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martes, 28 de julio de 2009

Canción de los plátanos


Ombra mai fu
di vegetabile
cara ed amabile,
soave più.

(Nunca fue sombra
de vegetal
tan cara y amable,
tan suave.)

Aria de la ópera Jerjes, de Haendel


Los plátanos, frondosos,
bordean la avenida.
Sus tiernas hojas verdes
relucen bajo el sol de una mañana;
se mueven en los aires.
Sin embargo, la gente no las mira.
Los viandantes se alejan como sombras,
indiferentes, cavilando
sobre miserias vanas.

¿Cómo nuestros sentidos, embargados
en un hastío yermo,
casi no se conmueven
ante unos árboles, tesoros
de luz y de frescura?
¿Cómo la silenciosa tiranía
de nuestra inercia nos somete?
¿Y cómo nuestras horas
regalamos al viento,
tan ciegos, a menudo,
a las súbitas luces de la vida?

Deberían dolernos en el alma,
hasta que al fin abramos nuestros ojos,
la ceguedad oscura,
los helados desaires
a la belleza de este mundo.

3 comentarios:

ana dijo...

"Debería dolernos en el alma,
hasta que al fin abriésemos los ojos,
nuestra ceguera, nuestro
desdén a la belleza de este mundo."

En este instante en el que el mundo duerme, en el que mis ojos se quedaron en vela, a la hora del silencio no dormido... pienso en esas últimas palabras. En el dolor del mundo porque nadie mira su alma.

El dolor infinito es ese, ese que le sigue a la consciencia de no haber sido visto.

Son inmensas tus palabras.

Ramiro Rosón dijo...

A menudo, no hace falta comenzar un largo viaje para descubrir la belleza; la tenemos a nuestro lado y no sabemos apreciarla. Esa avenida de plátanos frondosos es un buen ejemplo.

La vida cotidiana nos adormece con su monotonía, con su tedio. Su sonido es mecánico, siempre igual, semejante al rumor de los coches que pasan, fugaces, sobre una autopista, obsesivamente reiterado hasta la saciedad. La monotonía y el tedio nos vendan los ojos, negándonos el descubrimiento de la belleza del mundo. Y cuando al fin descubrimos, a solas, esa belleza del mundo, el gozo del descubrimiento se enturbia con el dolor de saber que nadie lo comparte. Ésta es la dura soledad a la que, numerosas veces, ha de enfrentarse el poeta de nuestros días. La soledad que padece el alma sensible a la belleza en una sociedad que a menudo se le muestra vacía de sentido, brutal, insensible.

Muchas gracias, Ana, por tu generoso y profundo comentario.

Un abrazo.

Ramiro Rosón dijo...

He decidido cambiar la última estrofa del poema, que queda así:

“Deberían dolernos en el alma,
hasta que al fin abramos nuestros ojos,
la ceguedad oscura,
los helados desaires
a la belleza de este mundo.”