Vistas de página en total

miércoles, 16 de septiembre de 2009

La iglesia de san Agustín


La iglesia está clausurada. Hace muchos años, la arrasó un incendio. Sin embargo, desde una ventana abierta en sus muros, puede verse todo su interior. Me asomo para verlo. Esa ventana es la débil frontera que separa dos mundos aislados entre sí: la calle, vaivén de gentes, voces y ruidos, y la iglesia, meditación y sueño de ruinas.

Pese al incendio, el espacio conserva un aire sagrado. La iglesia ha quedado reducida a un bosquejo de formas esenciales. Columnas, arcos, muros. Páginas de un libro sagrado que mordieron las llamas. Signos incompletos. En el ábside, al fondo, vestigios de madera de un retablo emergen de los muros todavía.

Muy cerca de lo que fuera la entrada, sosteniendo un arco elíptico, dos columnas salomónicas se yerguen, mostrando sus barrocas torsiones, olvidando la ruina de la iglesia. La piedra es firme, tenaz, rebelde. Su dureza aún resiste el paso de los siglos. Sé que el fuego devasta, mas también purifica. Devasta y purifica al mismo tiempo. Me viene a la memoria la zarza transformada en hoguera que vio Moisés en el desierto; la columna de fuego que de noche guiaba a los judíos hacia la tierra de promisión; el carro de fuego de Elías. Mas, ¿qué ha purificado el fuego en esta iglesia? Yo diría que sólo ha devastado, imprimiendo en estos muros sus huellas de ceniza.

Grandes arcos de medio punto desnudos, que antaño sostenían la techumbre, ahora se yerguen como orantes manos, enlazadas para formar una plegaria con su gesto. Ruegan misericordia para sus viejas y gastadas piedras, que azota la intemperie. Las sombras de esos arcos se trasladan, según las horas van pasando, como la sombra de un reloj de sol fantasmagórico y enorme. Pero las ruinas siguen escondiendo una desolación aterradora, el abandono, la desidia, lo que no mira nadie. Me sobrecoge la melancolía del tiempo, las injurias del paso de los años, que me recuerdan la fugacidad de las cosas.

La iglesia carece de techo. Ahora, su techumbre es el cielo; una techumbre infinita, leve, azul como la pura trascendencia, como la eternidad incognoscible. Los muros derruidos, pese a los estragos de la ruina, oran en su mudez; elevan una plegaria silenciosa, un salmo vacío de palabras, hacia la techumbre infinita.

Grandes tuneras de encarnados frutos, dos jóvenes palmeras, varios arbustos, ásperas ortigas habitan el espacio de las naves. Ahora, en el estío, la yerba se ha secado, pero en los meses del invierno, cuando las lluvias abundantes fecunden la tierra, crecerán albas manzanillas, amapolas y alhelíes de sangre, delicadas violetas, numerosas y breves margaritas. Entonces, la iglesia devendrá constelación de flores silvestres, jardín cerrado, huerto de María.

(Ruinas de la iglesia de san Agustín, situadas junto al Instituto Cabrera Pinto, en La Laguna)

6 comentarios:

Olga Bernad dijo...

La devastación de los espacios que fueron sagrados produce una sensación muy intensa y extraña, son ruinas especiales, distintas. Espacios hechos para el recogimiento abiertos al cielo y las flores silvestres.
Quizá no es mal final.

Saludos.

ana dijo...

Nada cae en el olvido ante ruinas así. Todo permanece en la fortaleza de esas piedras que quedaron visibles, que son apuntes de infinitud. En espacios así es cierto, como dice Olga se respira algo diferente... una soledad sonora.

Yo recuerdo una tarde pasada en Grajal de Moreruela, Zamora, entre las ruinas de un monasterio cisterciense. En mi memoria aún están grabadas nítidamente las ruinas de aquel monasterio, el color del cielo, y el verde del paisaje. Y no se olvida. Hoy tu post me recordó aquel silencio, aquella presencia toda, a partir de sus restos.

Un saludo.

Ramiro Rosón dijo...

Olga, tienes razón. Yo creo que esos espacios conservan siempre un aire sagrado; están marcados hondamente por lo que un día fueron. Yo sólo he querido reflejar en mis palabras esa sensación intensa y extraña de la que hablas. Además, prefiero que se conserve una iglesia en ruinas a que ésta se demuela y se eleve en su lugar un edificio de otra clase.

Muchas gracias por tu lectura. Saludos cordiales.

Ramiro Rosón dijo...

Ana, cuando me hablas de la “soledad sonora”, también me haces pensar en la “música callada” y el “no sé qué que queda balbuciendo”. Ambas metáforas son geniales hallazgos de san Juan de la Cruz, llenos de mística. Parece que, ante la “música callada” de las ruinas, uno sólo se escuchara a sí mismo y dialogara con la voz de su alma. Y en las ruinas, debido a su condición de fragmentos y vestigios, subyace siempre “un no sé qué que queda balbuciendo”, algo que jamás descubrimos del todo. Sin duda, numerosas ruinas desprenden un hondo misticismo, ya que nos hablan de la fuga del tiempo y la vocación de eternidad del ser humano. La arquitectura que un día fueron, en un ejercicio de permanencia, se resiste a su desaparición absoluta. Curiosamente, las ruinas de la iglesia de san Agustín se hallan en el centro de una ciudad. Como están clausuradas, pasan inadvertidas para la mayoría de la gente.

P.S.: “Apuntes de infinitud” es una metáfora muy hermosa para aludir a las ruinas. Expresa muy bien cómo éstas quisieran mantenerse erguidas para siempre, cómo lo fugaz aspira a ser eterno.

Muchas gracias por estar aquí. Saludos cordiales.

Anónimo dijo...

Hace 10 años fui acojido en la casa de los hermanos Betlemitas en La Laguna Tenerife y estuve en las ruinas de la Iglesia San Agustin y las he recorrido de cabo a rabo durante los 2 años que estuve en Tenerife España y regrese al Peru en el 2001.

De alguna forma pediria su recontruccion,y que esas ruinas vuelvan algun dia ser la iglesia que los laguneros recuerdan y desearian que volviera a funcionar.

Ignacio Cuadrado Barff.

Lima Peru

Ramiro Rosón dijo...

No hace demasiado tiempo, leí que el ayuntamiento de La Laguna tenía el proyecto de restaurar la iglesia de san Agustín, no para devolverla a su condición de lugar de culto, sino para convertirla en un centro cultural. De todas formas, ignoro si este proyecto se llevará finalmente a cabo. No dudo en ningún caso de las utilidades de un centro cultural; sin embargo, personalmente, tengo la sensación de que restaurar una iglesia que ha sido tan dañada por el incendio que la devastó y los cuarenta y cinco años que lleva en estado de abandono para convertirla en un centro cultural desvirtuaría el significado y la esencia del edificio. Y entiendo que para usted, que tuvo esa vinculación especial con la orden bethlemita, que fundó el santo Hermano Pedro, resulte inaceptable que la iglesia continúe en ruinas.

Un saludo, Ignacio, y bienvenido.