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sábado, 29 de julio de 2017

Un cabaret en Islandia (capítulo VII)

Autopista en el desierto de Arabia Saudí.

[...]

Leila no conoció jamás a su madre, pues había muerto debido a complicaciones relacionadas con el parto. Pocos meses después, su padre, Salman, se casó en segundas nupcias con una tía de Leila, que había enviudado unos años antes de casarse con él. Con el nuevo matrimonio, la tía de Leila evitaba el desamparo inherente a la condición de viuda, mientras Salman conseguía otra mujer que se ocupara de las tareas de la casa y la crianza de la niña. Todo quedaba en la confianza de los círculos familiares. Sin embargo, la joven saudí no recordaba su infancia como una época demasiado feliz. Su tía la trataba con desapego: tenía ya dos hijas de su difunto marido, así que en el fondo le disgustaba el hecho de verse obligada a criar a su sobrina como si se tratara de una hija más. Por otro lado, Salman podía definirse como un hombre de carácter brusco y severo. Odontólogo de profesión, mantenía en el centro de La Meca una consulta que generaba un volumen razonable de ganancias: a diferencia de los saudíes más ricos, no podía mantener a más de una esposa, pero vivía sin apuros y se regalaba con algunos lujos de vez en cuando. Como la inmensa mayoría de su pueblo, se había educado en los rigores del islam salafista, así que sentía un disgusto inconfesable por el hecho de que hubiera nacido una niña en lugar de un varón, ya que se trataba de la única descendencia que le había dejado su difunta esposa. De este modo, Leila creció sintiéndose desplazada, en una casa donde su tía y su padre la trataban más como una carga molesta que como una parte más de la familia.

Mientras pensaba en sus orígenes, le vino a la cabeza un episodio ocurrido en su infancia. Desde los seis o siete años, su tía la obligaba a colaborar en las tareas domésticas, en la creencia de las mujeres debían educarse desde niñas para convertirse en buenas amas de casa. Sin embargo, la carga de trabajo superaba con creces lo que Leila podía asumir a su edad. La niña terminaba agotada casi todas las noches, después de ayudar largas horas en la cocina, pasar la bayeta sobre el mobiliario o fregar los suelos de todas las habitaciones. En una de aquellas tardes interminables de trabajo, Leila llevaba un plato desde el fregadero hasta la mesa de la cocina. Su estatura aún no le permitía llegar a la mesa con facilidad, así que debía ponerse de puntillas para colocar los platos en la superficie del mueble. Mientras lo empujaba desde el borde de la mesa hacia el centro, el plato se cayó sobre el suelo de la cocina con un sonoro golpe, quebrándose en trozos innumerables. Nada más sentir el golpe, la tía de Leila corrió a la cocina para comprobar qué había sucedido. Cuando miró los añicos del plato en el suelo, mientras Leila lloraba del susto, le gritó llena de rabia y le dio varias bofetadas en la mejilla.

–¡Inútil! ¡No sabes hacer nada bien!

El llanto de la niña se prolongó de manera inconsolable, con sollozos cada vez más fuertes. Su tía cogió un escobillón para barrer los añicos del plato, rumiando todavía quejas a media voz, mientras Salman se asomó a la puerta de la cocina. De pie, firme como una columna, volvió los ojos a Leila con una mirada fría y seca. Aquella mirada le dolía más a la niña que las bofetadas de su tía, pues le demostraba la indiferencia y el desapego de su padre, que en el fondo solo pensaba en el varón que no había tenido cada vez que la miraba. De este modo, la primera infancia le trajo la desgarradora certidumbre de que su familia no la quería. No podía imaginarse aún que millones de niños en el mundo crecían bajo las mismas condiciones, sin los afectos más elementales, zarandeados entre la violencia y el miedo. Cada vez que recordaba aquella escena, a Leila le parecía como si las bofetadas de su tía le dolieran de nuevo en la mejilla y la mirada amenazante de su padre le causara un silencioso escalofrío.

Cuando Leila había cumplido los dieciséis años, un extraño personaje apareció en su vida. Se trataba de Muhammad, un amigo de Salman con el que este había formado una empresa dedicada a la depuración de las aguas residuales, un negocio que se había convertido en estratégico debido a la falta de recursos hídricos en el desierto. Muhammad había establecido algunos contactos con familiares lejanos del rey saudí, gracias a los cuales obtenía beneficiosos contratos con empresas públicas y privadas. Con frecuencia viajaba a Riad, la capital del país, para atender sus negocios y visitar a sus millonarias amistades. Un día, mientras tomaba té en la casa de Salman, el empresario le sugirió a su socio y amigo que podría conseguir un empleo para su hija en el servicio doméstico de la casa real saudí. La idea le resultó de lo más atractiva al odontólogo, pues no solo implicaba que Leila ganaría un buen salario, sino también que pondría la mesa o pasaría la aspiradora junto a los hombres más poderosos de la nación. De este modo, si la chica agradaba a la familia real, se le abrirían las puertas para conseguirle a su padre toda clase de favores e influencias. El inconveniente de que su hija debiera trasladarse a Riad, donde la casa real tenía su palacio, no suponía nada en comparación con las ventajas de aquel empleo. En consecuencia, Salman decidió el futuro de Leila en una conversación de media hora, sin pedirle su opinión en ningún momento; pues en el desierto arábigo, donde los tribunales consideran que el testimonio de un varón vale el doble que el de una mujer, en absoluto se permitiría que una hija cuestionara las decisiones de su padre.

Leila asumió con indiferencia el destino que su padre le había dispuesto, como una fatalidad a la que no podía sustraerse. No sentía ningún apego hacia aquella casa donde realmente nadie la amaba, pero la idea de marcharse al palacio real tampoco le inspiraba demasiado entusiasmo. Su educación, basada en la violencia y en el miedo, había adormecido los pocos deseos de libertad que le quedaban. En el fondo, Leila deseaba algo diferente a lo que los demás le habían preparado, pero su anulada voluntad ni siquiera podía formular una vaga intención de rebelarse. En los últimos días que la joven pasó en casa de Salman, antes de mudarse a Riad, su padre le hablaba con euforia sobre su nueva residencia, ponderando su lujo y su grandeza noche y día. Sin embargo, más allá de sus palabras alentadoras, Salman solo pensaba en amistades influyentes, en relaciones privilegiadas y, sobre todo, en dinero.

Leila se desplazó a Riad con su padre. Cuando llegaron a la entrada del palacio, un mayordomo hindú esperaba a la joven, ataviado con una suerte de levita azul oscura y pantalones blancos. El padre se despidió brevemente de su hija y le deseó suerte en su nuevo empleo. El mayordomo cogió su maleta y la acompañó a través de largos pasillos, decorados con jarrones de porcelana y alfombras orientales, hasta llegar a la zona de las habitaciones del servicio. Le enseñó su habitación, le entregó la llave y se despidió inclinando ligeramente la cabeza, mientras se perdía en el mismo laberinto de pasillos que habían atravesado. Muhammad le había anticipado a Leila que su trabajo consistiría en limpiar y adecentar las habitaciones de los príncipes saudíes. Se trataba de una larga prole de varones, hijos de las diferentes esposas del rey, entre los cuales se decidiría en algún momento la sucesión a la corona. Algunos tenían ambiciones políticas y soñaban con sentarse en el trono, aunque hubieran de conseguirlo a través de conspiraciones familiares; otros, menos ambiciosos pero más avispados, se dedicaban a gastar el dinero de su padre en caballos purasangre y coches de lujo, sabiendo que no se verían obligados a trabajar hasta el fin de sus días. Algunos se habían casado y tenían hijos, pero casi todos preferían evitar los compromisos matrimoniales y caían en los brazos de interesadas concubinas o de prostitutas de lujo. Acostumbrados al derroche desde la infancia, todos ellos vivían lejos de la realidad en la atmósfera de la corte, donde su condición de príncipes, sumada a la falta de responsabilidades, había forjado sus caracteres con una mezcla explosiva de frivolidad, imprudencia y altanería.

Desde el primer momento, Leila se asombró de las extravagancias en las que tiraban aquellos jóvenes su dinero. Uno se había dado el capricho de criar un guepardo, al que solía pasear atado con una correa dentro y fuera del palacio. A veces el animal causaba algunos destrozos con sus afiladas uñas, como abrir agujeros en un sofá para sacarle el relleno o desgarrar en varios jirones unas cortinas de damasco, pero los mayordomos se limitaban a reponer los objetos destrozados al día siguiente. Nadie se atrevía a llamar la atención a su alteza ni a su mascota. Se consentía incluso que el guepardo almorzara todos los días junto a la mesa de su dueño, como si se tratara de un gato, en una bandeja de plata donde le servían carne de res troceada. En otra ocasión, dos príncipes llamados Abdallah y Musa corrían con sus caballos por los jardines del palacio. Se habían apostado un reloj de oro al primero de los dos que llegara hasta una palmera del jardín que les servía de meta. Saltaban setos de arrayanes y pisaban macizos de flores con las herraduras de sus caballos: nada les importaba para alcanzar su objetivo. Abdallah, como veía que Musa lo aventajaba, se desvió del jardín e irrumpió con su montura en las estancias del palacio para acortar camino. Cabalgó con alocada furia a través de los corredores, levantando alfombras y quebrando jarrones de porcelana, bajó unas escaleras de mármol y salió de nuevo a los jardines por una de las muchas puertas del edificio. Gracias al atajo, el temerario príncipe llegó antes que su hermano a la meta y consiguió el reloj de oro de la apuesta. El incidente se saldó con una breve amonestación del rey, que ordenó a su hijo que tratara el mobiliario palaciego con más cuidado, pero sus audacias con el caballo se conocían ya fuera de la corte.

Una mañana, Leila estaba haciendo la cama en el dormitorio de Abdallah, que a la sazón tenía veintinueve años. La habitación se encontraba en el más absoluto desorden, con las sábanas revueltas, las alfombras medio levantadas y buena parte de la ropa tirada en el suelo. Mientras Leila ordenaba aquel caos, el príncipe entró en el dormitorio. Primero se detuvo en el quicio de la puerta, mirando las escasas formas del cuerpo de Leila que se insinuaban a través de la abaya que la cubría, pero luego dio unos pasos al frente y se acercó a la joven. Ella lo miró confusa, con una mezcla de miedo y asombro, pues no sabía sus intenciones. Él jamás había cruzado una palabra con ella, pero en más de una ocasión ya se había fijado en la mirada penetrante de sus ojos verdes.

–Buenos días –dijo Abdallah–.
–Buenos días, alteza –respondió Leila tímidamente–.
–Como veo que eres una buena empleada, quisiera tener un detalle contigo. ¿Te gustaría acudir a una fiesta?
–¿Una fiesta? Pero… yo no soy más que una trabajadora del servicio.
–Se trata de una fiesta privada… Se celebra esta noche en la mansión de un amigo, en el barrio más lujoso de Riad.
–Alteza, agradezco mucho su invitación, pero no tengo ropa decente para acudir a una fiesta.
–Eso no es ningún problema. Ahora mismo voy a mandar que te traigan vestidos y joyas, para que elijas los que más te gusten.

Debido a la insistencia del príncipe, Leila no se atrevió a rehusar la invitación. En su fuero interno, la sombra del recelo se alternaba con agradables esperanzas. Sabía que, si Abdallah la había invitado a una fiesta privada, sin duda había puesto sus ojos en ella, y se imaginó una vida futura como concubina del príncipe, rodeada de toda clase de lujos y atenciones. Aquella misma tarde Leila llamó por teléfono a su padre, para pedirle consejo sobre cómo debía actuar en aquella situación, aunque en el fondo se trataba de una manera de reafirmarse en lo que ya había decidido. El padre, ansioso por ganarse influencias en la corte a través de su hija, la felicitó por haber tenido semejante golpe de suerte y le aconsejó que no perdiera la ocasión de acudir a la fiesta. Hacia las nueve de la noche, cuando el sol ya se había dormido tras el perfil de las dunas, Leila se presentó en las cocheras del palacio cubierta con su abaya, como de costumbre. Abdallah, que la esperaba en un rincón, la cogió de la mano con delicadeza y la acompañó hasta su coche. Varios de sus hermanos, que también se dirigían a sus coches para acudir a la fiesta, no se mordieron la lengua para hacer comentarios y piropos sobre la belleza de la joven. Entre largas filas de aparcamiento, llenas de Rolls-Royce y de Mercedes, se encontraba el vehículo de Abdallah: un Lamborghini negro, bajo y alargado como una serpiente de acero que podía moverse a velocidades vertiginosas. El príncipe le abrió la puerta a Leila para que se acomodase en el asiento del copiloto.

Desde que Abdallah y sus hermanos salieron del palacio, se desviaron hacia las afueras de la capital saudí. Cuando habían salido ya de la ciudad, comenzaron una salvaje carrera de coches sobre las autopistas que surcan el desierto. La variedad infinita de las constelaciones podía verse bajo un cielo despejado. Leila se imaginó que le habían tendido una emboscada para violarla en algún escondrijo entre las dunas. Abdallah, notando su nerviosismo, le pidió que no tuviera miedo. Pisó a fondo el acelerador de su Lamborghini y adelantó al resto de sus hermanos. La misma afición por la velocidad que demostraba con los caballos se reflejaba en su manera de conducir. Mientras corría sobre el asfalto con la serpiente de acero, soltando chispas de sus ruedas, Leila sentía una mezcla de miedo y excitación. Sin embargo, aquellas carreteras del desierto poseían la ventaja de que, si el coche derrapaba, podía frenar sobre las dunas sin colisionar con objeto alguno. El príncipe Musa se le adelantó con su Ferrari Testarossa, como si quisiera desquitarse de haber perdido la carrera de caballos en los jardines del palacio. Los dos coches iniciaron una endiablada persecución sobre la autopista, cambiándose de carril a cada momento con audaces giros de volante. Leila rezaba para sí misma, deseando que la temeridad de aquellos príncipes no desembocara en un accidente mortal. Abdallah siguió acelerando y alcanzó los doscientos cincuenta kilómetros por hora. Consiguió que su hermano se quedara atrás hasta perderlo de vista. Cuando Leila pensó que ya no saldría viva de ese coche, Abdallah tomó una curva, fue disminuyendo la velocidad poco a poco y se desvió por una carretera que lo llevaría de vuelta a Riad. Aún seguía corriendo, pero tras aquellas audacias Leila ya se había acostumbrado a la velocidad. Llegó el primero a la mansión donde se celebraba la fiesta, lo cual significaba que había ganado la carrera a todas luces. Mientras Leila se bajaba del coche, el príncipe Musa llegó con su Ferrari.

–¡Tus hermanos y tú me debéis otro reloj de oro! –exclamó Abdallah hacia Musa, con jubilosa arrogancia.

Leila cruzó las puertas de la mansión junto a los dos hermanos. Nada más entrar en el vestíbulo, se quitó su abaya y se la entregó a un mayordomo para dejar al descubierto su vestido. Se trataba de un hermoso conjunto negro lleno de lentejuelas, que resaltaba sus curvas con un corte ceñido. Por un segundo, Abdallah la miró con lujuria apenas disimulada. Ella conocía el fasto del palacio real, pero el de aquella residencia no dejó de impresionarla. Bajo sus pies, en el vestíbulo, relucía un suelo de taracea de mármol, donde una serie de piezas rosadas, blancas, verdes y negras se combinaban para describir la forma de una rosa de los vientos. En el centro de aquel pavimento se alzaba una consola de caoba, con un voluminoso jarrón de cristal lleno de lirios blancos. Las paredes seguían una decoración de estucos árabes trabajados con versículos del Corán y motivos de ramas y flores, evocando los palacios de la España andalusí. En el techo de la estancia, varias lámparas doradas pendían de un fastuoso artesonado para rematar el conjunto. A través de un largo pasillo, un mayordomo los guió hasta los jardines donde se celebraba la fiesta.

En los jardines, los invitados conversaban bajo una columnata de mármol que se abría ante un terreno cubierto de hierba. Bajo la columnata se había dispuesto una barra donde varios camareros servían bebidas a los invitados, así como una serie de mesas circulares llenas de comida. Frente a las columnas, las grandes hojas de las palmeras se alternaban con las ramas de naranjos y limoneros floridos, que impregnaban el aire con el perfume de sus azahares. Leila se fijó en el aspecto general de los invitados. En su mayoría se trataba de príncipes que guardaban un parentesco lejano con la familia real y que vivían fuera de la corte, a los que se sumaban los herederos de las familias más ricas del país. Casi todos llevaban túnicas hasta los pies y chalinas en la cabeza, como las tradiciones saudíes mandan para los hombres. Solo algunos, los más presumidos, se permitían alguna variación sobre los atavíos tradicionales, como turbantes de colores diversos o largas camisas orientales de tonos dorados. Entre los hombres podían verse numerosas jóvenes sin velo, que lucían trajes de las grandes marcas de lujo occidentales. La belleza de casi todas abrumaba los ojos, pero Leila no parecía menos entre las demás. Cuando se dirigió a pedir una bebida, ella observó que había todo un cargamento de botellas de licores detrás de la barra, lo cual suponía todo un desafío a las leyes de un país donde beber alcohol podía castigarse incluso con la muerte. Según le explicó Abdallah, en las fiestas de la realeza se usaban con frecuencia botellas vacías para rellenarlas con un licor casero llamado sadiki, que se fabricaba de manera clandestina con zumo de frutas fermentado. Sin embargo, en aquella ocasión los vástagos reales apenas habían echado mano del sadiki, pues habían conseguido una buena partida de whisky, vodka, ron, tequila y otros licores, a través de un príncipe que había obtenido un cargo en la embajada saudí en Londres, gracias al hecho de que el rey había designado embajador a su padre. Cada vez que viajaba de regreso a su país, este príncipe introducía grandes cantidades de alcohol a través de las valijas diplomáticas, pues ni la policía ni los agentes aduaneros podían revisar las valijas. Su condición de príncipe lo resguardaba de cualquier denuncia, pues la familia real prefería vendarse los ojos antes que desatar un escándalo judicial con uno de sus herederos. Por otro lado, se rumoreaba que el embajador en Londres era un gran aficionado al whisky añejo, como los escoceses más rudos, y que el piadoso Alá no dudaría en premiarlo con una cirrosis para que siguiera bebiendo en el paraíso. De este modo Leila descubrió la hipocresía de las religiones, pues se dio cuenta de que los versículos del Corán no habían logrado que los hombres reprimieran sus deseos, sino que los desahogaran a escondidas. Se tomó a diminutos sorbos, muy despacio, un cóctel de vodka con zumo de arándanos y lima, pero le supo demasiado fuerte y amargo, así que tiró la mitad con disimulo sobre la hierba de los jardines.

Una hora y media más tarde, el alcohol ya había causado estragos en la concurrencia. Algunos príncipes, sentados en el suelo, se llevaban las manos a la cabeza, a la vez que otros decían disparates o se reían con sonoras carcajadas. Los más atrevidos estaban ya besuqueándose con las mujeres. Abdallah también notaba los efectos del alcohol, aunque no se tambaleaba ni decía nada que pudiera calificarse de absurdo. Leila comenzó a sentirse asqueada, pues la fiesta se había convertido en los prolegómenos de una orgía, pero sabía que no podía marcharse hasta que Abdallah quisiera. En ese momento, el príncipe la condujo hasta uno de los salones de la mansión, donde varios de sus amigos lo esperaban. Leila sospechó que allí se tramaban oscuras intenciones, pero le acompañó sin resistirse, pues sabía que la obediencia absoluta al varón formaba parte de su vida como futura concubina. Recordó los malos consejos de su padre y se preguntó si alguna vez él habría pensado realmente en todo lo que significaba el destino que le había preparado.

Cuando llegaron al salón, los amigos de Abdallah se habían sentado en los cómodos sofás de la estancia. Unos languidecían con las miradas ausentes, perdidos en su borrachera; otros hablaban casi a gritos y se reían de forma estruendosa, como los que se habían quedado en los jardines. Sobre una mesa baja de cristal humeaba un narguile. Sin embargo, aquel narguile despedía un olor más fuerte que de costumbre, pues en el quemador del aparato se consumía una porción de hachís. Leila conocía el aroma, pues en algunas ocasiones especiales había visto cómo su padre consumía hachís con amigos o invitados en su casa.

–¡Vaya! ¿Qué nos has traído por aquí? –le preguntó a Abdallah uno de aquellos sátiros musulmanes.
–¿Te la vas a follar esta noche? –le preguntó otro, todavía más directo.

Abdallah no respondió a las provocaciones. Le acercó el narguile a Leila para que le diera una calada. Ella no lo quería, pero no se sintió capaz de rehusarlo. No tardó en padecer los efectos del hachís, de modo que un cuarto de hora más tarde ya conversaba y reía con una locuacidad increíble, como los amigos de Abdallah. Un príncipe que se sentaba a su lado aprovechó la ocasión para pasar la mano detrás de su espalda y acariciar sus nalgas. Abdallah se había distraído conversando con otro de sus amigos. Si se hubiera dado cuenta, la reunión podría haber desembocado en una pelea de borrachos. Uno de aquellos príncipes se levantó del sofá, sin dar explicaciones, y se acercó a una cómoda arrinconada en una esquina del salón. Algunos ya sabían lo que buscaba. Cogió una bolsa de plástico sellada y volvió a sentarse.

–Atención: ha llegado la hora del polvo blanco –dijo a todos los que lo rodeaban–.

Acto seguido, esparció el contenido de la bolsa sobre una bandeja de camarero que había en la mesa. Todos comenzaron a sacar sus tarjetas de crédito para hacerse rayas de cocaína. La bandeja fue pasando por toda la mesa hasta llegar a Abdallah. Leila jamás había visto la cocaína y no quería probarla, pero Abdallah la presionó.

–Quedaría muy feo que no la probaras –le dijo en tono serio–.

El príncipe le hizo una raya con su tarjeta de crédito y un canuto con un billete. Ella aspiró toda la raya con varias inhalaciones, pues le daba miedo aspirarla entera de una sola vez. No tardó en sentir cómo un torrente de euforia subía a su cabeza. Abdallah, dominado por la misma euforia, la cogió bruscamente de la mano para conducirla fuera del salón, hacia uno de los numerosos pasillos de la casa.

–¿A dónde me llevas? –preguntó Leila.

De nuevo Abdallah no respondió. Abrió todas las puertas del pasillo hasta que dio con un dormitorio vacío. Leila se encontraba aturdida por la combinación de alcohol y drogas que había consumido aquella noche. Inconsciente de lo que sucedía, caminaba errática sobre las baldosas de mármol del pasillo, intentando seguir al príncipe. Se apoyaba en las paredes para no caerse.

–Estoy cansada… Quiero volver al palacio –dijo Leila–.
–Ven conmigo… Vamos a descansar –le respondió Abdallah con voz suave–.

En el dormitorio les esperaba una lujosa cama de baldaquino fabricada en estilo Luis XV. El príncipe descorrió los cortinajes estampados con dibujos de rosas que cubrían el lecho. Acto seguido, fue desabrochando el vestido de Leila por la espalda, botón a botón, hasta desnudarla por entero. Ella no opuso ninguna resistencia. Abdallah la besó y fue bajando con sus labios sobre su cuello y su pecho, dejando un húmedo rastro de saliva, hasta que hundió la nariz entre los senos para inhalar el aroma de su cuerpo. Le volvía loco. Por el contrario, Leila no sentía nada en absoluto: ni goce ni sufrimiento, ni pasión ni rechazo. Su aturdimiento la sumía en un estado cercano a la inconsciencia. El príncipe se detuvo en su vagina. Acercó su lengua y comenzó a lamer sus paredes vaginales como si se tratara de un alimento exquisito. Después se puso un condón e introdujo su miembro viril. Mientras la acometía con fuerza, el himen de Leila se desgarró. Una pequeña mancha de sangre se derramó sobre la colcha. Educada para llegar virgen hasta el matrimonio, ella no había conocido a ningún varón hasta aquella noche. Cuando notó cómo sangraba su vagina, recobró la conciencia de lo que estaba sucediendo.

–Déjame… Déjame… –le pidió con voz susurrante–.

Él decidió callarla con un beso, para que no sobresaltara a nadie con gritos o sollozos. La había incitado a probar las drogas sólo para violarla. Al día siguiente lo contaría como una hazaña delante de sus hermanos y sus amigos. En el silencio del dormitorio se escuchaban, como rumores tenues, las voces de los invitados que cruzaban el pasillo. La fiesta seguía su curso, como la vida. Leila pensó, una vez más, que debía soportar todo aquello si quería disfrutar de los privilegios de las concubinas o las esposas reales. Los consejos de su padre acudieron a su memoria. Una furtiva lágrima resbaló sobre su mejilla, mientras su mirada se perdía en la oscuridad.

Después de la violación, Abdallah cambió del todo su conducta con Leila. Había comprobado que podía abusar de la joven a su gusto, aprovechándose de su ingenuidad y de su falta de experiencia. Le prometió matrimonio si demostraba sus cualidades como esposa durante algún tiempo, aunque realmente no deseaba casarse con ella. Ya no se mostraba delicado y galante, sino que la trataba con frialdad e incluso con violencia. Le ordenaba fregar el suelo de rodillas en vez de usar una fregona. Pedía con frecuencia que le trajera comida a su habitación: nada más probarla, se quejaba de su mal sabor y tiraba el plato al suelo con un golpe de furia, para obligarla después a limpiarlo todo. Otras veces descargaba con ella sus malos humores: si Leila se atrevía a quejarse o replicarle, enseguida le daba una bofetada con la mano resuelta. Leila callaba y sufría, con la esperanza de casarse algún día con el príncipe y obtener los derechos de una esposa real. En su fuero interno, ella buscaba justificaciones absurdas para la conducta de Abdallah, como el temperamento natural de los hombres o el desasosiego que le causaban las intrigas del palacio. Procuraba convencerse a sí misma de que estaba haciendo lo correcto, de que Alá y su profeta bendecían el camino de las mujeres abnegadas y obedientes, pero el cinismo que se respiraba en la corte había minado la base de sus creencias religiosas. Día tras día, la vida le demostraba que toda su educación había consistido en una mentira formidable, en una espesa venda que le cubría los ojos. Llegó a sentirse aprisionada entre los cortinajes del palacio, esclava en un país donde se trataba mejor a los caballos purasangre o a los halcones de cetrería que a las mujeres.

Unos meses más tarde, el príncipe empezó a cansarse de su relación con Leila. Su actitud abnegada y obediente le aburría, pues todo resultaba demasiado previsible con ella. Nada tenía que ver con las concubinas habituales en la corte: mujeres nacidas en familias ricas, acostumbradas a someter a sus amantes a la férula de su orgullo y sus caprichos. Mientras veía cómo el interés del príncipe menguaba, Leila comenzó a insistirle en que cumpliera su promesa de matrimonio. Pero Abdallah no estaba dispuesto de ningún modo a casarse, pues en Leila sólo había buscado una amante de la que pudiera librarse en cualquier momento. Leila habló con el príncipe Musa, para que lo convenciera de casarse con ella, pero Musa se negó a intervenir en los asuntos personales de su hermano. La joven, cada vez más desesperada, llegó a solicitar una audiencia con el monarca saudí para relatarle su caso, suplicándole que obligara a su hijo a cumplir la promesa de matrimonio. Tras dedicarle algunas palabras hipócritas de consuelo, el rey le dijo que no podía acceder a sus pretensiones, pues en su caso no se había celebrado, como requiere la jurisprudencia islámica, una ceremonia solemne de esponsales, en la que el novio debía recibir el permiso de la familia de la novia para casarse con ella.

Cuando Abdallah supo que Leila había pedido una audiencia con su padre, se dio cuenta de que la joven emplearía todos los medios imaginables para forzar el casamiento, de modo que se había convertido en una amenaza para sus intereses. Por lo tanto, su maquiavélica imaginación debía pensar cómo deshacerse lo más rápido posible de Leila. Hacía dos meses que el príncipe Musa se había casado con la heredera de una familia dedicada a la importación de alimentos, para fortalecer sus vínculos con el mundo empresarial del país. La idea de Abdallah consistía en que la mujer de Musa presentara una denuncia falsa contra Leila por haber cometido adulterio con su marido. Gracias a sus contactos en el gobierno y en la judicatura, los dos hermanos podían asegurarse de antemano el resultado final del proceso. Los jueces condenarían a Leila a morir apedreada, según las normas del Corán. En cambio, Musa sería sentenciado sólo a recibir un cierto número de latigazos, con la ventaja de que su padre, el rey, no dudaría en firmarle un indulto para dejarlo sin castigo. Abdallah se reunió con su hermano para comentarle sus planes. Al comienzo Musa no se mostró convencido, pues la idea de someterse a un proceso judicial, por más que supiera de antemano su resultado, no le agradaba en absoluto, dado que lo exponía a las malas lenguas al menos una temporada. Sin embargo, como buen estratega, Abdallah conocía de sobra el punto más débil de su hermano: su afición por los caballos de raza. Le juró a Musa que, si se prestaba al montaje, le regalaría un purasangre que su hermano siempre había deseado para completar su manada. Se trataba de un caballo de ilustre linaje que pertenecía a Abdallah, pero que jamás había cedido a su hermano por orgullo. Finalmente, Musa decidió involucrarse en aquella conjura sin más condiciones.

El proceso se llevó a cabo como los dos hermanos esperaban. La mujer de Musa, siguiendo las indicaciones de su marido, presentó la denuncia de adulterio contra Leila. Gracias a una serie de falsos testigos que declararon en su contra, la joven fue sometida a una farsa judicial y condenada a muerte por lapidación. Nadie podría imaginarse el sufrimiento de Leila en aquellos días. Varias noches anticipó su muerte en sueños, imaginando cómo la chusma arrojaba piedras a su cabeza y la sangre empapaba sus cabellos hasta que su vida se consumía bajo una lluvia de golpes. Sin embargo, los planes de Abdallah y Musa no se consumaron del todo gracias a un detalle imprevisto: el rey intervino en el asunto conmutando la pena de lapidación por cien latigazos, pues le habían llegado rumores sobre la conjura que habían tramado sus dos hijos. Para evitar más escándalos en la corte, los jueces ordenaron que la sentencia se ejecutara en La Meca, donde Leila había nacido. Un furgón de policía se encargó de trasladar a Leila de vuelta a su ciudad natal, en un largo viaje por carretera a través del desierto que duró más de ocho horas.

El día de la flagelación, un sol de plomo descendía sobre las calles de La Meca. Leila sentía un miedo indecible. Atrás habían quedado los temores a la muerte, pero sabía que los cien latigazos se clavarían en su carne como agujas de esparto. El verdugo comenzó su trabajo. Contó hasta cien de manera impasible. Leila también contó los cien latigazos para sí misma, pensando que cada vez le quedaban menos. Una vez acabada la tortura, la joven se tendió en el suelo sobre un charco de sangre. Apenas podía sostenerse con sus manos para no desfallecer del todo. En aquel momento vio cómo un extranjero se acercaba a ofrecerle ayuda. Se trataba de Anacarsis.

(Fragmento del capítulo VII de la novela Un cabaret en Islandia)

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