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jueves, 8 de marzo de 2012

Notas diversas

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Qué gozo me dio observar hace unos días, en la azotea de mi casa, una pareja de lavanderas, llamadas alpispas en las islas. Me pregunto qué hacían allí, perdidas en la ciudad, lejos de los campos y montes donde suelen vivir. Una perseguía a la otra, como si estuviera encelada; la perseguida volaba rápidamente, como una flecha azul y amarilla, dibujando graciosas curvas en el aire, mientras iba la perseguidora tras ella. Algunas veces las dos se acercaban. Y saltaban sobre los muros de los edificios vecinos, en su alegre levedad, preocupadas solo de su amoroso juego.

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En un bosque de laurisilva, mientras paso la mano sobre unos troncos cubiertos de musgo, como páginas de un libro escrito en un idioma para mí desconocido, me sobreviene la intuición de que el poeta está llamado a descifrar el lenguaje secreto de la naturaleza. Pienso entonces en una frase de Novalis, que aparece en su novela inacabada Los discípulos en Sais: solamente los poetas han comprendido lo que la naturaleza puede significar para el hombre. Quiero creer que esta afirmación de Novalis es cierta.

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Cuando se tiene más razón que un santo, se predica a menudo en el desierto. La vida, con su gusto por la ironía amarga, suele marcar con la indiferencia o el rechazo de los demás, como un signo distintivo, a quienes conservan el sentido común entre los innumerables ejemplos de insensatez que descubren a su alrededor.

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Como allá donde voy suelo reparar en los vicios de mis semejantes, no porque sienta curiosidad malsana, sino porque me resultan demasiado evidentes para ignorarlos, contemplo cómo desfilan ante mis ojos incrédulos, en un delirante pasacalle, la soberbia, la ambición, la frivolidad, la insensatez, la envidia, la maledicencia, la falsedad, la descortesía y un largo número de vicios que conducen a los seres humanos a situaciones ridículas o deplorables. Por ello, a veces no me queda más remedio que observar a los demás como personajes de una farsa o animales de un zoológico, con el distanciamiento de un espectador que presencia el trabajo de los actores desde un patio de butacas o las costumbres de los animales delante de una verja.

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Escucho la mazurca Opus 17, nº 4, de Chopin, tocada al piano por Vladimir Horowitz. En ella se conjugan episodios de serenidad con lamentos desgarradores. Con su habitual ferocidad en el sarcasmo, Cioran decía, en su obra Silogismos de la amargura, que Chopin elevó el piano al rango de la tisis; esto es, que el compositor polaco debía toda su genialidad a los efectos de la tisis que padecía. Probablemente Cioran se equivocaba; aunque a menudo hayan ejercido una influencia notable en la creación artística, dudo que las enfermedades, ya sean del cuerpo o de la mente, conviertan a los enfermos en genios por sí solas, sin que éstos posean algún talento previo. Sin embargo, una obra como ésta parece haber sido escrita desde una melancolía insondable, la misma que suele aquejar a los tísicos, y desde una soledad infinita, como si Chopin confesara, a través del piano, toda la fragilidad de su condición de enfermo. Esa confesión de melancolía y soledad hace de esta breve mazurca una de sus piezas más conmovedoras.

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Me llevo prestada de la biblioteca El patriota y otros ensayos, una antología de ensayos de Samuel Johnson, el escritor inglés del siglo XVIII, que leo con sumo interés y agrado. La prosa de Johnson ofrece agudas observaciones sobre la naturaleza humana en un estilo por lo general claro y ameno, demostrando que la claridad y la amenidad de la expresión no están necesariamente reñidas con la hondura del pensamiento. En el primer párrafo de uno de estos ensayos, titulado Libertad de expresión, encuentro una de las reflexiones más lúcidas y certeras sobre la libertad individual que he leído hasta ahora. Johnson la aplica a la tarea del escritor, aconsejando a todo creador literario la independencia de criterio, pues corre el peligro de terminar confundido ante la diversidad de las opiniones ajenas sobre su trabajo:

Que todo hombre ha de ajustar sus acciones a su propia conciencia, sin prestar importancia a las del resto de la humanidad, es uno de los primeros preceptos que dictan la prudencia y la moral. Es decir, que no solo avala la razón, la cual ordena que los dones del cielo no se dejen caer en desuso, sino también la voz de la experiencia, pronta en enseñarnos que si sometemos nuestra conducta a aplausos o reproches ajenos nos exponemos a la confusión que consigo trae la variedad infinita de juicios discordantes y el incesante vaivén entre impulsos contrarios, que a la postre nos condena a pedir consejo incesantemente y sin provecho alguno.


Frédéric Chopin: Mazurca Opus 17, nº 4. Vladimir Horowitz, piano.

4 comentarios:

María (LadyLuna) dijo...

Interesante recopilación de momentos, fragmentos, sensaciones y pensamientos.
Me ha encantado.

Ramiro Rosón dijo...

Me alegro de que te gusten estas notas, María. Un beso, y gracias por leerme.

Anónimo dijo...

¡Me deslumbran los fulgores literarios de estas páginas! Me gusta esta la mitología actual y cotidiana de profundas raices clásicas.Besos para el autor, y que siga con esa motivación tan mágica y maravillosa para escribir.J.M. -crítica de arte-

Ramiro Rosón dijo...

Me alegro de que te gusten estas páginas, J.M. No siempre resulta fácil conservar la motivación necesaria para la escritura, pero la vida me va suministrando materia para la creación literaria y entonces siento el deseo de escribir. Perdona mi tardanza en responderte. Un beso, y sé bienvenida a este blog.