Autopista en el desierto de Arabia Saudí. |
[...]
Leila
no conoció jamás a su madre, pues había muerto debido a complicaciones
relacionadas con el parto. Pocos meses después, su padre, Salman, se casó en
segundas nupcias con una tía de Leila, que había enviudado unos años antes de
casarse con él. Con el nuevo matrimonio, la tía de Leila evitaba el desamparo
inherente a la condición de viuda, mientras Salman conseguía otra mujer que se
ocupara de las tareas de la casa y la crianza de la niña. Todo quedaba en la
confianza de los círculos familiares. Sin embargo, la joven saudí no recordaba
su infancia como una época demasiado feliz. Su tía la trataba con desapego:
tenía ya dos hijas de su difunto marido, así que en el fondo le disgustaba el
hecho de verse obligada a criar a su sobrina como si se tratara de una hija
más. Por otro lado, Salman podía definirse como un hombre de carácter brusco y
severo. Odontólogo de profesión, mantenía en el centro de La Meca una consulta
que generaba un volumen razonable de ganancias: a diferencia de los saudíes más
ricos, no podía mantener a más de una esposa, pero vivía sin apuros y se
regalaba con algunos lujos de vez en cuando. Como la inmensa mayoría de su
pueblo, se había educado en los rigores del islam salafista, así que sentía un
disgusto inconfesable por el hecho de que hubiera nacido una niña en lugar de
un varón, ya que se trataba de la única descendencia que le había dejado su difunta
esposa. De este modo, Leila creció sintiéndose desplazada, en una casa donde su
tía y su padre la trataban más como una carga molesta que como una parte más de
la familia.
Mientras
pensaba en sus orígenes, le vino a la cabeza un episodio ocurrido en su
infancia. Desde los seis o siete años, su tía la obligaba a colaborar en las
tareas domésticas, en la creencia de las mujeres debían educarse desde niñas para
convertirse en buenas amas de casa. Sin embargo, la carga de trabajo superaba
con creces lo que Leila podía asumir a su edad. La niña terminaba agotada casi
todas las noches, después de ayudar largas horas en la cocina, pasar la bayeta
sobre el mobiliario o fregar los suelos de todas las habitaciones. En una de
aquellas tardes interminables de trabajo, Leila llevaba un plato desde el
fregadero hasta la mesa de la cocina. Su estatura aún no le permitía llegar a
la mesa con facilidad, así que debía ponerse de puntillas para colocar los
platos en la superficie del mueble. Mientras lo empujaba desde el borde de la mesa
hacia el centro, el plato se cayó sobre el suelo de la cocina con un sonoro
golpe, quebrándose en trozos innumerables. Nada más sentir el golpe, la tía de
Leila corrió a la cocina para comprobar qué había sucedido. Cuando miró los
añicos del plato en el suelo, mientras Leila lloraba del susto, le gritó llena
de rabia y le dio varias bofetadas en la mejilla.
–¡Inútil!
¡No sabes hacer nada bien!
El
llanto de la niña se prolongó de manera inconsolable, con sollozos cada vez más
fuertes. Su tía cogió un escobillón para barrer los añicos del plato, rumiando
todavía quejas a media voz, mientras Salman se asomó a la puerta de la cocina.
De pie, firme como una columna, volvió los ojos a Leila con una mirada fría y
seca. Aquella mirada le dolía más a la niña que las bofetadas de su tía, pues
le demostraba la indiferencia y el desapego de su padre, que en el fondo solo
pensaba en el varón que no había tenido cada vez que la miraba. De este modo,
la primera infancia le trajo la desgarradora certidumbre de que su familia no
la quería. No podía imaginarse aún que millones de niños en el mundo crecían
bajo las mismas condiciones, sin los afectos más elementales, zarandeados entre
la violencia y el miedo. Cada vez que recordaba aquella escena, a Leila le
parecía como si las bofetadas de su tía le dolieran de nuevo en la mejilla y la
mirada amenazante de su padre le causara un silencioso escalofrío.
Cuando
Leila había cumplido los dieciséis años, un extraño personaje apareció en su
vida. Se trataba de Muhammad, un amigo de Salman con el que este había formado
una empresa dedicada a la depuración de las aguas residuales, un negocio que se
había convertido en estratégico debido a la falta de recursos hídricos en el
desierto. Muhammad había establecido algunos contactos con familiares lejanos
del rey saudí, gracias a los cuales obtenía beneficiosos contratos con empresas
públicas y privadas. Con frecuencia viajaba a Riad, la capital del país, para
atender sus negocios y visitar a sus millonarias amistades. Un día, mientras
tomaba té en la casa de Salman, el empresario le sugirió a su socio y amigo que
podría conseguir un empleo para su hija en el servicio doméstico de la casa
real saudí. La idea le resultó de lo más atractiva al odontólogo, pues no solo
implicaba que Leila ganaría un buen salario, sino también que pondría la mesa o
pasaría la aspiradora junto a los hombres más poderosos de la nación. De este
modo, si la chica agradaba a la familia real, se le abrirían las puertas para
conseguirle a su padre toda clase de favores e influencias. El inconveniente de
que su hija debiera trasladarse a Riad, donde la casa real tenía su palacio, no
suponía nada en comparación con las ventajas de aquel empleo. En consecuencia, Salman
decidió el futuro de Leila en una conversación de media hora, sin pedirle su
opinión en ningún momento; pues en el desierto arábigo, donde los tribunales
consideran que el testimonio de un varón vale el doble que el de una mujer, en
absoluto se permitiría que una hija cuestionara las decisiones de su padre.
Leila
asumió con indiferencia el destino que su padre le había dispuesto, como una
fatalidad a la que no podía sustraerse. No sentía ningún apego hacia aquella
casa donde realmente nadie la amaba, pero la idea de marcharse al palacio real
tampoco le inspiraba demasiado entusiasmo. Su educación, basada en la violencia
y en el miedo, había adormecido los pocos deseos de libertad que le quedaban.
En el fondo, Leila deseaba algo diferente a lo que los demás le habían
preparado, pero su anulada voluntad ni siquiera podía formular una vaga
intención de rebelarse. En los últimos días que la joven pasó en casa de
Salman, antes de mudarse a Riad, su padre le hablaba con euforia sobre su nueva
residencia, ponderando su lujo y su grandeza noche y día. Sin embargo, más allá
de sus palabras alentadoras, Salman solo pensaba en amistades influyentes, en
relaciones privilegiadas y, sobre todo, en dinero.
Leila
se desplazó a Riad con su padre. Cuando llegaron a la entrada del palacio, un
mayordomo hindú esperaba a la joven, ataviado con una suerte de levita azul
oscura y pantalones blancos. El padre se despidió brevemente de su hija y le
deseó suerte en su nuevo empleo. El mayordomo cogió su maleta y la acompañó a
través de largos pasillos, decorados con jarrones de porcelana y alfombras
orientales, hasta llegar a la zona de las habitaciones del servicio. Le enseñó
su habitación, le entregó la llave y se despidió inclinando ligeramente la
cabeza, mientras se perdía en el mismo laberinto de pasillos que habían
atravesado. Muhammad le había anticipado a Leila que su trabajo consistiría en
limpiar y adecentar las habitaciones de los príncipes saudíes. Se trataba de
una larga prole de varones, hijos de las diferentes esposas del rey, entre los
cuales se decidiría en algún momento la sucesión a la corona. Algunos tenían
ambiciones políticas y soñaban con sentarse en el trono, aunque hubieran de
conseguirlo a través de conspiraciones familiares; otros, menos ambiciosos pero
más avispados, se dedicaban a gastar el dinero de su padre en caballos
purasangre y coches de lujo, sabiendo que no se verían obligados a trabajar hasta
el fin de sus días. Algunos se habían casado y tenían hijos, pero casi todos
preferían evitar los compromisos matrimoniales y caían en los brazos de
interesadas concubinas o de prostitutas de lujo. Acostumbrados al derroche
desde la infancia, todos ellos vivían lejos de la realidad en la atmósfera de
la corte, donde su condición de príncipes, sumada a la falta de
responsabilidades, había forjado sus caracteres con una mezcla explosiva de
frivolidad, imprudencia y altanería.
Desde
el primer momento, Leila se asombró de las extravagancias en las que tiraban
aquellos jóvenes su dinero. Uno se había dado el capricho de criar un guepardo,
al que solía pasear atado con una correa dentro y fuera del palacio. A veces el
animal causaba algunos destrozos con sus afiladas uñas, como abrir agujeros en
un sofá para sacarle el relleno o desgarrar en varios jirones unas cortinas de
damasco, pero los mayordomos se limitaban a reponer los objetos destrozados al
día siguiente. Nadie se atrevía a llamar la atención a su alteza ni a su
mascota. Se consentía incluso que el guepardo almorzara todos los días junto a
la mesa de su dueño, como si se tratara de un gato, en una bandeja de plata
donde le servían carne de res troceada. En otra ocasión, dos príncipes llamados
Abdallah y Musa corrían con sus caballos por los jardines del palacio. Se
habían apostado un reloj de oro al primero de los dos que llegara hasta una
palmera del jardín que les servía de meta. Saltaban setos de arrayanes y
pisaban macizos de flores con las herraduras de sus caballos: nada les
importaba para alcanzar su objetivo. Abdallah, como veía que Musa lo
aventajaba, se desvió del jardín e irrumpió con su montura en las estancias del
palacio para acortar camino. Cabalgó con alocada furia a través de los corredores,
levantando alfombras y quebrando jarrones de porcelana, bajó unas escaleras de
mármol y salió de nuevo a los jardines por una de las muchas puertas del
edificio. Gracias al atajo, el temerario príncipe llegó antes que su hermano a
la meta y consiguió el reloj de oro de la apuesta. El incidente se saldó con
una breve amonestación del rey, que ordenó a su hijo que tratara el mobiliario
palaciego con más cuidado, pero sus audacias con el caballo se conocían ya
fuera de la corte.
Una
mañana, Leila estaba haciendo la cama en el dormitorio de Abdallah, que a la
sazón tenía veintinueve años. La habitación se encontraba en el más absoluto
desorden, con las sábanas revueltas, las alfombras medio levantadas y buena
parte de la ropa tirada en el suelo. Mientras Leila ordenaba aquel caos, el
príncipe entró en el dormitorio. Primero se detuvo en el quicio de la puerta,
mirando las escasas formas del cuerpo de Leila que se insinuaban a través de la abaya que la cubría, pero luego dio
unos pasos al frente y se acercó a la joven. Ella lo miró confusa, con una
mezcla de miedo y asombro, pues no sabía sus intenciones. Él jamás había
cruzado una palabra con ella, pero en más de una ocasión ya se había fijado en
la mirada penetrante de sus ojos verdes.
–Buenos
días –dijo Abdallah–.
–Buenos
días, alteza –respondió Leila tímidamente–.
–Como
veo que eres una buena empleada, quisiera tener un detalle contigo. ¿Te
gustaría acudir a una fiesta?
–¿Una
fiesta? Pero… yo no soy más que una trabajadora del servicio.
–Se
trata de una fiesta privada… Se celebra esta noche en la mansión de un amigo,
en el barrio más lujoso de Riad.
–Alteza,
agradezco mucho su invitación, pero no tengo ropa decente para acudir a una
fiesta.
–Eso
no es ningún problema. Ahora mismo voy a mandar que te traigan vestidos y
joyas, para que elijas los que más te gusten.
Debido
a la insistencia del príncipe, Leila no se atrevió a rehusar la invitación. En
su fuero interno, la sombra del recelo se alternaba con agradables esperanzas.
Sabía que, si Abdallah la había invitado a una fiesta privada, sin duda había
puesto sus ojos en ella, y se imaginó una vida futura como concubina del
príncipe, rodeada de toda clase de lujos y atenciones. Aquella misma tarde
Leila llamó por teléfono a su padre, para pedirle consejo sobre cómo debía
actuar en aquella situación, aunque en el fondo se trataba de una manera de
reafirmarse en lo que ya había decidido. El padre, ansioso por ganarse
influencias en la corte a través de su hija, la felicitó por haber tenido
semejante golpe de suerte y le aconsejó que no perdiera la ocasión de acudir a
la fiesta. Hacia las nueve de la noche, cuando el sol ya se había dormido tras
el perfil de las dunas, Leila se presentó en las cocheras del palacio cubierta
con su abaya, como de costumbre.
Abdallah, que la esperaba en un rincón, la cogió de la mano con delicadeza y la
acompañó hasta su coche. Varios de sus hermanos, que también se dirigían a sus
coches para acudir a la fiesta, no se mordieron la lengua para hacer
comentarios y piropos sobre la belleza de la joven. Entre largas filas de
aparcamiento, llenas de Rolls-Royce y de Mercedes, se encontraba el vehículo de
Abdallah: un Lamborghini negro, bajo y alargado como una serpiente de acero que
podía moverse a velocidades vertiginosas. El príncipe le abrió la puerta a
Leila para que se acomodase en el asiento del copiloto.
Desde
que Abdallah y sus hermanos salieron del palacio, se desviaron hacia las
afueras de la capital saudí. Cuando habían salido ya de la ciudad, comenzaron
una salvaje carrera de coches sobre las autopistas que surcan el desierto. La
variedad infinita de las constelaciones podía verse bajo un cielo despejado. Leila
se imaginó que le habían tendido una emboscada para violarla en algún escondrijo
entre las dunas. Abdallah, notando su nerviosismo, le pidió que no tuviera
miedo. Pisó a fondo el acelerador de su Lamborghini y adelantó al resto de sus
hermanos. La misma afición por la velocidad que demostraba con los caballos se
reflejaba en su manera de conducir. Mientras corría sobre el asfalto con la
serpiente de acero, soltando chispas de sus ruedas, Leila sentía una mezcla de
miedo y excitación. Sin embargo, aquellas carreteras del desierto poseían la
ventaja de que, si el coche derrapaba, podía frenar sobre las dunas sin
colisionar con objeto alguno. El príncipe Musa se le adelantó con su Ferrari
Testarossa, como si quisiera desquitarse de haber perdido la carrera de
caballos en los jardines del palacio. Los dos coches iniciaron una endiablada
persecución sobre la autopista, cambiándose de carril a cada momento con
audaces giros de volante. Leila rezaba para sí misma, deseando que la temeridad
de aquellos príncipes no desembocara en un accidente mortal. Abdallah siguió
acelerando y alcanzó los doscientos cincuenta kilómetros por hora. Consiguió
que su hermano se quedara atrás hasta perderlo de vista. Cuando Leila pensó que
ya no saldría viva de ese coche, Abdallah tomó una curva, fue disminuyendo la
velocidad poco a poco y se desvió por una carretera que lo llevaría de vuelta a
Riad. Aún seguía corriendo, pero tras aquellas audacias Leila ya se había acostumbrado a la velocidad.
Llegó el primero a la mansión donde se celebraba la fiesta, lo cual significaba
que había ganado la carrera a todas luces. Mientras Leila se bajaba del coche, el príncipe Musa llegó con su Ferrari.
–¡Tus
hermanos y tú me debéis otro reloj de oro! –exclamó Abdallah hacia Musa, con
jubilosa arrogancia.
Leila
cruzó las puertas de la mansión junto a los dos hermanos. Nada más entrar en el
vestíbulo, se quitó su abaya y se la
entregó a un mayordomo para dejar al
descubierto su vestido. Se trataba de un hermoso conjunto negro lleno de
lentejuelas, que resaltaba sus curvas con un corte ceñido. Por un segundo,
Abdallah la miró con lujuria apenas disimulada. Ella conocía el fasto del
palacio real, pero el de aquella residencia no dejó de impresionarla. Bajo sus
pies, en el vestíbulo, relucía un suelo de taracea de mármol, donde una serie
de piezas rosadas, blancas, verdes y negras se combinaban para describir la
forma de una rosa de los vientos. En el centro de aquel pavimento se alzaba una
consola de caoba, con un voluminoso jarrón de cristal lleno de lirios blancos.
Las paredes seguían una decoración de estucos árabes trabajados con versículos
del Corán y motivos de ramas y flores, evocando los palacios de la España
andalusí. En el techo de la estancia, varias lámparas doradas pendían de un
fastuoso artesonado para rematar el conjunto. A través de un largo pasillo, un
mayordomo los guió hasta los jardines donde se celebraba la fiesta.
En
los jardines, los invitados conversaban bajo una columnata de mármol que se
abría ante un terreno cubierto de hierba. Bajo la columnata se había dispuesto
una barra donde varios camareros servían bebidas a los invitados, así como una
serie de mesas circulares llenas de comida. Frente a las columnas, las grandes
hojas de las palmeras se alternaban con las ramas de naranjos y limoneros
floridos, que impregnaban el aire con el perfume de sus azahares. Leila se fijó
en el aspecto general de los invitados. En su mayoría se trataba de príncipes
que guardaban un parentesco lejano con la familia real y que vivían fuera de la
corte, a los que se sumaban los herederos de las familias más ricas del país. Casi
todos llevaban túnicas hasta los pies y chalinas en la cabeza, como las
tradiciones saudíes mandan para los hombres. Solo algunos, los más presumidos,
se permitían alguna variación sobre los atavíos tradicionales, como turbantes
de colores diversos o largas camisas orientales de tonos dorados. Entre los
hombres podían verse numerosas jóvenes sin velo, que lucían trajes de las
grandes marcas de lujo occidentales. La belleza de casi todas abrumaba los
ojos, pero Leila no parecía menos entre las demás. Cuando se dirigió a pedir
una bebida, ella observó que había todo un cargamento de botellas de licores
detrás de la barra, lo cual suponía todo un desafío a las leyes de un país
donde beber alcohol podía castigarse incluso con la muerte. Según le explicó
Abdallah, en las fiestas de la realeza se usaban con frecuencia botellas vacías
para rellenarlas con un licor casero llamado sadiki, que se fabricaba de manera clandestina con zumo de frutas
fermentado. Sin embargo, en aquella ocasión los vástagos reales apenas habían
echado mano del sadiki, pues habían
conseguido una buena partida de whisky, vodka, ron, tequila y otros licores, a
través de un príncipe que había obtenido un cargo en la embajada saudí en
Londres, gracias al hecho de que el rey había designado embajador a su padre.
Cada vez que viajaba de regreso a su país, este príncipe introducía grandes
cantidades de alcohol a través de las valijas diplomáticas, pues ni la policía
ni los agentes aduaneros podían revisar las valijas. Su condición de príncipe
lo resguardaba de cualquier denuncia, pues la familia real prefería vendarse
los ojos antes que desatar un escándalo judicial con uno de sus herederos. Por
otro lado, se rumoreaba que el embajador en Londres era un gran aficionado al
whisky añejo, como los escoceses más rudos, y que el piadoso Alá no dudaría en
premiarlo con una cirrosis para que siguiera bebiendo en el paraíso. De este
modo Leila descubrió la hipocresía de las religiones, pues se dio cuenta de que
los versículos del Corán no habían logrado que los hombres reprimieran sus
deseos, sino que los desahogaran a escondidas. Se tomó a diminutos sorbos, muy
despacio, un cóctel de vodka con zumo de arándanos y lima, pero le supo
demasiado fuerte y amargo, así que tiró la mitad con disimulo sobre la hierba
de los jardines.
Una
hora y media más tarde, el alcohol ya había causado estragos en la
concurrencia. Algunos príncipes, sentados en el suelo, se llevaban las manos a
la cabeza, a la vez que otros decían disparates o se reían con sonoras
carcajadas. Los más atrevidos estaban ya besuqueándose con las mujeres.
Abdallah también notaba los efectos del alcohol, aunque no se tambaleaba ni
decía nada que pudiera calificarse de absurdo. Leila comenzó a sentirse asqueada,
pues la fiesta se había convertido en los prolegómenos de una orgía, pero sabía
que no podía marcharse hasta que Abdallah quisiera. En ese momento, el príncipe
la condujo hasta uno de los salones de la mansión, donde varios de sus amigos
lo esperaban. Leila sospechó que allí se tramaban oscuras intenciones, pero le
acompañó sin resistirse, pues sabía que la obediencia absoluta al varón formaba
parte de su vida como futura concubina. Recordó los malos consejos de su padre
y se preguntó si alguna vez él habría pensado realmente en todo lo que
significaba el destino que le había preparado.
Cuando
llegaron al salón, los amigos de Abdallah se habían sentado en los cómodos
sofás de la estancia. Unos languidecían con las miradas ausentes, perdidos en
su borrachera; otros hablaban casi a gritos y se reían de forma estruendosa,
como los que se habían quedado en los jardines. Sobre una mesa baja de cristal
humeaba un narguile. Sin embargo, aquel narguile despedía un olor más fuerte
que de costumbre, pues en el quemador del aparato se consumía una porción de
hachís. Leila conocía el aroma, pues en algunas ocasiones especiales había
visto cómo su padre consumía hachís con amigos o invitados en su casa.
–¡Vaya!
¿Qué nos has traído por aquí? –le preguntó a Abdallah uno de aquellos sátiros
musulmanes.
–¿Te
la vas a follar esta noche? –le preguntó otro, todavía más directo.
Abdallah
no respondió a las provocaciones. Le acercó el narguile a Leila para que le
diera una calada. Ella no lo quería, pero no se sintió capaz de rehusarlo. No
tardó en padecer los efectos del hachís, de modo que un cuarto de hora más
tarde ya conversaba y reía con una locuacidad increíble, como los amigos de
Abdallah. Un príncipe que se sentaba a su lado aprovechó la ocasión para pasar
la mano detrás de su espalda y acariciar sus nalgas. Abdallah se había
distraído conversando con otro de sus amigos. Si se hubiera dado cuenta, la
reunión podría haber desembocado en una pelea de borrachos. Uno de aquellos
príncipes se levantó del sofá, sin dar explicaciones, y se acercó a una cómoda
arrinconada en una esquina del salón. Algunos ya sabían lo que buscaba. Cogió
una bolsa de plástico sellada y volvió a sentarse.
–Atención:
ha llegado la hora del polvo blanco –dijo a todos los que lo rodeaban–.
Acto
seguido, esparció el contenido de la bolsa sobre una bandeja de camarero que
había en la mesa. Todos comenzaron a sacar sus tarjetas de crédito para hacerse
rayas de cocaína. La bandeja fue pasando por toda la mesa hasta llegar a
Abdallah. Leila jamás había visto la cocaína y no quería probarla, pero
Abdallah la presionó.
–Quedaría
muy feo que no la probaras –le dijo en tono serio–.
El
príncipe le hizo una raya con su tarjeta de crédito y un canuto con un billete.
Ella aspiró toda la raya con varias inhalaciones, pues le daba miedo aspirarla
entera de una sola vez. No tardó en sentir cómo un torrente de euforia subía a
su cabeza. Abdallah, dominado por la misma euforia, la cogió bruscamente de la
mano para conducirla fuera del salón, hacia uno de los numerosos pasillos de la
casa.
–¿A
dónde me llevas? –preguntó Leila.
De
nuevo Abdallah no respondió. Abrió todas las puertas del pasillo hasta que dio
con un dormitorio vacío. Leila se encontraba aturdida por la combinación de
alcohol y drogas que había consumido aquella noche. Inconsciente de lo que
sucedía, caminaba errática sobre las baldosas de mármol del pasillo, intentando
seguir al príncipe. Se apoyaba en las paredes para no caerse.
–Estoy
cansada… Quiero volver al palacio –dijo Leila–.
–Ven
conmigo… Vamos a descansar –le respondió Abdallah con voz suave–.
En
el dormitorio les esperaba una lujosa cama de baldaquino fabricada en estilo
Luis XV. El príncipe descorrió los cortinajes estampados con dibujos de rosas
que cubrían el lecho. Acto seguido, fue desabrochando el vestido de Leila por
la espalda, botón a botón, hasta desnudarla por entero. Ella no opuso ninguna resistencia.
Abdallah la besó y fue bajando con sus labios sobre su cuello y su pecho,
dejando un húmedo rastro de saliva, hasta que hundió la nariz entre los senos
para inhalar el aroma de su cuerpo. Le volvía loco. Por el contrario, Leila no
sentía nada en absoluto: ni goce ni sufrimiento, ni pasión ni rechazo. Su
aturdimiento la sumía en un estado cercano a la inconsciencia. El príncipe se
detuvo en su vagina. Acercó su lengua y comenzó a lamer sus paredes vaginales
como si se tratara de un alimento exquisito. Después se puso un condón e
introdujo su miembro viril. Mientras la acometía con fuerza, el himen de Leila
se desgarró. Una pequeña mancha de sangre se derramó sobre la colcha. Educada
para llegar virgen hasta el matrimonio, ella no había conocido a ningún varón hasta
aquella noche. Cuando notó cómo sangraba su vagina, recobró la conciencia de lo
que estaba sucediendo.
–Déjame…
Déjame… –le pidió con voz susurrante–.
Él
decidió callarla con un beso, para que no sobresaltara a nadie con gritos o
sollozos. La había incitado a probar las drogas sólo para violarla. Al día
siguiente lo contaría como una hazaña delante de sus hermanos y sus amigos. En
el silencio del dormitorio se escuchaban, como rumores tenues, las voces de los
invitados que cruzaban el pasillo. La fiesta seguía su curso, como la vida.
Leila pensó, una vez más, que debía soportar todo aquello si quería disfrutar
de los privilegios de las concubinas o las esposas reales. Los consejos de su
padre acudieron a su memoria. Una furtiva lágrima resbaló sobre su mejilla,
mientras su mirada se perdía en la oscuridad.
Después
de la violación, Abdallah cambió del todo su conducta con Leila. Había
comprobado que podía abusar de la joven a su gusto, aprovechándose de su
ingenuidad y de su falta de experiencia. Le prometió matrimonio si demostraba
sus cualidades como esposa durante algún tiempo, aunque realmente no deseaba
casarse con ella. Ya no se mostraba delicado y galante, sino que la trataba con
frialdad e incluso con violencia. Le ordenaba fregar el suelo de rodillas en
vez de usar una fregona. Pedía con frecuencia que le trajera comida a su
habitación: nada más probarla, se quejaba de su mal sabor y tiraba el plato al
suelo con un golpe de furia, para obligarla después a limpiarlo todo. Otras
veces descargaba con ella sus malos humores: si Leila se atrevía a quejarse o
replicarle, enseguida le daba una bofetada con la mano resuelta. Leila callaba
y sufría, con la esperanza de casarse algún día con el príncipe y obtener los
derechos de una esposa real. En su fuero interno, ella buscaba justificaciones
absurdas para la conducta de Abdallah, como el temperamento natural de los
hombres o el desasosiego que le causaban las intrigas del palacio. Procuraba
convencerse a sí misma de que estaba haciendo lo correcto, de que Alá y su
profeta bendecían el camino de las mujeres abnegadas y obedientes, pero el
cinismo que se respiraba en la corte había minado la base de sus creencias
religiosas. Día tras día, la vida le demostraba que toda su educación había
consistido en una mentira formidable, en una espesa venda que le cubría los
ojos. Llegó a sentirse aprisionada entre los cortinajes del palacio, esclava en
un país donde se trataba mejor a los caballos purasangre o a los halcones de
cetrería que a las mujeres.
Unos
meses más tarde, el príncipe empezó a cansarse de su relación con Leila. Su
actitud abnegada y obediente le aburría, pues todo resultaba demasiado
previsible con ella. Nada tenía que ver con las concubinas habituales en la
corte: mujeres nacidas en familias ricas, acostumbradas a someter a sus amantes
a la férula de su orgullo y sus caprichos. Mientras veía cómo el interés del
príncipe menguaba, Leila comenzó a insistirle en que cumpliera su promesa de
matrimonio. Pero Abdallah no estaba dispuesto de ningún modo a casarse, pues en
Leila sólo había buscado una amante de la que pudiera librarse en cualquier
momento. Leila habló con el príncipe Musa, para que lo convenciera de casarse
con ella, pero Musa se negó a intervenir en los asuntos personales de su
hermano. La joven, cada vez más desesperada, llegó a solicitar una audiencia
con el monarca saudí para relatarle su caso, suplicándole que obligara a su
hijo a cumplir la promesa de matrimonio. Tras dedicarle algunas palabras
hipócritas de consuelo, el rey le dijo que no podía acceder a sus pretensiones,
pues en su caso no se había celebrado, como requiere la jurisprudencia
islámica, una ceremonia solemne de esponsales, en la que el novio debía recibir
el permiso de la familia de la novia para casarse con ella.
Cuando
Abdallah supo que Leila había pedido una audiencia con su padre, se dio cuenta
de que la joven emplearía todos los medios imaginables para forzar el
casamiento, de modo que se había convertido en una amenaza para sus intereses.
Por lo tanto, su maquiavélica imaginación debía pensar cómo deshacerse lo más
rápido posible de Leila. Hacía dos meses que el príncipe Musa se había casado
con la heredera de una familia dedicada a la importación de alimentos, para
fortalecer sus vínculos con el mundo empresarial del país. La idea de Abdallah
consistía en que la mujer de Musa presentara una denuncia falsa contra Leila
por haber cometido adulterio con su marido. Gracias a sus contactos en el
gobierno y en la judicatura, los dos hermanos podían asegurarse de antemano el
resultado final del proceso. Los jueces condenarían a Leila a morir apedreada,
según las normas del Corán. En cambio, Musa sería sentenciado sólo a recibir un
cierto número de latigazos, con la ventaja de que su padre, el rey, no dudaría
en firmarle un indulto para dejarlo sin castigo. Abdallah se reunió con su
hermano para comentarle sus planes. Al comienzo Musa no se mostró convencido,
pues la idea de someterse a un proceso judicial, por más que supiera de
antemano su resultado, no le agradaba en absoluto, dado que lo exponía a las malas
lenguas al menos una temporada. Sin embargo, como buen estratega, Abdallah conocía
de sobra el punto más débil de su hermano: su afición por los caballos de raza.
Le juró a Musa que, si se prestaba al montaje, le regalaría un purasangre que
su hermano siempre había deseado para completar su manada. Se trataba de un
caballo de ilustre linaje que pertenecía a Abdallah, pero que jamás había
cedido a su hermano por orgullo. Finalmente, Musa decidió involucrarse en
aquella conjura sin más condiciones.
El
proceso se llevó a cabo como los dos hermanos esperaban. La mujer de Musa,
siguiendo las indicaciones de su marido, presentó la denuncia de adulterio
contra Leila. Gracias a una serie de falsos testigos que declararon en su
contra, la joven fue sometida a una farsa judicial y condenada a muerte por
lapidación. Nadie podría imaginarse el sufrimiento de Leila en aquellos días.
Varias noches anticipó su muerte en sueños, imaginando cómo la chusma arrojaba
piedras a su cabeza y la sangre empapaba sus cabellos hasta que su vida se
consumía bajo una lluvia de golpes. Sin embargo, los planes de Abdallah y Musa no
se consumaron del todo gracias a un detalle imprevisto: el rey intervino en el
asunto conmutando la pena de lapidación por cien latigazos, pues le habían
llegado rumores sobre la conjura que habían tramado sus dos hijos. Para evitar
más escándalos en la corte, los jueces ordenaron que la sentencia se ejecutara
en La Meca, donde Leila había nacido. Un furgón de policía se encargó de
trasladar a Leila de vuelta a su ciudad natal, en un largo viaje por carretera
a través del desierto que duró más de ocho horas.
El
día de la flagelación, un sol de plomo descendía sobre las calles de La Meca.
Leila sentía un miedo indecible. Atrás habían quedado los temores a la muerte,
pero sabía que los cien latigazos se clavarían en su carne como agujas de
esparto. El verdugo comenzó su trabajo. Contó hasta cien de manera impasible. Leila
también contó los cien latigazos para sí misma, pensando que cada vez le
quedaban menos. Una vez acabada la tortura, la joven se tendió en el suelo
sobre un charco de sangre. Apenas podía sostenerse con sus manos para no
desfallecer del todo. En aquel momento vio cómo un extranjero se acercaba a
ofrecerle ayuda. Se trataba de Anacarsis.
(Fragmento del capítulo VII de la novela Un cabaret en Islandia)