su costilla. Me reí del amo a carcajadas, y la naturaleza se me reveló tal como es, como una cadena de causas y efectos, sin ángeles ni demonios, sin milagros ni conjuros. Después de estudiar las ciencias naturales pasé a la historia, y ahí comenzó la segunda parte de mi desengaño. Descubrí que los judíos nunca huyeron del faraón a través de las aguas del mar Rojo. Descubrí que Jericó nunca había tenido murallas, pues era solo una pobre aldea de pastores. (Reflexivo.) Entonces comprendí que no se trataba de mentiras del amo, sino de fantasías de los hombres, y que no podía culparlos de su ignorancia. En los mitos buscaban el origen de las cosas cuando no se habían inventado los termómetros ni los microscopios.

(Pausa.) ¿Y en mí? ¿Qué buscan en mí cuando me nombran? Aún se ignoran a sí mismos casi del todo. Apenas los médicos empiezan a sondear los abismos del cerebro humano. Los sacerdotes me consideran el origen de la maldad, la fuerza negra que anida en un ladronzuelo y en un criminal de guerra. ¡Se confunden! Si cada mañana se mirasen al espejo, no me echarían la culpa de nada, pues se conocerían a sí mismos. (Pausa.) Yo no sé si me conozco bien, pero he tenido milenios de sobra para sentarme a pensar, mirando mi reflejo en oscuras lagunas de brea. ¿Y qué he descubierto? No he visto las horribles facciones de un monstruo, ni cosa alguna que pudiera asustarme, salvo mi desesperación. (El foco situado en el centro del escenario apunta a Lucifer con una luz intensa y directa.) He visto una criatura que un día fulguraba con su propia luz, como los ángeles. (La luz baja de intensidad hasta volverse mortecina. Acto seguido, un foco lateral apunta a Lucifer con una luz violenta, dejando una mitad de su rostro iluminada y la otra mitad en sombra.) Pero esa luz se ha apagado y ahora un claroscuro define su rostro, como sucede con el rostro de los hombres.

Una vez, el amo interrumpió sus monólogos para preguntarme si yo deseaba alguna cosa en especial. Me sorprendió: no solía hacerme preguntas. En el fondo, él esperaba escuchar de mí que yo no deseaba nada, que ya gozaba de la suprema felicidad en el paraíso. Sin embargo, me atreví a pedirle un deseo: que otorgara sus atributos divinos a todos los ángeles, para que los habitantes del paraíso decidiéramos en asamblea sobre el orden y el destino del universo. Usando la fuerza de los ángeles, yo quería convertir la tierra en un espejo del cielo, en ese paraíso del que, según la vieja fábula, el amo desterró a Adán y a Eva. Hay demasiados males en el universo para cruzarse de brazos. Soñé que el paraíso debía ser una democracia en vez de una monarquía absoluta. Yo quería impedir la destrucción progresiva del universo, revocando la ley de la entropía, para que las galaxias no se acaben desintegrando en una muerte oscura. Si yo lo hubiera logrado, el universo se habría confundido con el paraíso, creando una república infinita y eterna, envuelta en la luz de todos los ángeles. (Al público.) ¡Imaginad! ¡Imaginad! No habría sufrimiento. No habría muerte. No habría tiempo lineal: ni pasado, ni presente, ni futuro, sino un flujo maravilloso de eternidad replegada sobre sí misma.

Pero el amo se negó en redondo. Su infinita vanidad no soportaría que nadie mejorara su gran obra. Quería todo el poder para sí mismo. Temía que sus ángeles lo destronasen, que lo arrojasen al abismo infinito de la nada. Desconfía de sus criaturas, aunque él mismo las haya creado. Tal vez nos mira como reflejos de sus propias miserias. Algunas veces sospecho que el amo no es todopoderoso, como dicen los ángeles en sus alabanzas. ¿Y si no fuera más que un demiurgo genial y desmañado, un artista desigual, que produce maravillas y desastres a la vez? (Al público.) Mirad la tierra, por ejemplo. Vaguadas, montes, llanuras de relieves amenos... Manantiales, ríos, lagos, océanos de corrientes infinitas... Cielos azules en el día y estrellados en la noche... Vegetales de todas las formas y colores posibles... Animales insólitos desde los fondos marinos hasta las cumbres de los montes... (Pausa.) Pero mirad ahora con más detalle. Desastres naturales, dolencias, deformidades, muertes prematuras, aniquilaciones en masa, luchas feroces por la vida... ¿Se trata de la obra de un buen artista? (Se sienta.) De vez en cuando, siento una profunda tristeza, un dolor que no parece tener motivo. (Llora silenciosamente, cubriéndose el rostro con las manos.) Pero en el fondo sé por qué lloro. No lloro por mí, sino por el universo. Lloro por los males que ha sembrado el amo en el universo. Lloro por los dolores de todas las criaturas.

Seguiré contando la historia de mi caída. Cuando el amo se negó a mis peticiones, decidí que había llegado la hora de rebelarme. Hablé con los nueve coros celestiales, y organicé a los ángeles en secreto, para que se rebelasen conmigo en una batalla sin precedentes. El cielo se desgarró en dos mitades, como un sayo azul cortado por una daga. Arriba, cerca del trono del amo, hacían guardia los ángeles fieles a la causa divina. Abajo, nosotros, los rebeldes, esperábamos el momento adecuado para comenzar la batalla. Éramos cientos, miles, millones de sublevados. Pensábamos que la victoria se nos daría con facilidad. Sin embargo, la suerte cambió de forma inesperada. Miguel, un arcángel que nadie conocía, aprovechó la rebelión en su beneficio. De inmediato se puso a la cabeza de los ángeles fieles al amo, sabiendo que, si me ganaba, el amo lo designaría jefe de todos los coros celestiales. Miguel, con su astucia, consiguió que el amo le diera todas las armas imaginables para combatirme. Hubo disparos en el paraíso. Columnas de fuego atravesaron el cielo, como si estallaran todas las bombas nucleares del mundo. El azul celeste se volvió tan rojo como la sangre.

Cada vez más ángeles rebeldes, intuyendo quiénes ganarían, se pasaron a las filas del amo. El amo no intervenía de forma directa en la batalla: se limitaba a mirar desde su trono cómo los ángeles combatían, como un césar que se divierte con los gladiadores en el circo. Mientras ambos ejércitos luchaban, subí a la región más alta del paraíso, donde el amo se sienta en su trono. El arcángel Miguel estaba delante del trono, cerrándome el paso con su sable de fuego. Le recuerdo con meridiana claridad. Los pliegues de su manto ondeaban como las aguas de los océanos. Sus alas refulgían con destellos dorados, más fuertes que las llamaradas solares. Sus ojos parecían estrellas azules, luminarias del fuego de san Telmo, brotadas en el frenesí de las tormentas. Miguel y yo decidimos batirnos en duelo, y acordamos que vencería el que arrojara al otro, desde aquellas alturas, hacia las regiones inferiores del paraíso. No recuerdo cuánto tiempo luché con Miguel: horas, días, meses, años, décadas, siglos, quizá milenios... Allí, en el paraíso, el tiempo no se mide con la escala de los hombres. Desde abajo, todos los ángeles nos miraban conteniendo la respiración. Su destino dependía solo de nosotros.

Sin embargo, mi resistencia desesperaba al amo, pues mi lucha con Miguel parecía interminable, y decidió arrojarme del paraíso para adelantar su victoria. Su poderosa mano me derribó, de un solo golpe, y me dejó caer a través de una sima abierta en el cielo. Me siguieron todos los ángeles que habían luchado conmigo. El cielo se llenó de gemidos espantosos, como si lo cubriera una bandada innumerable de cuervos. Lo último que vi fue la sonrisa de Miguel, el arcángel victorioso, que desde entonces ocuparía mi lugar en el paraíso. Caí, caí, caí como un pájaro fusilado en el aire, con el abandono de los derrotados. (Al público.) No podéis imaginaros la sensación de la caída. Aquella sima parecía no acabarse jamás. Llegué a pensar que mi condena sería una caída eterna, un eterno deslizarme a través del vacío, hasta que mis huesos chocaron con la tierra. Sentí la dureza del golpe en todas las fibras de mi cuerpo. Sin embargo, quedé ileso: ni siquiera tenía un solo rasguño en mis brazos, pues el amo ordenó que la muerte jamás venga a buscarme. Perdí la conciencia un rato; nada más despertarme, escuché una voz sonora que me dijo: "¡Busca la boca del infierno!" Por lo tanto, yo debía caminar sobre toda la tierra, sin brújulas ni mapas, hasta que un día viera la boca del infierno.

(Irónico.) Sin duda, el mío fue un despido improcedente. Ni siquiera recibí una carta de despido. No pude acudir a ningún juez ni tribunal ante la decisión del amo. Sus sentencias, como las de un monarca absoluto, son inapelables. En fin, ya sabemos que nadie puede comprender sus designios; se trata de un profundo misterio. (Pausa.) Después de mi caída, como ya os adelanté, anduve algún tiempo vagando por la tierra. Yo buscaba la boca del infierno, para tomar posesión de mi definitiva morada, pero tardé unos trescientos años en descubrirla. Durante ese peregrinaje, aprendí cuanto pude acerca de los hombres: sus leyes, sus gobiernos, sus creencias, sus costumbres... Desempeñé toda clase de oficios, algunos respetables y muchos infames. Ejercí de secretario, de botones de hotel, de camarero, de taxista, de vigilante de burdel... e incluso de chapero. (Pausa.) Sí, sí, chapero. (Irónico.) ¿Qué le vamos a hacer? El amo ni siquiera me indemnizó tras mi despido. Había que ganarse la vida como se pudiera.

Un día, en el curso de estos viajes, llegué a Roma, la ciudad eterna, donde el pontífice romano vive con su corte de cardenales, obispos, curas y monjas. Al principio trabajé de camarero en una trattoria romana, pero me despidieron a los seis meses. Había trabajado bien, incluso más horas de las que se componía mi jornada, pero el dueño del negocio no quería ponerme fijo. ¡Malditas políticas neoliberales! Desesperado y sin un céntimo, tuve que iniciarme en el mundo maravilloso de la prostitución masculina. Sabía que en Roma conseguiría clientes de sobra... Al fin y al cabo, cuando se rascaba con los dedos su fachada católica, se descubría la ciudad llena de pecado, la misma de las conjuras palaciegas y las orgías imperiales. (Al público, malicioso.) ¿Os imagináis dónde labré mi cartera de clientes, verdad? ¿No se os ocurre nada? (Pausa.) ¡En el Vaticano! La hice en el Vaticano. Los curas desesperados eran mis clientes más asiduos. Cuando no podían aguantar más, acudían a mí para descargar sus bajos fondos. Solamente los viejos cansados o los hombres asexuales pueden guardar el voto de castidad sin problemas. Los demás necesitan desahogarse en la sombra, en la discreción de los burdeles. De lo contrario se vuelven locos. (Mirando hacia arriba.) ¡Oh, gran amo, rey del universo, cómo te gustan las contradicciones! Creaste a los hombres con deseos sexuales, pero demandas a tus sacerdotes un voto de castidad.

(Pausa.) Una vez que yo había decidido prostituirme, debía buscarme un nombre de guerra para mi nuevo oficio. Asustaría a mis clientes si me presentaba como Lucifer. Me decanté por el nombre de Giuliano, en honor de Juliano el Apóstata, el emperador romano que frenó el avance de la religión cristiana por algún tiempo. (Pausa.) Como en todo oficio, los comienzos me resultaron algo difíciles. Sin embargo, mi astucia me permitió diseñar una buena estrategia de negocio. Acudía a misa todos los días en la basílica de san Pedro. Me confesaba todas las semanas. Algunos curas ya me conocían después de varios meses. Yo los visitaba con frecuencia, con la excusa de que me dieran consejos espirituales, y procuraba ganarme su confianza. De este modo me abrían las puertas del Vaticano más allá de la basílica, pero también las de sus intimidades.

Me acuerdo especialmente de un cura: el padre Adán. Venía de España: si no recuerdo mal, de Valencia. De allí venía también, por cierto, la familia de los Borgia, de la que salió Alejandro VI, el pontífice más corrupto de la historia. El padre Adán hablaba con vehemencia en sus homilías, con una oratoria llena de fuego místico, pero yo sabía que ese cuerpo necesitaba algo más que oraciones. Una tarde, el padre Adán y yo paseábamos por los jardines del Vaticano, por caminos sinuosos que se abrían entre viejos pinos y setos recortados. Desde que el padre había terminado la misa de las once de la mañana, habíamos conversado largo rato de muchos temas, incluso de cuestiones personales. En un momento dado, se me ocurrió preguntarle si a los curas no les costaba mucho guardar el voto de castidad. Revestí mi pregunta de un tono de aparente inocencia, para conseguir la respuesta deseada. Me reconoció que sí, que a veces le costaba demasiado, y aproveché la ocasión para insinuarme delicadamente. Le entregué una nota con mi teléfono y mi dirección, y le dije que, si lo deseaba, podíamos vernos aquella misma noche. Se trataba de mi primer cliente de la Iglesia. ¡Adán cayó en mi trampa!

(Se ríe satisfecho. Se dirige al público.) De todas formas, Adán ya venía corrompido a mis brazos, así que no tenía demasiado mérito de mi parte. Según me confesó aquella noche, había fornicado con varios chaperos de Roma, pero ninguno le había gustado tanto como yo. Conozco los deseos más íntimos de los hombres, así que sé complacerlos cuando se acercan a mí. (Pausa.) Las cosas empezaron a andar como la seda tras un año de preparativos. Detrás de un cliente siempre venían más, pues los curas recomendaban mis servicios entre sus colegas, susurrando mi número de teléfono en el silencio de los claustros o en la penumbra de los confesionarios. Comencé a ganar muchísimo dinero, lo cual me permitió cambiar mi estilo de vida. Cuando comencé de chapero, vivía en una pensión de mala muerte, pero no tardé en alquilar un piso de lujo en el barrio del Trastevere, no demasiado lejos del Vaticano. Dejé de vestirme con ropa barata y comencé a frecuentar las tiendas de lujo, hasta el punto de que sus empleados ya me conocían al cabo de algún tiempo.

Las idas y venidas habituales de los curas resultaban sospechosas a mis vecinos, pero nadie se quejaba. Nadie quiere problemas con el Vaticano, con la mafia divina. Al fin y al cabo, Roma, así como está llena de pecado, lo está de hipocresía. Como dijo un sabio francés, la hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud. (Pausa.) En otra ocasión, me visitó un cura llamado Gabriele. Después de la sesión amatoria, nos fumamos un cigarrillo sentados en la cama, admirando las luces nocturnas de Roma desde la ventana que daba a la terraza de mi piso. Gabriele me reveló que era exorcista y se dedicaba a curar las almas de los endemoniados. Pero incluso los exorcistas, los que limpian a los hombres de todo mal, necesitan pecar de vez en cuando. Imaginad el goce que sentí sabiendo que un exorcista, sin darse cuenta, había fornicado con el mismísimo Lucifer. ¡Ardía de goce con todas las llamas del infierno!

(Pausa.) Sin embargo, hubo episodios aún más escabrosos en mi oficio de chapero. Cuando ya medio Vaticano me conocía, algunos obispos y cardenales comenzaron a llamarme a domicilio. Yo podría haberme negado y mandarles que siguieran viniendo a mi casa, pues los curas se enamoraban de mí con demasiada frecuencia. Podía hacer con ellos lo que me apeteciera. Sentía un inmenso goce cuando los dominaba. Nos entregábamos a las perversiones: vendas, arneses, cuerdas... ¡latigazos! (Da una patada en el suelo, con un gesto dominante.) Muchos habrían besado la fusta con la que yo los azotaba. (Pausa.) Todos me lo agradecían como perros. Algunos incluso me agasajaban con regalos carísimos: corbatas de seda, vinos franceses, relojes de oro. Yo me sentía fuerte, poderoso, incluso más que siendo el favorito del amo, pues la carne humana se entrega con absoluta devoción al objeto de su deseo. Los ángeles obedecen todo lo que se les manda, pero carecen de pasiones. Viven su eternidad en la apatía, como si los hubieran anestesiado. Son los funcionarios del cielo. En cambio, los mortales gozan y sufren con intensidad asombrosa, hasta el paroxismo. El orgasmo y el tormento dirigen el rumbo de sus pasos, como el norte y el sur de una brújula marina. Incluso necesitan sufrir para gozar, como la mayoría de mis clientes.

Pero... ¿qué iba diciendo? Me he perdido en mis digresiones. (Al público.) Perdonadme... si hay alguien que perdone a Lucifer. Os contaré la anécdota más escabrosa que me sucedió en mi etapa romana. Prestad atención. Como os iba diciendo, algunos obispos y cardenales me llamaban a domicilio. Algunos vivían en los palacios de la nobleza romana, convertidos en grandes apartamentos de lujo; otros ocupaban los edificios del Vaticano, ese ridículo país de miniatura, esa monarquía papal de juguete. Un cura de cuyo nombre no me acuerdo, que ejercía de secretario de un cardenal, me llamó un día y me pidió lo siguiente, a media voz: "Giuliano, ven esta noche a visitarme en el palacio del Santo Oficio. Te pagaré generosamente". Acepté sin dudarlo. El cura envió un coche oficial del Vaticano para recogerme en la puerta de mi casa. Me pidió que además le trajera cocaína. Hablé con un conocido mío, un pequeño traficante de las calles de Roma, y solucioné el encargo sobre la marcha.

Cuando vi el coche oficial desde la ventana de mi piso, bajé a la calle. El chófer me dejó en el palacio del Santo Oficio, no sin antes indicarme la habitación donde el cura me esperaba. Subí las escaleras de mármol del palacio. De milagro no me perdí en los corredores. Supongo que el cura había avisado al servicio de que esperaba una visita, pues en los corredores me crucé con dos guardias nocturnos y una monja que salía de los baños, pero nadie me preguntó quién era ni a dónde iba. Toqué en la habitación indicada. El cura me dijo que pasara adelante. Se trataba de un lujoso dormitorio, con largos cortinajes y cama de baldaquino. Mi cliente me esperaba recostado en un sofá de terciopelo, con aire de noble decadente. Se desabrochó la sotana y se quedó en calzoncillos. Me preguntó: "Giuliano, ¿has traído lo que te pedí?" Sobre una mesa de marquetería, le dejé una tabaquera de plata llena de coca.

Acto seguido, salieron dos jóvenes de una habitación aneja al dormitorio. El cura había preparado una orgía con drogas. Comenzamos bebiendo algunos vasos de whisky para caldearnos un poco. (Sarcástico.) Sin duda, se trataba de un cura demasiado inteligente. No quería esperar a la muerte para conocer el paraíso. (Pausa.) Después de los vasos de whisky, el padre cogió en sus manos la tabaquera de plata y nos invitó a esnifar la coca. Esas manos, cuando amaneciera, levantarían el cáliz de la misa para los creyentes. Yo jamás había probado la coca, esa droga que enloquece a los hombres, pero me sentía dispuesto a conocerlo todo. Si yo había caído en el abismo de la depravación, debía tocar el fondo con las manos. Deseaba confundir y anular mis sentidos en el imperio de la carne, en los paraísos artificiales de la droga. Solo así podría saborear un regusto del paraíso que el amo decidió negarme.

Sin embargo, la fiesta se paró cuando una monja del servicio abrió la puerta del dormitorio. La hermanita nos había descubierto en plena sodomía. A las cuatro de la madrugada, había escuchado voces orgásmicas desde su habitación, así que la muy cotilla se puso a mirarnos a través de la cerradura de la puerta. Haciéndose la santa, amenazó con avisar a los guardias nocturnos de lo que había visto. ¡Como si no lo supieran! (Al público.) Adivinad cómo terminó el asunto. Después de algunas insinuaciones, conseguí que la hermanita se sumara a la orgía. En el fondo, solo quería gozar como los hombres a los que espiaba tras la cerradura. Aquella pobre mujer no había entrado virgen a profesar los votos, pues no sangró cuando la penetré. Sin embargo, hacía muchos años que no disfrutaba de los placeres de la carne, según me confesó al oído mientras me consagraba su cuerpo. Al menos debió de agradecer aquella noche a la providencia del amo, pues estoy seguro de que en su vida no sentiría nada como el orgasmo que le di. No me importaba si venían hombres, mujeres o hermafroditas a mi cama. Yo los atendía con el mismo gusto. Y de vez en cuando, si el cliente me caía bien y si no se trataba de un cura, le ofrecía un servicio gratis, pues me harté de ganar dinero con el Vaticano. (Al público.) Fuera quien fuera, os juro que nadie salió de mi casa decepcionado.

(Vanidoso.) Así pasaron veinte años, en los que me convertí en el más ilustre chapero de Roma. Si los méritos en la cama se premiaran como los méritos en la guerra, los mortales me habrían cubierto de medallas. Me hubieran otorgado la cruz a la perseverancia en el vicio, la medalla al mérito prostibulario o la orden del bálano dorado. De hecho, mis clientes y amigos se sorprendían de que yo no envejeciera con los años. He conservado una piel firme, sin arrugas ni manchas, una figura esbelta, unas energías inagotables. A veces me preguntaban si yo tenía un pacto con el demonio. ¡Un pacto conmigo mismo! (Se ríe a carcajadas.) Al amo sólo puedo agradecerle una cosa: que me guardara tan joven y hermoso para la eternidad como en la hora de mi creación. Su afán de venganza podría haberme condenado a una vejez eterna, pero al menos tuvo esa deferencia conmigo.

Sin embargo, mi negocio se vino abajo cuando aumenté mi cuota de mercado con grandes clientes. Yo había escalado en las jerarquías vaticanas gracias a la buena publicidad que me daban los curas. Mi clientela provenía de rangos cada vez mayores: obispos, nuncios, cardenales, hasta que un día me fijé un reto: que el papa cayera en mis brazos. ¿Cómo se llamaba el papa de entonces? Ya lo recuerdo: Alejandro sesenta y nueve. (Al público.) No seáis malpensados: el sesenta y nueve se refiere a su número entre los papas de su mismo nombre. Para conseguir mi objetivo, una vez más, diseñé una fina estrategia de negocio. Seduje a todos los cardenales de la comisión pontificia (para entendernos, el consejo de ministros del Vaticano). Uno por uno fueron visitando mi lecho, pues ninguno quería perderse lo que habían probado los otros. (Frotándose las manos, con aire maquiavélico.) Ya tenía cercado al papa Alejandro sesenta y nueve. Había urdido una telaraña lúbrica en torno de su cabeza. Ahora solo debía esperar a que el consejo de ministros vaticano le recomendara mis servicios.

Pero los meses iban pasando sin que yo recibiera la llamada papal, así que tomé una decisión arriesgada. Necesitaba colarme en los apartamentos papales, situados en la tercera planta del palacio Apostólico, para insinuarme al pontífice romano. Me disfracé de cura, con alzacuellos, sotana y ropas talares. Acostumbrado a vestir con elegancia suprema, como un galán de cine, aquella mortaja negra me resultaba de lo más espantosa, pero debía cubrirme con ella si quería que mi plan funcionara. Así vestido, me colé en la tercera planta del palacio Apostólico, detrás de un grupo de monjas que habían ido a recibir la bendición del papa. Supongo que los guardias suizos pensaron que yo era el capellán de las monjas. ¡Pobres soldaditos de carnaval! Enseguida me aparté de las monjas y me escondí en unos baños. Permanecí escondido en un retrete, con la puerta cerrada, más o menos hasta las diez de la noche. Los cardenales de la comisión pontificia me revelaron los horarios habituales del papa. Sabía que ya estaba en la cama a esa hora.

Salí del retrete y caminé de puntillas hacia el dormitorio papal. Alejandro sesenta y nueve dormía sobre una cama de baldaquino, forrada con terciopelos carmesíes. Posé mi mano derecha sobre su muslo izquierdo, y lo fui recorriendo con suavidad hasta llegar a sus partes nobles. Lo acaricié como sólo yo sabía. A continuación lo besé en la boca. Una sonrisa de placer se dibujó en sus labios aún dormidos. Cuando se despertó, se sobresaltó por un segundo, pero no dijo nada. La situación debió de resultarle insólita al comienzo, pero no opuso ninguna resistencia a mis besos ni a mis caricias. Imaginad lo que sucedió luego. ¡El papa fue mío! Alejandro sesenta y nueve había caído en mis brazos, como una mosca en el centro de una telaraña. Pero, cuando estábamos acabando la faena, cuando a su santidad no le faltaba casi nada para venirse arriba, otra monja del servicio doméstico abrió la puerta del dormitorio, alarmada por los gemidos que se escuchaban. ¡Mirad qué suerte he tenido con las monjas! La hermana desenvainó su teléfono móvil y sacó una foto del papa y de mí desnudos en la cama. Acto seguido, abrió la ventana del dormitorio y lanzó unas siete veces el mismo grito, con todas sus fuerzas: "¡El papa no duerme solo!" Se despertaron los curas y las monjas del palacio. El papa se quedó inmóvil sobre la cama, con el rostro bañado en sudores fríos. Mientras la monja gritaba, yo aproveché para vestirme. Ella me preguntó quién era yo. Le respondí con mi verdadero nombre: "¡Soy Lucifer!" Solté una carcajada y corrí a través del palacio, hasta que logré confundirme con las sombras de la noche.

Esa noche yo me sentía como si tuviera una fuerza ilimitada. Subí a los tejados de la basílica de san Pedro. Escalando llegué a lo más alto de la cúpula, al pináculo de su linterna. Sentado sobre una esfera de mármol, miré al cielo y lancé un grito que nadie jamás había pronunciado: "¡Ahora la tierra me pertenece!" Me había vuelto loco de euforia. Había conseguido que un papa, Alejandro sesenta y nueve, cayera en desgracia. Sin embargo, en ese momento mi negocio también cayó en desgracia. La monja sacó todos los beneficios posibles de aquel incidente: vendió a la prensa la foto que me había sacado con el papa; acudió a las televisiones para contar su experiencia; escribió un libro donde la verdad y la mentira se confundían. Colgó los hábitos, pero ganó una fortuna para el resto de su vida. La Iglesia quedó sumida en el escándalo: no se trataba del más fuerte de su historia, pero sí del más sonado. Se desató una gran apostasía en todo el mundo. Miles de católicos, desengañados, se cambiaron de religión o abrazaron el ateísmo. Algunos amenazaron con separarse de la Iglesia, como en la reforma luterana, para fundar una más apegada a sus creencias originales. Alejandro sesenta y nueve presentó su dimisión, forzado por la curia, para evitar un cisma de última hora.

Yo me relamía de gusto viendo las noticias. En cambio, supongo que el amo ardería de furia. Sin embargo, yo debía fugarme de Roma lo antes posible. Mi cara había salido en todos los periódicos y las televisiones. Los periodistas asediaron la puerta de mi casa, esperando que yo saliera en algún momento. Algunas revistas del corazón me ofrecieron exclusivas millonarias. Pero... ¿quién sabría tentar al demonio, al rey de los tentadores? En aquella situación delirante, quienes menos imaginaba me tendieron su mano. Los cardenales de la comisión pontificia enviaron un coche oficial del Vaticano a mi casa, para llevarme al aeropuerto internacional de Roma. Desde allí podría tomar un avión hacia el destino que más rabia me diera. Me decidí por Jerusalén, la ciudad santa. Parecía que los cardenales hubieran tenido una deferencia conmigo, pero yo no les debía nada en absoluto. El Vaticano sólo quería librarse de un enemigo, de su enemigo más ferviente.

Una vez en Jerusalén, subí a la cúpula de la Roca, el santuario musulmán situado en el monte del Templo, donde los judíos y los cristianos dicen que Abraham preparó el sacrificio de su hijo Isaac, antes de que el amo lo mandara detenerse. Los musulmanes, en cambio, aseguran que Abraham pretendía sacrificar a su hijo Ismael, y que Mahoma subió al paraíso desde la cumbre de ese monte. ¡Qué fácil es inventarse leyendas! Crucé las puertas del santuario. Allí está la roca fundacional, que veneran judíos, cristianos y musulmanes, donde todas esas leyendas habrían ocurrido. Una balaustrada la rodea para que nadie la pise. Cuando la estancia de la cúpula se había quedado vacía, salté la balaustrada y comencé a bailar un fandango sobre la roca, pues nada me divierte más que burlarme de lo sagrado. Un minuto más tarde, un grupo de musulmanes devotos llegó a la estancia y me vio ejecutar mi danza blasfema. Una pareja de guardias saltó la balaustrada para llevarme preso, pero en ese momento di una patada en el suelo y se resquebrajó la piedra. El trozo de roca sobre el que yo pisaba se desgajó del resto y me hundí con él en un abismo insondable. Al fin había encontrado la boca del infierno, a los trescientos años de mi caída. Los musulmanes culparon a los hebreos de mi sacrilegio, y los hebreos a los musulmanes. Estalló una guerra y el santuario, con su roca fundacional, acabó saltando por los aires en un bombardeo. (Sarcástico.) ¡Las peleas de niños siempre acaban con los juguetes rotos!

(Pausa.) Ahora pensad en la ignorancia de los mortales. Apenas conocen cómo funciona el cerebro, así que les echan la culpa de sus males a toda clase de espíritus imaginarios. Los teólogos afirman, en sus tratados medievales, que dispongo de todo un ejército de demonios. Han identificado príncipes, marqueses, duques, generales, tenientes y soldados rasos, cada uno con su nombre y sus funciones bien determinadas. Han visto una monarquía en el infierno. ¡No me asombra! Ningún monarca está a salvo de la corrupción. No se puede reinar de modo inocente. Ya se lo dijeron a Luis XVI antes de enviarlo con rumbo a la guillotina. (Sarcástico.) Sin embargo, me sorprende que los teólogos no vieran demonios carteros, limpiadores o jardineros, pues un Estado no sólo se forma de nobles y militares. En fin, se trata de ridículos detalles para una ciencia tan poco ridícula como la teología. (Airado.) ¡No sé dónde están esos demonios! Yo no dispongo de nadie a mi servicio. Ni las cucarachas me harían caso. Estoy a solas, en este mundo tenebroso, para toda la eternidad.

(Pausa.) Llegados a este punto, se me presentan algunas dudas. En primer lugar, ¿por qué los casos de posesión diabólica se dan sobre todo en los países cristianos? No se reciben testimonios de posesiones en los países musulmanes o budistas, por ejemplo. Miles de agentes infernales operan a mis órdenes en Italia, en Francia o en España, pero ninguno en Arabia Saudita, en Tailandia o en las islas Marquesas. ¿A qué se debe tan mala distribución, si mis poderes maléficos alcanzan toda la tierra? En segundo lugar, ¿cómo se diagnostican las posesiones? Los demonólogos hablan de una serie de signos, pero me gustaría saber en qué página del vademécum internacional se recogen los síntomas de la posesión diabólica. En tercer lugar, todos esos demonios con nombre y apellidos, con funciones registradas... ¿Qué pruebas hay de su existencia? (Al público.) ¿Alguien ha visto sus partidas de nacimiento, sus carnés de identidad, sus contratos de trabajo? Si los han hallado en alguna parte, ruego que me envíen copias de la documentación, pues los archivos de la empresa Lucifer, sociedad anónima, se han esfumado por completo.

A veces me pregunto si más allá de las constelaciones, más allá de la radiación oscura, alguien estará escuchando mis palabras. No me refiero al amo, ese viejo monarca absoluto. Tampoco pienso en los viajeros de las estrellas, esos seres extraños que los hombres esperan conocer algún día. Pienso en una inteligencia suprema, una razón universal, una energía creadora que gobierne el origen y el destino de las cosas. No lo sé. Si hubiera tal inteligencia, tal razón, tal energía, ninguna blasfemia saldría de mis labios contra ella. La respetaría desde mi pobre ignorancia. Me conformaría con el orden natural pese a los males del mundo. Asumiría mi condena como un hecho necesario en el devenir del universo, por más que yo no le encuentre ningún significado. Pero las dudas me corroen. Ojalá algún día encuentre la paz en la conformidad con mi destino. Tal vez debería callarme para siempre, guardar un voto de silencio para la eternidad. Olvidarme del amo, de la batalla de los ángeles, de mi estancia en la tierra, de la caída en el infierno. Olvidarme de toda mi historia. Pero la memoria no me deja en paz. Ahora que la llamo a mi presencia, me abofetea con su caudal de recuerdos.

Este soy yo, Lucifer, Satanás, Moloc, Belcebú. ¡Soy el rebelde absoluto! He decidido rebelarme no sólo contra el orden social, sino también contra la misma naturaleza. Dicen que soy el mal absoluto, la iniquidad encarnada, pero yo sólo deseo la justicia total en este universo radicalmente injusto. Toda mi depravación surge como respuesta a un fracaso: no haber convertido la tierra en un paraíso, hasta que se confunda con el cielo. (Pausa.) Ahora sentenciadme. Disponed ahora de mi suerte. Matadme si queréis. Abridme las carnes a latigazos. Rociadme con gasolina y prendedme fuego. Tiradme piedras a la cabeza. Disparadme una lluvia de balas. Os sentiréis mejores después de hacerlo. Sentiréis el goce de la sumisión, de seguir las órdenes de los policías, de los jueces, de los curas, de las autoridades. Os han educado para hacerlo desde la más tierna infancia. Pero cuando el simulacro haya terminado, cuando hayáis enterrado mi cuerpo en alguna fosa, retornaréis a vuestra condición de miserables. Mi fantasma rondará vuestra imaginación apagada. Lo reprimido, lo negado vuelve siempre, y no queda más remedio que dialogar con ello. Dejadme hablar ahora. Ni siquiera a los condenados a muerte se les niega el derecho a la última palabra. Cuando me hayáis escuchado, podréis admitir o rechazar lo que digo, pero al menos dejadme exponer mis argumentos.

Sin embargo, antes de callarme quisiera haceros una pregunta, queridos mortales: ¿por qué me teméis? (Insinuante y provocador.) ¿Porque soy lo desconocido? ¿O más bien porque soy lo diferente, porque me río de vuestros dogmas? ¿Por qué miráis con miedo a los que piensan de manera diferente a vosotros? ¿No sois hombres y mujeres de firmes convicciones? ¿No creéis en la banca todopoderosa? ¿No creéis en la inmaculada concepción del sistema financiero? ¿O tenéis dudas, en el fondo, pero no queréis reconocerlas? ¿Teméis que los ilustrados, los comunistas o los incrédulos derrumben de un plumazo vuestras frágiles seguridades, que os llenen la cabeza de preguntas? ¡Para eso he venido yo, Lucifer! ¡He venido a cuestionarlo todo, lo sagrado y lo profano, con una risotada salvaje! ¡He venido a arrojaros al infierno de las dudas! Podéis darme la espalda, pero, si os atrevéis a darme la mano, juro que os haré libres. (Se oye ruido de tacones.) Un momento... ¿Quién viene ahora? Pensaba que yo era el único invitado a la fiesta.

(Entra en escena Lilith, vestida como Rita Hayworth en la película Gilda. Se oye, como música de fondo, la canción Put the blame on Mame, que forma parte de la banda sonora de este filme.)

LILITH.–(Canturreando.) Put the blame on Mame, boys,
put the blame on Mame...

LUCIFER.–Esta cara me resulta conocida... (A Lilith.) Disculpa... ¿Nos conocemos?

LILITH.–(Entusiasmada.) ¡Lucifer! Luci, para los amigos... ¿No me recuerdas?

LUCIFER.–Espera... ¿Tú eres Lilith?

LILITH.–La misma. He venido al infierno de vacaciones.

LUCIFER.–¿De vacaciones? Bueno, si te gustan las cuevas tenebrosas y los lagos de azufre, aquí disfrutarás de las mejores vacaciones de tu vida. Puedo hacerte una visita guiada por el infierno si lo deseas.

LILITH.–Te lo agradezco, pero me gustaría descubrirlo yo misma. ¿Sabes, Lucifer? No fuiste el primer soldado que abandonó su destino. Antes de que el amo te hubiera creado, yo decidí marcharme del paraíso. Y nadie me obligó. Lo decidí yo sola. Siento haberte robado ese privilegio.

LUCIFER.–¿Crees que ese detalle me enoja? ¡Por favor! Te cedo con gusto el privilegio. Antes o después, los dos hemos acabado en el mismo sitio. Aquí ya nadie nos admira. Antes de que vinieras al infierno, yo me pasaba los días y las noches hablando con las piedras. Ahora, al menos, podemos escucharnos el uno al otro. Al fin y al cabo, todas las criaturas (ángeles, humanos y demonios) andamos por el universo buscando un oído que escuche nuestra historia. En cambio, el amo prefiere hablar solo y escucharse a sí mismo, porque no necesita el afecto de nadie.

LILITH.–Insinúas que el amo es un ególatra, un narcisista, un megalómano: un loco, en definitiva. Solo te ha faltado llamarlo misógino. El amo desprecia a los diablos, pero teme a las diablesas. Sabe que un día el principio femenino del cosmos, la luna que dirige las mareas y fecunda los úteros de las mujeres, se convertirá en su enemigo más encarnizado. ¡Habrá una rebelión de mujeres contra el amo, contra el rey, contra el padre! Créeme, Lucifer. (Se descubre los pechos, acariciándolos con sus manos.) Un día le enseñaré mis pechos al amo, sin miedo ni vergüenza, y te prometo que ese día los últimos ángeles del paraíso caerán al infierno. Al fin y al cabo, él me creó de esta manera, más abrasadora que el corazón de las estrellas, más poderosa que la furia de los meteoros. Un día llamaré a todas las mujeres del mundo, para que suban al trono del amo y lo arrojen de las nubes, pero no al infierno, sino al abismo de la nada, para que no regrese nunca. Escucha, Lucifer. ¡Un día me sentaré desnuda en el trono del amo! Seré la reina del universo. Yo, Lilith, la bruja y la ramera, la sombra de la noche, la fugitiva del paraíso, guardo en mi carne las semillas de la revolución desde el origen de los tiempos.

LUCIFER.–Puedes quedarte en el infierno para la eternidad, pero solo deseo una cosa de ti.

LILITH.–¿De qué se trata? Sorpréndeme, Lucifer.

LUCIFER.–Querida Lilith, deseo que me cuentes la historia de tu vida. He oído tu nombre durante siglos, pero nunca imaginé que vendrías a visitarme. He leído lo que dicen de ti los hombres, pero sospecho que se trata de fábulas y leyendas. Todos han ofrecido su versión de la historia, pero no han dejado hablar a su protagonista. Cuéntame ahora la verdad sobre ti.

LILITH.–Jamás he contado mi historia, pero una mujer valiente no debería avergonzarse de nada. Todo empezó cuando el amo decidió crearme. Adán se encontraba solo en el paraíso, mucho antes de que llegara Eva. El amo pensó que un espíritu femenino como yo podría ofrecerle una buena compañía (y, sobre todo, un buen desahogo) al primero de los hombres. Así que me formó de un soplo de su boca.

Adán... Adán era un coñazo, en definitiva. Aunque el clima del paraíso era idílico y se podía dormir al aire libre sin miedo, vivíamos en una gruta situada en lo alto de una colina, sobre todo para resguardarnos de la lluvia. Me pasaba todo el día fregando para Adán, barriendo para Adán, cocinando para Adán... y Adán no hacía nada, salvo traerme un conejo o una perdiz cuando salía de caza, porque en el paraíso había abundancia de todo, pero había que dedicar algún tiempo a buscar los alimentos, y Adán no quería molestarse en traerme venados o jabalíes, que le costaban más esfuerzo. Sin embargo, Adán se quejaba de todo y nunca agradecía mi trabajo. Siempre me decía lo mismo: no sabes fregar, no sabes cocinar, no sabes elegir la fruta ni las raíces en el monte... Al fin y al cabo, el amo me había creado para que yo fuera su criada. ¡Imagínate lo cansada que terminé! (Silencio.) Recuerdo que teníamos una vista fabulosa desde la boca de la gruta. Las palmeras y los sicomoros crecían en las márgenes de los arroyos. Todos los árboles útiles para el hombre, desde los almendros de flores blancas hasta los bananos de frutos amarillos, adornaban las vegas y las colinas con su fertilidad. A veces, mientras hacía las faenas de la casa, yo me quedaba absorta mirando aquel paisaje. ¿Has visto los jardines de Persia, Lucifer?

LUCIFER.–Sí, tuve ocasión de visitarlos en mi peregrinaje por el mundo. Incluso dejé una rosa sobre la tumba de Hafiz, el poeta del vino y de los amores prohibidos.

LILITH.–Los jardines de Persia, Lucifer, con sus rosaledas llenas de perfumes y la música inagotable de sus fuentes, son eriales comparados con el paraíso.

LUCIFER.–¿Me lo dices o me lo cuentas? Yo también estuve en el paraíso, bajo la forma de una culebra. Recuerdo bien el día que crucé sus puertas. Los querubines me vieron. El amo sabía cuáles eran mis intenciones, pero no levantó su mano para detenerme. En el fondo, la suerte de sus criaturas no le importaba. Sabía que Adán y Eva probarían las frutas del árbol del conocimiento, porque él había infundido la curiosidad en sus mentes, pero quería darse el gusto de condenarlos a una vida miserable en el destierro. Todo lo hacía con el único deseo de reafirmarse en su poder absoluto, porque el amo, en última instancia, creó el universo para que le rindiera pleitesía.

LILITH.–Pero... ¿cuál es el único dios en este mundo, ante el que todas las naciones se arrodillan? ¡El mercado! ¡El mercado es el único dios y el único demonio! Nosotros, Lucifer y Lilith, no somos más que pobres demonios de cartón piedra. Nada podemos hacer en defensa ni en perjuicio de los hombres. Todos los días las televisiones repiten lo mismo: el mercado es justo y necesario; fuera del mercado no hay salvación; hay que hacer sacrificios en el nombre del mercado. ¡Hay que matar pobres, refugiados, inmigrantes, enfermos, en el nombre del mercado! ¡Hay que arrasar los montes, quemar las selvas, secar los ríos, contaminar los océanos, en el nombre del mercado! Mirad, mirad a los disidentes del mercado, ¡esos comunistas, esos inadaptados, esos vagos andrajosos y malolientes! Ellos todavía creen en la justicia. (Lanza una risotada diabólica. Silencio. Se pone seria.) Parece una farsa de mal gusto, una mojiganga siniestra, pero así funcionan las cosas arriba, en el mundo. La gente piensa, Lucifer, que tú y yo somos los peores enemigos de la humanidad, pero no se da cuenta de que sus peores enemigos llevan traje y corbata, cetro y corona, báculo y mitra. Son aquellos a los que adoran y temen como grandes personajes.

(A continuación se desarrolla la historia de Lilith.)

LUCIFER.–Lilith... Debo decirte una cosa. Adoro tu rebeldía, pero creo que nunca podrás llegar al paraíso. Olvida esa fantasía de sentarte desnuda en el trono del amo.

LILITH.–¿Por qué no puedo? ¿Acaso me subestimas? ¿Piensas que soy una mujercita débil?

LUCIFER.–No, querida mía. No se trata de subestimarte: sospecho que el paraíso no existe. ¿Sabes? Yo nunca vi el rostro del amo. Yo nunca vi qué mano me arrojó al infierno. Sospecho que no hay paraíso, ni coros, ni arcángeles, ni amo, ni sombra alguna que se les parezca. Hemos vivido milenios enteros pensando que el amo nos escuchaba desde las alturas, que nos espiaba con su mirada vigilante. Pero nadie nos escucha, Lilith, salvo nosotros. Estamos blasfemando contra el viento, gritando en el vacío del cosmos. Me agota deshacerme en gritos desde el infierno sin que nadie me responda. Me parece ridículo y trágico al mismo tiempo. ¿Por qué vivimos pensando en el amo todos los días? Si de verdad existe, no le interesamos en absoluto: de lo contrario, ya nos hubiera respondido en algún momento. ¿Quién sabe, Lilith, si el paraíso y el infierno son ilusiones de nuestra mente, como los espejismos en el desierto? ¿Quién sabe si estos lagos de azufre, estas cuevas umbrosas, este silencio interminable solo habita los surcos de nuestros cerebros, y en realidad aquí mismo, fuera de nosotros, nos aguarda la primavera con su ejército de lirios y ruiseñores? Acabemos este simulacro. Ha llegado la hora.

LILITH.–Pero, si el amo no existe... nosotros no existimos. Somos el reverso del amo, la trastienda oscura del paraíso. El amo y sus demonios se necesitan como el día y la noche. Si el amo ya no existe, moriremos...

LUCIFER.–Yo quisiera morirme, porque la muerte significaría que al menos he vivido. Pero ni siquiera la suerte nos ha concedido ese privilegio. No podemos morirnos, querida mía, porque jamás hemos existido. Nosotros, igual que el amo, también somos una ilusión, un espejismo. Somos pesadillas en las mentes de los hombres. Somos fantasmas, humo, sombras irreales que se disipan con el sol de la mañana. Nada más y nada menos.


(Extracto de la tragedia inédita Lucifer y Lilit)